¿Cómo que no quieres cambiarte el apellido? gritó mi suegra en el Registro Civil.
Nunca quise casarme, pero a los 19 años me quedé embarazada de mi novio del instituto, con el que llevaba tres años saliendo. No me sentía con opción, no quería que mi hijo creciera sin padre.
Aunque era mayor que yo, Álvaro siempre fue inmaduro y claramente un hijo muy dependiente de su madre. Sin embargo, no rehuía sus responsabilidades: dijo que se casaría conmigo y que se haría cargo del niño. Así que empezamos a preparar la boda.
Yo hubiera sido feliz con casarme sin más, sin grandes festejos, pero mi familia insistía en hacer una celebración enorme. Nunca entendí por qué debía gastar tanto dinero en invitar a gente cuando, con esos euros, podría haber comprado todo lo necesario para el bebé. Nadie me hacía caso: eligieron por mí el restaurante, el vestido y hasta la lista de invitados. ¿Quiénes? Mi suegra y mi hermana.
Cuando llegó el día de la prueba del vestido, no quería ir. Solo de pensar en aquel traje con volantes y pedrería se me encogía el estómago. Mi hermana y la madre de Álvaro nunca han tenido buen gusto precisamente. Y cuando se enteraron de que no me apetecía ir, me llamaron desagradecida y montaron en cólera. Pero yo ni caso; bastante tenía con mis propias preocupaciones: la Selectividad, los exámenes, el embarazo y los preparativos para el bebé.
Al Registro Civil fui con un sencillo vestido blanco, que me quedaba bien y era acorde a mi manera de ser. Fue entonces cuando empezó el espectáculo.
Nadie en la familia de Álvaro sabía que yo pensaba mantener mi apellido. Él lo sabía y nunca puso pegas, pero mi suegra estalló y gritó en mitad de la sala:
¡¿Pero cómo es eso de que no quieres cambiarte el apellido?!
Yo sonreí, di un paso atrás y me aparté de la discusión. Al día siguiente me esperaba la segunda parteel banquete en el pueblo de Álvaro con toda su familia. Decidí reservar fuerzas. El matrimonio duró solo unos pocos años. Álvaro resultó ser un marido pésimo y un padre completamente ausente. Todos los fines de semana los pasaba delante del ordenador, ignorándonos a mí y al niño. Cuando ya no pude más, hice las maletas y me fui.
A mi suegra, por supuesto, no le sentó nada bien. Pero yo, por fin, respiré tranquila. Sentí que, al fin, era libre y realmente feliz.







