¿Hola, Begoña? la voz temblorosa del padre retumbó por el auricular, suplicante y casi desesperado. Ven, por favor, que aquí se está armando un lío
¿Qué ha pasado, papá? Begoña frunció el ceño, pero la curiosidad ya la hacía girar los talones hacia el piso.
Los vecinos se han puesto a montar una jarana de madrugada. Uno grita que me va a matar, ella que él no ha de salir sin que yo le ponga una advertencia se oían golpes y voces que se alzaban a través del teléfono. ¡Están taladrando la puerta, Begoña! ¡Me van a matar!
Cuando te maten, llámame. ¿No aprendiste ya que hay que cerrar la puerta con una silla cuando se ponen agresivos? le contestó el padre, con tono de quien ya había escuchado esa frase mil veces.
¡Qué te vas a poner, papá!
A ver, hijo mío, a ver a ver Si no te gusto, puedes irte a vivir con el hijito que tienes y que te haga el almuerzo y te cumpla los caprichos, replicó Begoña con una sonrisa irónica que se escapó antes de que el teléfono colgara.
Begoña había crecido en una familia que, según los estándares del barrio, era perfectamente normal, aunque rotunda la falta de la madre: murió cuando Begoña era una cría y quedó a cargo del padre, Antonio López, un tornero de gran oficio que siempre conseguía el sueldo justo, aunque no fuera precisamente una fortuna.
La familia vivía en un piso de cuatro habitaciones en el centro de Madrid, compartido con una anciana, la abuela Carmen, y con varios inquilinos: unos migrantes marroquíes y una familia de vecinos del sur de España que rondaban siempre el botellón.
Y sí, había unos esqueletos en el armario que la casa trataba de esconder a cualquier precio. Uno de esos esqueletos era la propia madre del padre, la abuela Carmen, una mujer que, para los que la conocían, era una especie de reina de la demencia temprana sin diagnóstico oficial.
Carmen se pasaba el día en la cama, hacía sus necesidades sobre la ropa de cama y, cuando alguien le tapaba la pared con baldosas para que fuera más fácil de limpiar, se quejaba como si le hubieran robado el último pedazo de su dignidad.
Le encantaba comer carne, pescado y, sobre todo, dulces. No esos galletitas de avena que compran las abuelas para la merienda, sino chocolate belga de primera, que en los años noventa costaba un ojo de la cara. Y Antonio, con su buen sueldo de tornero, no escatimaba en gastar en esos manjares.
En el mismo piso había unos vecinos ruidosos que, tras una jarana, empezaban a tocar puertas y a montar discusiones. La abuela Carmen, después de una batalla con una de esas noches de juerga, quedó tan traumatizada que la familia decidió no volver a pasar por su puerta.
Begoña, al crecer, se cansó de los curro de la tía Nadie lo llamaban así porque siempre estaba en los asuntos de los demás y empezó a recibir bofetadas y pellizcos cuando se negaba a jugar al cuidar al niño del vecino. Su padre, al que ella le contaba todo, solo le decía que no saliera al pasillo y que se agarra a la puerta con una silla.
Una noche, mientras Begoña se refugió en la vieja maceta del salón, el papá amoroso la golpeó con ella en la cabeza. No fue tan grave, pero sí que le dejó una lección: no te metas con la abuela y no te metas en los líos de los vecinos.
Años después, cuando ya tenía trece años, Antonio decidió darle una sacudida a su vida amorosa y trajo al piso a Marina, una joven de Madrid que quería poner orden. Marina, con su elegante postura, exigió quedarse con Antonio en la habitación principal, porque no se puede vivir como novio con el niño encima.
Begoña, que ya estaba cansada de compartir habitación con su padre, aceptó mudarse a la habitación de la abuela. La anciana la recibió con una sonrisa, pero no tardó en perder la paciencia cuando Begoña, endurecida por los riñones del cole, le lanzó una amenaza digna de una película de barrio:
¡Inténtalo y te rompo la almohada en la cara! dijo Begoña, con la voz temblorosa por la edad y la rabia.
La abuela, que nunca había sido víctima de alucinaciones, se quedó petrificada. Begoña, sin rencor, siguió quejándose del trato que recibía de su padre, que seguía traqueteando los dulces y el chocolate caro.
Marina, mientras tanto, se lo tomaba con calma, porque los ingresos de Antonio habían subido y ya podía permitirse café con leche en la terraza y unas cuantas cervezas con sus amigas del tardeo.
¿Qué haces con el décimo curso? Ya basta, estudia y trabaja para ganarte el pan. le decía Antonio, con tono de cajón de sastre.
Begoña, que quería una carrera decente, fingió que había sido rechazada por el instituto y, a los dieciséis años, falsificó la firma de su padre para entrar en el colegio de contabilidad. Se esforzó al máximo para que nadie sospechara, y mintió diciendo que su padre trabajaba mucho para curar a la abuela enferma.
Con su primer sueldo, Begoña probó por fin el chocolate belga que tanto había deseado. Tras el instituto, se metió en la contabilidad y la analítica, una combinación que la llevó a ser una experta reconocida, acumulando en veinte años una modesta fortuna.
Se casó, tuvo un hijo y una hija, y cumplió con la misión que la generación mayor le había impuesto. Mientras tanto, su padre, ya entrado en la tercera edad, había perdido la casa que había transferido al hijo mayor tras un segundo matrimonio, había divorciado a Marina y había quedado sin techo.
Un día, el hijo, harto de su viejo, le pidió una mano. Begoña, aunque le dio la vivienda que había heredado de su madre, lo hizo sin que él entendiera que era a precio de ganga.
Me queda bien, la llevo, dijo Begoña al agente inmobiliario.
¿Estás segura? le preguntó la mujer, que veía la edad del comprador.
Yo la compro a mí misma respondió Begoña, y una semana después trasladó a su padre a aquel maravilloso apartamento con sus pocas pertenencias.
Al escuchar las quejas del viejo y observar su enfado por el trato que ella le daba, Begoña sentía una satisfacción oscura, casi vengativa, mientras recordaba las mañanas de macarrones con salchichas baratas.
Llamaba a su madre una mujer que, a diferencia de la abuela, nunca abusó del dinero de los familiares y le compraba regalos costosos, incluso le organizó un viaje de una semana al extranjero con su marido.
Te crié, Begoña, te enseñé lo que sé dijo su padre con una mezcla de orgullo y reproche.
Y ahora yo te mantengo, papá, como sé hacerlo. Te doy esos macarrones cansinos que me alimentaste mientras mi madre se zampaba jamón ibérico, y esas salchichas de oferta del día. Además, tú aún tienes pensión, que puedes gastar como te apetezca.
¡Eres una ingrata! exclamó el padre, mirando las dos sobres de salchichas.
Begoña no le lanzó las salchichas al aire; sabía que si se ponía como antes, acabaría sin nada.
Gracias, papá, por todo. Te devuelvo el doble, dijo ella con una sonrisa irónica.
Muchos de sus amigos opinan que Begoña es demasiado buena con ese padre traicionero, que debería dejarlo en la calle. Pero ella nunca quiso que le pasara nada a Antonio; él nunca la entregó al orfanato, y al menos una vez la cuidó.
Ahora ella entiende que el amor y la ayuda son recursos escasos, y que no todos los merecen. Esa lección, aprendida en la infancia, la aplica ahora con la precisión de una contadora que sabe cuándo cobrar intereses.







