Que tengas un buen día dijo Daniel, inclinándose para rozar mi mejilla con los labios.
Isabel asintió distraída. La mejilla quedó fría y seca, ni calor ni molestia. Solo piel. Solo un gesto. La puerta se cerró y el silencio llenó el piso.
Permanecí en el recibidor unos diez segundos, atenta a mis sensaciones. ¿Cuándo fue exactamente? ¿En qué momento se apagó todo por dentro? Recordaba cómo, dos años atrás, lloré en la ducha porque Daniel olvidó nuestro aniversario. Cómo, el año pasado, la rabia me sacudía cuando, otra vez, no fue a recoger a Lucía de la guardería. O cómo, hace medio año, aún intenté hablar, explicar, pedir.
Pero ahora no había nada. Solo vacío. Un espacio limpio y liso, como un campo tras el fuego.
Pasé a la cocina, me serví un café y me senté a la mesa. Veintinueve años. Siete casada. Y ahí estaba yo, sola en el piso con una taza que se enfriaba poco a poco, pensando que había dejado de amar a mi marido de la forma más tenue y rutinaria, casi sin enterarme.
Daniel seguía con su ritmo de siempre. Prometía ir a por la niña: no la recogía. Decía que arreglaría el grifo del baño: llevaba tres meses goteando. Juraba que ese fin de semana iríamos, por fin, al zoológico: pero el sábado le surgían planes urgentes con los amigos y el domingo se tumbaba al sofá a ver la tele.
Lucía dejó de preguntar cuándo iba a jugar papá con ella. Con cinco años, ya había aprendido: mamá siempre estaba. Papá era ese señor que a veces se asomaba al salón por las noches y no apartaba la mirada de la pantalla.
Isabel ya no montaba escenas. No lloraba en la almohada. No diseñaba estrategias para arreglar nada. Había borrado a Daniel de la ecuación vital.
¿Había que llevar el coche al taller? Lo gestionaba ella. ¿Una cerradura rota en la terraza? Llamaba al cerrajero. ¿Lucía necesitaba un disfraz de hada para el festival? Isabel lo cosía de noche, mientras el marido roncaba en la otra habitación.
La familia se había transformado en una extraña estructura: dos adultos que compartían techo y vivían en líneas separadas.
Una noche, Daniel intentó acercarse en la cama. Isabel se apartó con cuidado, con la excusa de un dolor de cabeza. Luego fue el cansancio. Después, males imaginarios. Entre ambos iba levantando un muro, ladrillo a ladrillo, con cada negativa.
“Que se busque a otra,” pensaba con frialdad. “Que me dé un motivo. Un motivo claro, uno que entiendan mis padres y mi suegra. Uno que no tenga que justificar.”
Porque, ¿cómo explicar a su madre que se iba de casa simplemente porque él era nadie? Ni la maltrataba, ni bebía, traía dinero a casa. ¿Qué importaba que no ayudara en nada? Era lo normal en todos, ¿no? ¿Qué importaba que pasara de la niña? Si los hombres, total, no saben tratar con niños…
Isabel abrió una cuenta bancaria a su nombre y empezó a guardar parte de su sueldo. Se apuntó al gimnasio no por Daniel, sino por ella misma. Por esa nueva vida que asomaba tras el horizonte inminente del divorcio. Por las noches, cuando Lucía dormía, Isabel se ponía los auriculares y escuchaba pódcast en inglés. Frases cotidianas, correos de trabajo. Su empresa tenía clientes internacionales y dominar el idioma era un pasaporte a otras oportunidades.
Dos tardes por semana iba a clases de formación. Daniel protestaba porque “tenía que quedarse” con Lucía, aunque para él “quedarse” era ponerle los dibujos animados y perderse en el móvil.
Los fines de semana, Isabel era toda de Lucía: parques, columpios, heladerías, cine infantil. La niña se acostumbró a que esas horas fueran suyas y de mamá. Papá era un mueble más.
“No se dará ni cuenta,” se decía Isabel. “Cuando nos separemos, para ella todo quedará igual”.
La idea le resultaba reconfortante. Isabel se aferraba a ella como a un salvavidas.
Y entonces, algo cambió.
Isabel no supo identificar cuándo. Simplemente, una tarde, Daniel propuso acostar a Lucía. Más tarde, se ofreció a ir a por ella a la guardería. Un día preparó la cena espaguetis con queso, nada complicado, pero sin ayuda ni recordatorios.
Isabel lo miraba extrañada. ¿Sentimientos de culpa? ¿Un acceso momentáneo de lucidez? ¿Quería encubrir alguna fechoría que aún no sabía? Pero pasaron los días y Daniel no caía en viejos hábitos. Se levantaba pronto para llevar a Lucía al cole. Arregló al fin el dichoso grifo. Apuntó a la niña a natación y él mismo la llevaba los sábados.
¡Papá, mira cómo me tiro de cabeza! Lucía iba de un rincón a otro de la casa fingiendo nadar.
Al padre le daba tiempo a cogerla al vuelo, lanzarla hasta el techo. La niña soltaba carcajadas limpias y contagiosas.
Desde la cocina, yo observaba la escena y me costaba reconocer a mi propio marido.
Puedo quedarme con ella el domingo me dijo una noche. ¿No habías quedado con tus amigas?
Asentí despacio. No tenía tal plan. Solo quería pasar la tarde sola, leer tranquila en una cafetería. ¿Cómo lo sabía? ¿Acaso escuchaba mis llamadas?
Las semanas se encadenaron en un mes. Dos. Daniel no flaqueaba, no volvía a la indiferencia de antes.
He reservado mesa en ese italiano que te gusta me anunció una tarde. Para el viernes. Mi madre cuidará de Lucía.
Levanté la vista del portátil.
¿Y eso?
Sin motivo. Quiero cenar contigo.
Acepté. Por curiosidad, me dije. Para ver a qué jugaba.
El local era recogido, luz tenue, música en directo. Daniel pidió mi vino favorito. Me sorprendió que aún recordara cuál era.
Has cambiado le solté de frente.
Daniel giró la copa.
He sido un idiota. El idiota más cabezota y ciego.
Eso ya lo sabía.
Sí sonrió, sin alegría. Yo creía que lo importante era el dinero, la hipoteca, un coche mejor. Pero estaba huyendo: de la familia, de lo diario, de todo.
No dije nada. Esperé.
Me di cuenta de que tú también habías cambiado. Que ya te daba igual. Y eso eso fue peor que cualquier bronca, ¿lo entiendes? Cuando gritabas, llorabas, exigías, era normal. Pero después fue como dejar de existir.
Dejó la copa sobre la mesa.
Casi os pierdo. A ti, a la niña. Y sentí que nunca había entendido nada.
Observé a ese hombre sentado enfrente, diciéndome lo que llevaba años esperando. ¿Demasiado tarde? ¿O aún había tiempo?
Pensaba divorciarme susurré. Esperaba a que me dieras una excusa.
Daniel se puso pálido.
Isabel…
Guardaba dinero. Buscaba otro piso.
Jamás pensé que llegábamos a tanto
Debiste notarlo corté. Es tu familia. Tenías que verlo.
El silencio se espesó entre nosotros. El camarero supo, con buen ojo, evitarnos.
Quiero intentarlo dijo por fin. Trabajar en ello. Si tú me dejas.
Una sola oportunidad.
Una ya es más de lo que merezco.
Nos quedamos allí hasta el cierre. Hablamos de todo: Lucía, el dinero, el reparto de tareas, lo que esperaba cada uno. Por primera vez en muchos años, fue una conversación real, no un cruce de reproches o frases de compromiso.
La reconstrucción fue lenta. No me lancé a sus brazos al día siguiente. Observaba, esperaba, desconfiada. Pero Daniel aguantaba.
Se ocupó de hacer la comida los fines de semana. Aprendió a gestionar el chat de padres de la escuela. Intentó peinar a Lucía: trenzas torcidas y coletas desiguales, pero hechas con cariño.
¡Mamá, papá me ha hecho un dragón! Lucía irrumpió en la cocina, agitando su creación de cajas y cartulina.
Observé aquel “dragón”: cojo, descompensado, con un ala enorme y la otra diminuta y sonreí.
…Los meses pasaron.
Se acercaba la Navidad y fuimos toda la familia a la casa de mis padres, en un pueblo de Segovia. La casa vieja olía a madera y rosquillas, rodeada de un jardín cubierto de escarcha y una puerta que crujía al abrirse.
Me senté junto a la ventana con una taza de té, mirando cómo Daniel y Lucía hacían un muñeco de nieve. La niña mandaba: la nariz allí, los ojos más arriba, la bufanda torcida; y Daniel obedecía, riendo, lanzándola al aire. Las carcajadas de Lucía se escuchaban por todo el pueblo.
¡Mamáaaa! ¡Ven! gritó la niña, moviendo los brazos.
Me puse el abrigo, salí al porche. La nieve brillaba al sol bajo cero, el aire cortaba. Una bola de nieve me dio de lado.
¡Ha sido papá! acusó Lucía.
¡Chivata! protestó Daniel.
Cogí nieve y se la lancé a Daniel. Fallé. Él rió, yo también, y al segundo los tres estábamos rodando por la nieve, sin pensar ya en el frío ni el muñeco ni en nada más.
Por la noche, cuando Lucía cayó dormida antes de acabar el cuento, Daniel la llevó a la cama. Observé cómo la tapaba, le arreglaba la almohada, retiraba el mechón del flequillo rebelde.
Me senté al fuego, calentándome las manos en la taza. Fuera seguía nevando, cubriendo el mundo de blanco.
Daniel se sentó a mi lado.
¿En qué piensas?
En que menos mal que no me dio tiempo.
No hizo falta preguntar a qué me refería. Lo entendió.
Las relaciones requieren trabajo diario. No gestos grandiosos, sino pequeñas cosas: escuchar, apoyar, notar, acompañar. Yo sabía que habría días difíciles, malentendidos, discusiones sin sentido.
Pero en ese instante, mi hija y mi marido estaban a mi lado. Vivos. Verdaderos. Queridos.
Lucía se despertó, corrió a abrazarnos y se acurrucó entre nosotros en el sofá. Daniel nos rodeó a las dos, e Isabel pensó que, sí: hay cosas por las que merece la pena luchar.







