¡Ya estoy harta de que vengáis todos los fines de semana!
Quizá os hayáis cruzado alguna vez con esa persona convencida de que el universo gira a su alrededor, ignorando por completo que los demás tienen su propia existencia. Mi cuñado y toda su familia aparecen en casa cada fin de semana, como si fuéramos una posada. La tribu la forman él, su esposa, sus dos hijos y el hermano de ella. Todos llegan, sin la menor cortesía de preguntar por nuestros planes, como si nuestra vida existiera solo para alojarles.
Este desfile lleva sucediendo casi un año, y siento como si la realidad flotara y se disolviera en un domingo sin fin. Adoro recibir visitas, pero con la sensatez que aconseja el alma; aquí, la calma se desvanece y hasta el sonido del silencio parece un recuerdo lejano. No puedo organizar mis asuntos ni relajarme tras una semana agotadora; el descanso se esconde tras cortinas de vapor y conversación.
En vez de descansar, paso el fin de semana anclada a la cocina, entreteniendo a los invitados con palabras huecas y haciendo camas que parecen multiplicarse solas. Cuando se marchan, las montañas de sábanas sucias crecen en el salón como si fueran parte de algún sueño extraño. Me asaltan pensamientos circulares: ¿Sabrán que llegar sin ser invitados roza lo descortés, incluso siendo familia? Quizá si vinieran solo de vez en cuando, no sentiría esta marea de desagrado. Pero no, aparecen mínimo tres veces al mes, como si el mes tuviese más semanas que días.
Mi marido y yo nunca actuamos así con nadie; tal vez debimos devolverles la visita para que probaran su propia sopa. Se lo pedí a mi esposo, que les dijese algo con delicadeza castiza, pero no sabe cómo, temeroso de herir sentimientos que flotan en la atmósfera como motas de polvo antiguo. Quizá simplemente le resulta cómodo así. Como él se negó a intervenir, tuve que tomar las riendas.
Dejé de cocinar durante los fines de semana. El menú cambió drásticamente: lo que quedaba en la nevera, recalentado o frío, era todo lo que la casa ofrecía. Si faltaba algo, que se buscasen la vida, yo sé vivir sin comer.
Un día se sentaron a la mesa mirando con ojos de ciervo, esperando una comida que nunca llegó. Les dije, casi etérea, que no había nada para comer; si tenían hambre, la cocina y las cazuelas estaban esperando manos decididas. No respondieron, pero tampoco cocinaron; se limitaron a tomar una infusión y marcharse a dormir, como si la casa flotase en otra dimensión.
Dejé también de limpiar a fondo la casa para su llegada. Una tarde, la esposa de mi cuñado se quejaba de que los calcetines blancos de su hija aparecieron grises, como si hubieran caminado por una ciudad de humo. Le respondí que el suelo seguía allí, intacto, porque no tenía tiempo de frotar baldosas ajenas; si tanto le importaba la limpieza, el cubo y la fregona estaban en el baño, esperándola. Después de eso, guardó silencio, tal vez entendiendo el idioma secreto de la resignación.
Pero, más que nada, decidí que mi vida no podía seguir en pausa por culpa de un carrusel de visitas inesperadas. Dejé de cambiar mis planes; volví a reservarme el derecho de vivir. Tras una hora con los visitantes, me excusaba y retomaba mis asuntos. Si mi marido quería, que ejerciera de anfitrión; yo desaparecía entre libros o paseos interiores. Si no tenía nada que hacer, iniciaba alguna gran limpieza de esas que solo existen en los sueños para limitar el tiempo que pasaba con ellos.
Una vez, tras otra de esas visitas interminables, mi cuñado le dijo a mi marido: ¿Se nos ha acabado el tiempo aquí? ¿Cómo se le ocurriría tal cosa? Desde entonces, han dejado de venir a dormir y sólo aparecen después de avisar, y con una frecuencia caprichosa, casi como si lo dictara el viento de la meseta.
¿Os habéis encontrado alguna vez en esta situación de realismo onírico? ¿Cómo lograsteis despertar de semejante sueño familiar?







