Lucía se encontraba de pie, apoyada contra la puerta abierta del frigorífico, masajeándose las sienes, al borde del agotamiento. Pensaba que su marido, Javier, tenía un apetito insaciable, pero aquel misterio sobre la desaparición de la comida recién hecha no la dejaba dormir. Los platos preparados por la mañana, exhaustivamente, no lograban sobrevivir ni hasta el atardecer.
Hablar con Javier era inútil; cualquier intento de diálogo desembocaba en una bronca monumental. Le irritaba aún más verle pasar los días en casa, después de dos meses en paro, mientras ella trabajaba jornadas largas para comprar alimentos que desaparecían a la velocidad del rayo. Lucía ya se había resignado a desayunar tostadas de pan duro y café aguado, porque al volver del trabajo sólo le quedaban fuerzas para arrastrarse hasta la cama. Al parecer, él daba por hecho que ella volvería siempre saciada.
Mañana viajo a Segovia. Hay que echar una mano a Pablo gritó desde el salón Javier, mientras hojeaba el móvil.
A Lucía le resbalaba aquella noticia; solo sentía un cansancio profundo que ya arañaba en su pecho. Aquella mañana se despertó con fiebre y decidió llamar a su jefa para quedarse en casa. Tomó unas pastillas y se refugió bajo el edredón.
A mitad de la mañana, el estruendo de la cocina la sacó de su letargo. Se escuchaban portazos de armarios, cacerolas chocando, la puerta del frigorífico abriéndose y cerrándose. Y encima, alguien se puso a tararear una copla desafinada. Lucía se levantó, tambaleándose, y fue a la cocina. Allí, removiendo los tuppers, estaba Carmen, la hermana de Javier. Hacía años que Lucía había roto cualquier lazo con ella.
Carmen siempre había considerado que su hermano debía mantener también a su familia. El escaso dinero en casa a menudo se esfumaba porque Javier, metiendo mano en la cuenta común, socorría a su hermana. Carmen escaneó los embutidos y los fue metiendo apurada en bolsas.
Anda, mira quién se digna a aparecer dijo Lucía, con voz rota.
¿Por qué no estás en la oficina? preguntó Carmen, sobresaltada y crispada.
Estoy enferma. Y quiero pensar que Javier sabe que te has colado aquí, ¿no?
Claro mujer, él mismo me dio las llaves.
Así que, al final, el que tenía hambre no era él. Eres tú la que tienes manos largas respondió Lucía, la voz hecha un hilo.
Es mi hermano, tengo todo el derecho del mundo a venir y llevarme comida para mis hijos.
Salvo que tu hermano no trabaja ni aporta nada. Y no pienso alimentar a dos familias sin saberlo.
¿No serás tan ruin de echarme en cara un poco de chorizo, no? Bastante tengo yo, que no doy abasto sola. ¿Quieres que te devuelva la longaniza?
Devuélveme las llaves, Carmen. Si no, llamo a la policía. No olvides que tu hermano no tiene ni voz ni voto aquí replicó Lucía.
¡¿Vas a montar un circo por un poco de mortadela?! Qué agarrada eres, hija. Toma tus llaves. Y que sepa Javier la joya de esposa que tiene.
Me da igual, seguro que pronto tendrá otra respondió Lucía, sintiendo un nudo en la garganta.
Lucía rompió a llorar. Durante meses, la estaban tomando por tonta. ¿Quién habría creído que Carmen, su cuñada, saqueaba el frigorífico, dejándole sólo las migas? Lo peor era descubrir que Javier lo sabía todo y lo encubría con esa supuesta voracidad suya.
No le sorprendía; toda la familia era igual de tal palo, tal astilla. Parientes que aparecían de la nada y arramblaban con todo, como si fuera propio. Lucía tardó poco en tomar una decisión: llamó a Javier y le comunicó que iba a pedir el divorcio.
Déjame volver a casa y hablamos. No me cierres la puerta, Lucía suplicó Javier.
No quiero hablar más. Esto para mí se ha acabado.
Cierta gente no cambia, pensó Lucía. Sólo lamentaba el tiempo perdido de su juventud. En aquel instante, Javier ya era un desconocido para ella. Ojalá hubiera puesto fin a todo, mucho antes.







