Nos mudamos a vuestro piso — La de Olga es un piso estupendo en pleno centro. Reformado de arriba a abajo, entras a vivir y a disfrutar. — Es un piso ideal para una chica sola —sonrió Rústam condescendiente a Inés, como si hablara con una niña—. Pero nosotros pensamos en tener dos, o mejor aún, tres hijos. Seguidos, uno tras otro. En el centro hay mucho jaleo, apenas se puede respirar y no hay donde aparcar. Y lo más importante, solo tiene dos habitaciones. Aquí, en cambio, tenéis tres, y este barrio es muy tranquilo, con guardería en el portal. — El barrio es buenísimo, la verdad —confirmó Sergio, sin comprender aún adónde quería llegar el futuro yerno—. Por eso nos quedamos por aquí. — ¡Eso es! —chasqueó los dedos Rústam—. Y le digo a Olga: ¿para qué vamos a apretujarnos teniendo una solución perfecta? Vosotros tres, con vuestra hija, tenéis de sobra con este espacio. ¿Para qué queréis tanto? Si ni usáis una de las habitaciones: la tenéis como trastero. Y a nosotros nos va al pelo. Inés trataba de meter la aspiradora en el armario estrecho del recibidor. La aspiradora se resistía, se enredaba con el tubo entre las perchas y no quería ponerse en su sitio. — Sergio, ¡échame una mano! —gritó hacia la habitación—. O el armario se ha encogido, o yo ya no sé guardar las cosas. Sergio se asomó desde el baño, donde acababa de trastear con el grifo. Siempre tranquilo, algo pausado, era la antítesis de su mujer. — Ahora mismo, Inés. Dame eso para acá. Agarró el aparato pesado con destreza y lo encajó de un golpe al fondo del armario. Inés suspiró y se apoyó en el marco de la puerta. — Dime, ¿por qué nunca tenemos suficiente espacio? Si el piso es grande, son tres habitaciones, pero cada vez que limpiamos parece que hay que sacar todo a la calle. — Porque eres una acumuladora nata —rió Sergio—. ¿Para qué queremos tres vajillas? Solo usamos una, y eso, dos veces al año. — Que estén, es un recuerdo. Era el piso de la abuela. Tras la boda, los padres de Sergio repartieron la herencia justamente: a él le tocó este piso amplio de tres habitaciones en una finca señorial y tranquila, el de la abuela; a su hermana Olalla, el de dos habitaciones, pero en pleno centro, en la zona “prime”. Por dinero, ambos pisos valían más o menos igual. Cinco años conviviendo en armonía y sin envidia alguna. Inés creía ingenuamente que así sería siempre, pero… *** Terminaron de limpiar, recogieron todo y al fin se sentaron a descansar. Habían puesto la tele cuando sonó el timbre. Sergio fue a abrir. — Olalla y su novio —le dijo a su mujer tras mirar por la mirilla. Entró primero Olalla como un torbellino. Luego, pisando fuerte, Rústam. Inés lo había visto un par de veces, desde que Olalla lo conoció hacía seis meses en algún gimnasio. Nunca le cayó bien: presumido, altivo, siempre mirando por encima del hombro a todos, incluido Sergio. — ¡Hola! —Olalla dio un beso a su hermano y abrazó a Inés—. Pasábamos cerca y teníamos que contarte nuestra noticia. — Bueno, pasad, ya que estáis. Las noticias siempre son bienvenidas —Sergio les hizo señas hacia la cocina—. ¿Queréis un té? — Mejor un vaso de agua, —cortó Rústam. — Vamos al grano, Sergio. Lo cierto es que no veníamos de paso por casualidad. Tenemos que tratar un asunto contigo. Olvídate del té y siéntate. Inés sintió un escalofrío –el tono de Rústam le inquietaba–. ¿Qué querían ahora? — A ver, dispara —Sergio se encogió de hombros. Olalla fingía no estar allí, entretenida con el móvil y dejando la palabra a su novio. Rústam carraspeó. — El tema es este. Olalla y yo hemos echado los papeles en el registro. Nos casamos dentro de tres meses. Como imaginarás, tengo planes muy serios. Familia, convivencia, felicidad. Pensando en nuestro futuro, hemos estado hablando de nuestra situación con la vivienda… Así que os lo decimos claro: ¡Nos mudamos aquí y vosotros os vais al piso de Olalla! A Inés se le quedó la cara de pasta. Primero miró a su marido, luego a su cuñada, que ni levantó la vista del Instagram. — Rústam, no lo pillo —Sergio frunció el ceño—. ¿Qué insinúas? — No insinúo nada. Propongo una solución práctica: nos cambiamos los pisos. Nosotros venimos aquí, vosotros al piso del centro de Olalla. Olalla está totalmente de acuerdo; creemos que así es lo justo. A Inés se le volvía a desencajar la cara. — ¿Justo? —repitió—. ¿Hablas en serio, Rústam? ¿Vienes a nuestra casa a proponernos que nos vayamos solo porque quieres hijos? — No te lo tomes tan a mal, Inés —Rústam torció el gesto—. Soy realista. Tenéis una niña, y, que yo sepa, no vais a tener más. ¿Para qué tanto espacio? No es eficiente. En cambio, nosotros tenemos proyecto de familia. — ¡Proyecto tiene! —Inés saltó de la silla—. ¿Lo oyes, Sergio? Sergio alzó la mano, pidiendo silencio a su mujer. — Parece que olvidas que este piso me lo dieron mis padres. Igual que a Olalla el suyo. Hemos hecho reformas aquí cinco años, cada detalle escogido a mano. Aquí crece nuestra hija, tiene su cuarto, sus costumbres y sus amigos en la zona. ¿Y nos pides que lo dejemos solo porque a ti te viene mejor? — No te enfades, Sergio —Rústam se echó hacia atrás en la silla—. ¡Sois familia! Olalla es tu sangre. ¿Es que no te importa el futuro de tu hermana? Además, os propongo igualdad de condiciones: vivís en la zona pija, hasta ganáis algo en valoración. — Bien curioso —rió Sergio—. ¡Ni te has casado con mi hermana y ya te estás rifando el piso! Al fin Olalla levantó la vista. — Ay, pero ¿cómo os ponéis así? —protestó con tono de niña mimada—. Rústam solo quiere lo mejor. En mi piso nos vamos a apretar cuando vengan los niños. Y aquí, tenéis un pasillo donde se podría jugar fútbol. Mamá siempre decía que la familia es lo primero. ¿Ya lo has olvidado, Sergio? — Y también decía que la familia es para ayudarse, Olalla, no para echar a uno de su casa —le cortó Inés—. ¿Entiendes lo que está diciendo este chico? — ¿Y qué tiene de malo? —inocente, Olalla pestañeaba—. Lleva razón: a vosotros os sobra. Total, es solo una habitación. — ¡No sobra nada! —Inés casi gritaba—. ¡Es mi despacho! ¡Trabajo ahí! ¿O lo has olvidado? — ¿Trabajar? —Rústam bufó—. ¿Eso de colgar dibujitos en Internet? Eso es un hobby. Puedes usar el portátil en la cocina, no eres marquesa. Sergio se levantó despacio. — Basta —dijo, muy serio—. Se acabó la conversación. Fuera de aquí los dos. — Venga ya, Sergio —Rústam ni se movía—. Queríamos hablarlo como una familia. — ¿Como una familia? —Sergio avanzó hasta la mesa—. Vienes a pedir mi piso, insultas a mi mujer, decides dónde debe vivir mi hija… ¿Y tienes la cara de hablar de familia? ¿Sabes lo que es la decencia? — ¡Decencia la tuya! —Inés se puso de pie a su lado—. ¡Solo buscas tu propio interés! Todavía ni le has puesto el anillo y ya calculas el patrimonio. Olalla, ¿no ves a quién has traído a casa? ¡Te va a echar de tu piso, ya lo verás! — ¡No le hables así! —saltó Olalla—. ¡Rústam se preocupa por nuestro futuro! En cambio vosotros… solo pensáis en vosotros mismos. Encerrados en vuestra burbuja. ¡Vaya familia! — Aquí el egoísta es tu novio —Sergio señaló la puerta—. Última vez que lo repito: fuera. Y olvidaos del intercambio para siempre. Una más y será como si no tuviese hermana. Rústam se levantó, se arregló el cuello. Ni pizca de vergüenza; solo enfado. — Te equivocas, Sergio. Pensaba que íbamos a arreglarlo. Pero visto lo cabezón que eres… ¡Vamos, Olalla! Cuando la puerta se cerró, Inés se dejó caer en el sofá, temblando de rabia. — ¿Has visto eso? ¿Lo has visto? —miraba a su marido, ojos como platos— ¿De dónde saca tal cara? ¿Quién se cree que es? Sergio guardó silencio, mirando por la ventana cómo Rústam abría su coche y gritaba fuera a Olalla. — ¿Sabes qué es lo peor? —dijo al fin—. Que Olalla de verdad piensa que tiene razón. Siempre ha estado en la luna pero esto… — ¡La tiene abducida! —Inés se levantó—. Hay que llamar a tu madre. Y a tus padres. Tienen que saber dónde va su yerno. — Espera —Sergio sacó el móvil—. Primero hablaré yo, a solas con mi hermana, sin ese gallo. Marcó el número. Tardó, hasta que Olalla respondió llorando. — ¿Sí? —dijo entre sollozos. — Escúchame bien, Olalla —serio, categórico—. ¿Sigues con él en el coche? — ¿Qué importa? — Si está al lado, pon el altavoz, quiero que oiga esto también. — No, me ha dejado en el portal y se ha ido. Dice que necesita respirar porque mi familia es un cúmulo de egoísmos. Sergio, ¿por qué sois así? Él solo quería que todo estuviese perfecto… — ¡Reacciona, Olalla! —Sergio casi gritó—. ¿Qué perfecto ni qué niño muerto? Ha venido a exigir nuestro piso. ¿Tú entiendes que ese, tu piso, es tuyo? ¡Y él lo trata como si fuera suyo! ¿Te había dicho algo de la mudanza antes de venir? Silencio. — No —susurró—. Solo que tenía una sorpresa para todos, que había encontrado una solución para todos. — Menuda sorpresa. Decide tu vida y la mía sin preguntar. Olalla, ¿te das cuenta de con quién te vas a casar? Es un aprovechado. Hoy pide casa, mañana querrá coche, pasado dirá que vuestros padres le den la finca “porque necesita aire puro”. — No digas eso… —la voz temblaba—. Me quiere. — Si te quisiera, no montaría estos numeritos. Quería ponernos en contra. Inés sigue temblando. ¿Ves que solo quería enfrentarnos? — Lo hablaré con él —dijo insegura. — Hazlo. Y piensa bien antes de ir al registro. Sergio colgó y dejó el móvil en el sofá. — ¿Qué dice? —murmuró Inés. — Que ni sospechaba nada. Que era “la sorpresa” de Rústam. Inés se rió con amargura. — Ya me lo imagino: repartiendo metros y personas a su antojo. Qué asco. — Tranquila —Sergio la abrazó—. El piso no lo pierde nadie. Pero me da pena mi hermana. Se va a dar un batacazo. *** Las peores sospechas de Sergio e Inés no se cumplieron: no hubo boda. Rústam dejó a Olalla esa misma noche. Ella, llorando, apareció en casa de su hermano para contarlo todo. Rústam llegó, cogió sus cosas y, cuando Olalla le preguntó qué pasaba, dijo que no quería emparentar con gente tan egoísta. — Dice que “familia así no le vale” —sollozaba Olalla—. Que no se puede confiar en vosotros. Y que seguro que ni ayudáis con los niños ni prestáis un euro si algún día hace falta. — Bah, Olalla, ni te molestes en llorar —saltó Inés—. No necesitas a alguien así. No es de fiar, solo piensa en sí mismo. Olvídale. Olalla lo pasó mal un par de meses, pero acabó superando la ruptura. Más tarde entendió todo: ¿cómo no había visto antes el veneno debajo de su buena fachada? Si se hubiese casado, habría sufrido toda la vida. De alguna manera, el destino la salvó.

Nos mudamos a vuestro piso

La vivienda de Lucía es preciosa y céntrica. Reformada hace poco, ¡lista para disfrutar!
Ese piso está bien para una chica sola Rubén le sonrió a Inés con indulgencia, como quien habla a una niña pequeña. Pero nosotros queremos tener dos, incluso tres hijos, a poder ser uno tras otro.
Allí en el centro hay mucho ruido, no se puede ni respirar, ni un hueco para aparcar. Además, solo tiene dos habitaciones. Aquí tenéis tres. Y el barrio es tranquilo, con colegio infantil en el patio.
El barrio es buenísimo, sí asintió Sergio sin saber todavía por dónde iba su futuro yerno. Por eso nos quedamos aquí.
¡Eso! Rubén chasqueó los dedos. Ya le digo a Lucía, ¿para qué vamos a apretarnos si tenéis la solución perfecta?
Vosotros, tres en el piso, tenéis demasiado espacio. ¿Para qué tanta habitación? En realidad una ni la usáis, la tenéis llena de trastos. Para nosotros, está en su punto.
Inés luchaba por meter la aspiradora en el armario estrecho de la entrada.

La máquina se resistía, el tubo se enredaba entre las perchas y no había forma de encajarlo en su sitio.

Sergio, ¡échame una mano! gritó hacia el salón. O el armario se ha encogido o ya no sé colocar las cosas.

Sergio salió del baño; acababa justo de arreglar el grifo.

Tranquilo y algo lento siempre, era lo opuesto a su esposa.

Ya está, Inés, dámela aquí.
Cogió el artefacto sin esfuerzo y de un solo movimiento lo colocó en la esquina del armario.

Inés exhaló, apoyándose contra el marco de la puerta.

Explícame por qué nunca tenemos suficiente espacio. Tres habitaciones y, en cuanto toca limpiar, parece que hay que sacar todo a la calle.

Eso es por tu afán de acumular rió Sergio. ¿Para qué queremos tres vajillas? De una solo comemos dos veces al año.

Déjalas, son recuerdos. Era el piso de la abuela.

Tras casarse, los padres de Sergio repartieron la herencia justamente: al hijo, ese amplio piso de tres habitaciones en un barrio tranquilo, el de la abuela; a su hermana Lucía, un dos habitaciones en pleno centro, en la Milla de Oro.

En valor venía a salir igual. Llevaban cinco años todos en paz, nadie envidiaba a nadie.

Inés pensaba de verdad que así seguiría para siempre, pero

***
Acabaron de limpiar, pusieron todo en su sitio y se sentaron a descansar. Apenas pusieron la tele, llamaron al timbre.

Sergio fue a abrir.

Es Lucía con su novio le dijo a su esposa después de mirar por la mirilla.

Primero entró Lucía como un torbellino. Detrás, más lento y pisando fuerte, entró Rubén.

Inés solo lo había visto un par de veces: Lucía lo había conocido hacía medio año en el gimnasio.

Desde el principio, Rubén no le gustó; prepotente, algo altivo. Miraba a Inés y a Sergio por encima del hombro.

¡Hola! Lucía besó a su hermano y abrazó a Inés. Íbamos por la zona y nos hemos pasado. ¡Traemos noticias!

Pues adelante, ya que estáis aquí. Las noticias siempre son bienvenidas Sergio les hizo un gesto hacia la cocina. ¿Queréis té?

Agua, mejor Rubén se sentó tras el anfitrión. Es un tema serio, Sergio.

En realidad, no venían de paso. Tenemos que hablar contigo. Sin ceremonias, ni té ni nada. Siéntate.

El tono de Rubén puso a Inés instantáneamente incómoda. ¿Qué querrán ahora?

Venga, dispara se encogió de hombros Sergio.

Lucía hacía como si ni estuviera en la sala: absorta en el móvil, cedía la palabra a Rubén.

Rubén aclaró la voz.

Pues eso. Lucía y yo hemos entregado los papeles para casarnos. La boda será en tres meses. Entenderás que me tomo lo nuestro muy en serio.

Una familia, convivencia, felicidad a largo plazo. Hemos estado pensando sobre cómo estamos instalados Nos cambiamos a vuestro piso. ¡Vosotros a casa de Lucía!

Inés se quedó helada. Miró primero a su marido, luego a Lucía, que seguía en el móvil como si todo fuera ajeno.

Rubén, no entiendo Sergio frunció el ceño. ¿A qué te refieres?

No es una indirecta, es una propuesta concreta. Os cambiáis por nosotros.

Venimos aquí, vosotros os mudáis al de Lucía.

Lucía está totalmente de acuerdo, creemos que así es justo.

Inés volvió a quedarse sin palabras.

¿Justo? repitió. ¿Rubén, hablas en serio? ¿Vienes a nuestra casa a decirnos que tenemos que mudarnos porque tú quieres tener hijos?

No hace falta alterarse, Inés Rubén hizo una mueca. Soy práctico. Tenéis una niña, no pensáis tener más.

¿Para qué queréis tanto espacio? Es desperdicio. Nosotros sí que tenemos planes.

¡Vaya con los planes! Inés se levantó de la silla. ¿Sergio, estás oyendo esto?

Sergio levantó la mano pidiendo calma.

Rubén, olvidas que este piso mis padres me lo dieron, igual que Lucía recibió el suyo.

Llevamos cinco años reformándolo, cada detalle lo elegimos nosotros. Nuestra hija crece aquí, tiene su cuarto, sus costumbres, amigos en el barrio.

¿Y sugieres que nos vayamos al centro solo por tu comodidad?

No te pongas así, Sergio Rubén se recostó. Somos familia, Lucía es tu sangre. ¿No te preocupa el bienestar de tu hermana?

Os cambio un piso por otro en el centro, ganáis ubicación incluso, hice los cálculos.

¡Qué curioso! ironizó Sergio. Todavía no eres marido de mi hermana, ¡y ya te ves dueño de mi vivienda!

Por fin Lucía dejó el móvil.

Ay, no exageréis dijo con tono de niña consentida. Rubén solo quiere lo mejor.

De verdad sería pequeño nuestro piso con niños. Y aquí hay pasillo para jugar al fútbol.

Mamá siempre decía que la familia es lo primero. ¿No te acuerdas, Sergio?

Mamá hablaba de ayudarse, no de que uno eche a otro de su casa. Atajó Inés. ¿Sabes lo que está diciendo tu Rubén?

¿Qué tiene de malo? Lucía pestañeaba confusa. Tiene razón. Nosotros lo necesitamos más. Tenéis una habitación de sobra.

¡No sobra nada! Inés gritó casi llorando. ¡Es mi despacho! Trabajo ahí, ¡no lo olvides!

¿Trabajas o subes dibujitos a internet? bufó Rubén. Lucía dice que es un hobby. Puedes usar la cocina, tampoco eres marquesa.

Sergio se puso de pie.

Bueno dijo bajo. Se acabó. Fuera los dos. Os levantáis y os vais.

¿Qué haces, Sergio? Rubén ni se movió. Venimos a hablar como familia.

¿Eso es? Sergio se acercó al mesa. Vienes a pedir el piso, desprecias a mi esposa y decides tú dónde vivirá mi hija.

¿No tienes vergüenza?

¡Qué vergüenza ni qué niño muerto! saltó Inés. Todo cálculo. Ni anillo le has puesto y ya está repartiendo bienes.

Lucía, ¿te das cuenta de a quién has traído? ¡Te echa también de tu casa si le conviene!

¡No hables así de él! Lucía se levantó. Rubén solo piensa en nosotros, en nuestro futuro.

Vosotros sois unos tacaños. Agarrados a las paredes de siempre.

¡Vaya hermano!

Aquí el interesado es tu futuro marido Sergio señaló la puerta. Y se acabó la charla: iros.

Y olvida el cambio. Si vuelvo a oírlo, ni hablaros pienso más.

Rubén se incorporó, ajustando el cuello de la camisa. Sin vergüenza, solo enfado.

Tú verás, Sergio. Yo pensaba pactar. Pero si eres cabezón, tú verás

Lucía, vamos.

Al cerrarse la puerta tras ellos, Inés se dejó caer en el sofá, temblando.

¿Lo has visto? ¿Has visto esa cara dura? ¿Quién se cree?

Sergio guardó silencio. Observaba desde la ventana mientras Rubén abría su coche en el portal, diciéndole algo seco a Lucía.

¿Sabes qué es lo peor? dijo por fin. Lucía de verdad cree que él tiene razón.

Siempre fue un poco en las nubes, pero ¿así?

¡Le ha comido la cabeza! saltó Inés. Sergio, llama a tu madre, a tus padres. Tienen que saber en qué anda su yerno.

Espera Sergio sacó el móvil. Primero hablo yo con Lucía. A solas, sin ese gallito delante.

Marcó. Tardaron los tonos, al final, Lucía cogió. Lloraba.

¿Sí? soltó.

Lucía, escúchame. ¿Vas con él en el coche?

¿Importa?

Si está cerca, ponlo en altavoz. Quiero que escuche también.

No estoy en el coche sollozó. Me ha dejado en el portal y se ha ido. Dice que necesita enfriarse porque mi familia es una panda de egoístas.

¿Por qué sois así? Solo quería que todo saliese bien

¡Despierta! casi gritó Sergio. ¿Qué bien? ¡Ha venido a extorsionar con el piso!

¿Entiendes que esa casa es tuya, tu herencia? Y ya decide por ti, por mí sin preguntar.

¿Te contó antes su gran idea?

Silencio un momento.

No susurró. Dijo que era una sorpresa. Que tenía el plan perfecto para todos.

Gran sorpresa. Decide tu vida y la mía, sin consultarnos.

¿A quién piensas casarte? Es un aprovechado.

Hoy el piso, mañana querrá tu coche, pasado dirá que tus padres les den el chalé, porque el aire puro le viene bien.

No digas eso la voz de Lucía tembló. Él me quiere.

Si te quisiera, no montaba escándalos así. Nos ha enfrentado a posta.

Inés sigue sin reponerse. ¿Ves que pretendía separarnos?

Hablaré con él dijo Lucía, insegura.

Habla. Y piénsatelo muy bien antes de ir al registro.

Sergio colgó, tirando el móvil al sofá.

¿Qué ha dicho? preguntó Inés.

Que no sabía nada. Que Rubén tramaba su sorpresa.

Inés rio con amargura.

Me lo creo. Ese tipo viene y reparte casas y personas. Da grima.

No te preocupes Sergio abrazó a su esposa. Aquí no le damos el piso, está claro.

Da pena por Lucía. Ese hombre la va a hacer sufrir

***
Al final, las peores sospechas no se cumplieron: la boda nunca llegó.

Rubén dejó a Lucía esa misma noche. Lucía apareció por la noche en casa de su hermano, llorando y contando lo sucedido.

Rubén llegó y directamente empezó a recoger sus cosas. Lucía, asustada, quiso saber qué ocurría.

Rubén anunció que no pensaba emparentar con gente tan tacaña.

Dice que no necesita familiar así sollozaba Lucía. Que con vosotros no se puede contar.

Que ni vais a cuidar de los niños los fines de semana, ni a prestar dinero si hace falta.

¿Pero Lucía, qué más quieres? protestó Inés. Mejor así. No te conviene alguien como él.

No se fía ni de su sombra, solo piensa en sí mismo. Pasa página.

Lucía lo pasó mal un par de meses, pero luego lo fue superando.

La claridad llegó más tarde. ¿Cómo no vio el fondo egoísta de su prometido antes?

De haberse casado, habría sido una vida de sufrimiento. La suerte hizo de escudo.

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MagistrUm
Nos mudamos a vuestro piso — La de Olga es un piso estupendo en pleno centro. Reformado de arriba a abajo, entras a vivir y a disfrutar. — Es un piso ideal para una chica sola —sonrió Rústam condescendiente a Inés, como si hablara con una niña—. Pero nosotros pensamos en tener dos, o mejor aún, tres hijos. Seguidos, uno tras otro. En el centro hay mucho jaleo, apenas se puede respirar y no hay donde aparcar. Y lo más importante, solo tiene dos habitaciones. Aquí, en cambio, tenéis tres, y este barrio es muy tranquilo, con guardería en el portal. — El barrio es buenísimo, la verdad —confirmó Sergio, sin comprender aún adónde quería llegar el futuro yerno—. Por eso nos quedamos por aquí. — ¡Eso es! —chasqueó los dedos Rústam—. Y le digo a Olga: ¿para qué vamos a apretujarnos teniendo una solución perfecta? Vosotros tres, con vuestra hija, tenéis de sobra con este espacio. ¿Para qué queréis tanto? Si ni usáis una de las habitaciones: la tenéis como trastero. Y a nosotros nos va al pelo. Inés trataba de meter la aspiradora en el armario estrecho del recibidor. La aspiradora se resistía, se enredaba con el tubo entre las perchas y no quería ponerse en su sitio. — Sergio, ¡échame una mano! —gritó hacia la habitación—. O el armario se ha encogido, o yo ya no sé guardar las cosas. Sergio se asomó desde el baño, donde acababa de trastear con el grifo. Siempre tranquilo, algo pausado, era la antítesis de su mujer. — Ahora mismo, Inés. Dame eso para acá. Agarró el aparato pesado con destreza y lo encajó de un golpe al fondo del armario. Inés suspiró y se apoyó en el marco de la puerta. — Dime, ¿por qué nunca tenemos suficiente espacio? Si el piso es grande, son tres habitaciones, pero cada vez que limpiamos parece que hay que sacar todo a la calle. — Porque eres una acumuladora nata —rió Sergio—. ¿Para qué queremos tres vajillas? Solo usamos una, y eso, dos veces al año. — Que estén, es un recuerdo. Era el piso de la abuela. Tras la boda, los padres de Sergio repartieron la herencia justamente: a él le tocó este piso amplio de tres habitaciones en una finca señorial y tranquila, el de la abuela; a su hermana Olalla, el de dos habitaciones, pero en pleno centro, en la zona “prime”. Por dinero, ambos pisos valían más o menos igual. Cinco años conviviendo en armonía y sin envidia alguna. Inés creía ingenuamente que así sería siempre, pero… *** Terminaron de limpiar, recogieron todo y al fin se sentaron a descansar. Habían puesto la tele cuando sonó el timbre. Sergio fue a abrir. — Olalla y su novio —le dijo a su mujer tras mirar por la mirilla. Entró primero Olalla como un torbellino. Luego, pisando fuerte, Rústam. Inés lo había visto un par de veces, desde que Olalla lo conoció hacía seis meses en algún gimnasio. Nunca le cayó bien: presumido, altivo, siempre mirando por encima del hombro a todos, incluido Sergio. — ¡Hola! —Olalla dio un beso a su hermano y abrazó a Inés—. Pasábamos cerca y teníamos que contarte nuestra noticia. — Bueno, pasad, ya que estáis. Las noticias siempre son bienvenidas —Sergio les hizo señas hacia la cocina—. ¿Queréis un té? — Mejor un vaso de agua, —cortó Rústam. — Vamos al grano, Sergio. Lo cierto es que no veníamos de paso por casualidad. Tenemos que tratar un asunto contigo. Olvídate del té y siéntate. Inés sintió un escalofrío –el tono de Rústam le inquietaba–. ¿Qué querían ahora? — A ver, dispara —Sergio se encogió de hombros. Olalla fingía no estar allí, entretenida con el móvil y dejando la palabra a su novio. Rústam carraspeó. — El tema es este. Olalla y yo hemos echado los papeles en el registro. Nos casamos dentro de tres meses. Como imaginarás, tengo planes muy serios. Familia, convivencia, felicidad. Pensando en nuestro futuro, hemos estado hablando de nuestra situación con la vivienda… Así que os lo decimos claro: ¡Nos mudamos aquí y vosotros os vais al piso de Olalla! A Inés se le quedó la cara de pasta. Primero miró a su marido, luego a su cuñada, que ni levantó la vista del Instagram. — Rústam, no lo pillo —Sergio frunció el ceño—. ¿Qué insinúas? — No insinúo nada. Propongo una solución práctica: nos cambiamos los pisos. Nosotros venimos aquí, vosotros al piso del centro de Olalla. Olalla está totalmente de acuerdo; creemos que así es lo justo. A Inés se le volvía a desencajar la cara. — ¿Justo? —repitió—. ¿Hablas en serio, Rústam? ¿Vienes a nuestra casa a proponernos que nos vayamos solo porque quieres hijos? — No te lo tomes tan a mal, Inés —Rústam torció el gesto—. Soy realista. Tenéis una niña, y, que yo sepa, no vais a tener más. ¿Para qué tanto espacio? No es eficiente. En cambio, nosotros tenemos proyecto de familia. — ¡Proyecto tiene! —Inés saltó de la silla—. ¿Lo oyes, Sergio? Sergio alzó la mano, pidiendo silencio a su mujer. — Parece que olvidas que este piso me lo dieron mis padres. Igual que a Olalla el suyo. Hemos hecho reformas aquí cinco años, cada detalle escogido a mano. Aquí crece nuestra hija, tiene su cuarto, sus costumbres y sus amigos en la zona. ¿Y nos pides que lo dejemos solo porque a ti te viene mejor? — No te enfades, Sergio —Rústam se echó hacia atrás en la silla—. ¡Sois familia! Olalla es tu sangre. ¿Es que no te importa el futuro de tu hermana? Además, os propongo igualdad de condiciones: vivís en la zona pija, hasta ganáis algo en valoración. — Bien curioso —rió Sergio—. ¡Ni te has casado con mi hermana y ya te estás rifando el piso! Al fin Olalla levantó la vista. — Ay, pero ¿cómo os ponéis así? —protestó con tono de niña mimada—. Rústam solo quiere lo mejor. En mi piso nos vamos a apretar cuando vengan los niños. Y aquí, tenéis un pasillo donde se podría jugar fútbol. Mamá siempre decía que la familia es lo primero. ¿Ya lo has olvidado, Sergio? — Y también decía que la familia es para ayudarse, Olalla, no para echar a uno de su casa —le cortó Inés—. ¿Entiendes lo que está diciendo este chico? — ¿Y qué tiene de malo? —inocente, Olalla pestañeaba—. Lleva razón: a vosotros os sobra. Total, es solo una habitación. — ¡No sobra nada! —Inés casi gritaba—. ¡Es mi despacho! ¡Trabajo ahí! ¿O lo has olvidado? — ¿Trabajar? —Rústam bufó—. ¿Eso de colgar dibujitos en Internet? Eso es un hobby. Puedes usar el portátil en la cocina, no eres marquesa. Sergio se levantó despacio. — Basta —dijo, muy serio—. Se acabó la conversación. Fuera de aquí los dos. — Venga ya, Sergio —Rústam ni se movía—. Queríamos hablarlo como una familia. — ¿Como una familia? —Sergio avanzó hasta la mesa—. Vienes a pedir mi piso, insultas a mi mujer, decides dónde debe vivir mi hija… ¿Y tienes la cara de hablar de familia? ¿Sabes lo que es la decencia? — ¡Decencia la tuya! —Inés se puso de pie a su lado—. ¡Solo buscas tu propio interés! Todavía ni le has puesto el anillo y ya calculas el patrimonio. Olalla, ¿no ves a quién has traído a casa? ¡Te va a echar de tu piso, ya lo verás! — ¡No le hables así! —saltó Olalla—. ¡Rústam se preocupa por nuestro futuro! En cambio vosotros… solo pensáis en vosotros mismos. Encerrados en vuestra burbuja. ¡Vaya familia! — Aquí el egoísta es tu novio —Sergio señaló la puerta—. Última vez que lo repito: fuera. Y olvidaos del intercambio para siempre. Una más y será como si no tuviese hermana. Rústam se levantó, se arregló el cuello. Ni pizca de vergüenza; solo enfado. — Te equivocas, Sergio. Pensaba que íbamos a arreglarlo. Pero visto lo cabezón que eres… ¡Vamos, Olalla! Cuando la puerta se cerró, Inés se dejó caer en el sofá, temblando de rabia. — ¿Has visto eso? ¿Lo has visto? —miraba a su marido, ojos como platos— ¿De dónde saca tal cara? ¿Quién se cree que es? Sergio guardó silencio, mirando por la ventana cómo Rústam abría su coche y gritaba fuera a Olalla. — ¿Sabes qué es lo peor? —dijo al fin—. Que Olalla de verdad piensa que tiene razón. Siempre ha estado en la luna pero esto… — ¡La tiene abducida! —Inés se levantó—. Hay que llamar a tu madre. Y a tus padres. Tienen que saber dónde va su yerno. — Espera —Sergio sacó el móvil—. Primero hablaré yo, a solas con mi hermana, sin ese gallo. Marcó el número. Tardó, hasta que Olalla respondió llorando. — ¿Sí? —dijo entre sollozos. — Escúchame bien, Olalla —serio, categórico—. ¿Sigues con él en el coche? — ¿Qué importa? — Si está al lado, pon el altavoz, quiero que oiga esto también. — No, me ha dejado en el portal y se ha ido. Dice que necesita respirar porque mi familia es un cúmulo de egoísmos. Sergio, ¿por qué sois así? Él solo quería que todo estuviese perfecto… — ¡Reacciona, Olalla! —Sergio casi gritó—. ¿Qué perfecto ni qué niño muerto? Ha venido a exigir nuestro piso. ¿Tú entiendes que ese, tu piso, es tuyo? ¡Y él lo trata como si fuera suyo! ¿Te había dicho algo de la mudanza antes de venir? Silencio. — No —susurró—. Solo que tenía una sorpresa para todos, que había encontrado una solución para todos. — Menuda sorpresa. Decide tu vida y la mía sin preguntar. Olalla, ¿te das cuenta de con quién te vas a casar? Es un aprovechado. Hoy pide casa, mañana querrá coche, pasado dirá que vuestros padres le den la finca “porque necesita aire puro”. — No digas eso… —la voz temblaba—. Me quiere. — Si te quisiera, no montaría estos numeritos. Quería ponernos en contra. Inés sigue temblando. ¿Ves que solo quería enfrentarnos? — Lo hablaré con él —dijo insegura. — Hazlo. Y piensa bien antes de ir al registro. Sergio colgó y dejó el móvil en el sofá. — ¿Qué dice? —murmuró Inés. — Que ni sospechaba nada. Que era “la sorpresa” de Rústam. Inés se rió con amargura. — Ya me lo imagino: repartiendo metros y personas a su antojo. Qué asco. — Tranquila —Sergio la abrazó—. El piso no lo pierde nadie. Pero me da pena mi hermana. Se va a dar un batacazo. *** Las peores sospechas de Sergio e Inés no se cumplieron: no hubo boda. Rústam dejó a Olalla esa misma noche. Ella, llorando, apareció en casa de su hermano para contarlo todo. Rústam llegó, cogió sus cosas y, cuando Olalla le preguntó qué pasaba, dijo que no quería emparentar con gente tan egoísta. — Dice que “familia así no le vale” —sollozaba Olalla—. Que no se puede confiar en vosotros. Y que seguro que ni ayudáis con los niños ni prestáis un euro si algún día hace falta. — Bah, Olalla, ni te molestes en llorar —saltó Inés—. No necesitas a alguien así. No es de fiar, solo piensa en sí mismo. Olvídale. Olalla lo pasó mal un par de meses, pero acabó superando la ruptura. Más tarde entendió todo: ¿cómo no había visto antes el veneno debajo de su buena fachada? Si se hubiese casado, habría sufrido toda la vida. De alguna manera, el destino la salvó.