Banco para dos
La nieve ya se ha derretido, pero la tierra del parque de barrio sigue oscura y húmeda, y en los caminos aún quedan rastros de arena. Pilar Fernández camina despacio, sujetando con cuidado la bolsa de la compra, atenta a cada paso. Lleva años acostumbrada a fijarse en cada bache y cada piedra. No es que sea temerosa por carácter; es que, desde que se rompió el brazo hace tres años, el miedo a caerse le ronda por dentro sin irse nunca.
Vive sola en un piso bajo de dos habitaciones en Chamberí, donde antes reinaban las voces, los olores a comida y el abrir y cerrar de puertas. Ahora, todo es silencio. La televisión murmura de fondo, pero a menudo se sorprende mirando la pantalla sin escuchar, solo dejando pasar la mirada por los titulares. Su hijo la llama los domingos por videollamadasiempre con prisas, entre una cosa y otrapero llama. El nieto aparece medio minuto, saluda con la mano, enseña algún muñeco. Pilar se alegra, pero al colgar siente cómo el aire de la casa vuelve a quedarse quieto, inmóvil.
Tiene sus rutinas. Por la mañana, gimnasia, pastillas, papilla de avena. Luego una pequeña caminata hasta el parque, para «mover la sangre», como le dice su médica del centro de salud. La tarde la pasa cocinando, viendo las noticias o con algún crucigrama. Por la noche, algún culebrón y ganchillo. No es una vida emocionante, pero le gusta repetir a su vecina que ese orden le mantiene en pie.
Hoy sopla viento seco, aunque algo frío. Pilar llega a su banco de siempre, junto al área infantil, y se sienta con cautela en el extremo. Deja la bolsa a su lado, comprobando que la cremallera esté bien cerrada. Dos niños pequeños juegan cerca, vestidos de colores; sus madres charlan entre ellas, sin prestar mucha atención al resto del mundo. Pilar decide sentarse solo un rato, luego volverá a casa.
Del otro lado del parque, caminando penosamente hacia la parada del autobús, avanza Julián Moreno. También él está acostumbrado a contar los pasos. Al quiosco de prensaochenta y dos. A la consultaciento treinta. A su paradaciento dos. Es más fácil contar que pensar en que en casa no le espera nadie.
Trabajó toda la vida como mecánico en una fábrica de Leganés; viajó a otras ciudades, discutió con encargados, se echó unas risas en el patio con los compañeros. Ahora la fábrica es un solar, a los amigos los ve cada vez menos. Algunos se mudaron con los hijos, otros ya descansan en la Almudena. El hijo vive en Valencia, viene una vez al año, tres días, siempre con prisas. La hija, en Las Rozas, tiene su vida, dos niñas, una hipoteca. Él dice que no le importa, pero por las noches, cuando escucha el zumbido de las tuberías, a veces pone el oído por si oye la llave en la puerta.
Hoy salió a por pan y de paso quiere pasar por la farmacia. Compra otra caja de pastillas para la tensión, por si acaso; la médica le insiste en que no lo deje para el último momento. Lleva la lista escrita, letra grande, en el bolsillo, y al sacarla le tiemblan un poco los dedos. Comprueba que no olvida nada.
Al llegar a la parada, ve que el autobús justo acaba de irse. La gente se dispersa. En el banco queda sentada una mujer con abrigo gris claro y gorro azul de lana, la bolsa a su lado. No mira la carretera, sino el parque.
Julián duda. Le duele la espalda y no quiere estar de pie, el banco está semivacío, pero siempre teme que se malinterprete que un hombre se siente junto a una desconocida. Pero el viento cala hasta los huesos, así que se decide.
¿Le importa que me siente? pregunta, inclinándose un poco.
La mujer gira la cara. Tiene unos ojos claros llenos de finas arrugas.
Claro que no, siéntese responde, apartando un poco la bolsa.
Julián se sienta, apoya bien las manos en el borde del banco. Se produce un silencio, apenas roto por el ruido de un coche y el olor a gasolina.
Los autobuses ahora van como quieren dice, por romper el hielo. En cuanto te despistas, ya no están.
Eso mismo. Yo ayer media hora esperando. Menos mal que al menos no llovía.
La observa por si la reconoce; no le suena, pero en este barrio ya vive mucha gente que viene de fuera, y han edificado bastante en los últimos años.
¿Vive por aquí cerca? pregunta con cautela.
Allí, justo enfrente, señala los pisos de ladrillo del otro lado portal primero, encima del Súper. ¿Y usted?
Yo, detrás del parque, en el edificio alto responde. Tampoco está lejos.
Vuelven a quedarse callados. Pilar piensa que la charla en la parada es cosa de costumbre: unas frases, cada uno a lo suyo y olvídate. Pero el hombre parece cansado, algo perdido, aunque intenta sentarse derecho.
¿Ha pasado por el ambulatorio? pregunta, al ver la bolsa de la farmacia.
Sí, a por la medicación levanta la bolsa. La tensión me da guerra. ¿Y usted?
Al supermercado. Cosas de diario. Y por pasear, que si no una se queda mustia en casa.
Dice eso y siente un pinchazo en el pecho. La palabra casa le suena demasiado vacía.
Asoma el autobús por la esquina. Los que esperan se acercan al bordillo. Julián se pone en pie, duda un segundo.
Me llamo Julián dice, decidiéndose. Moreno.
Pilar Fernández responde ella, levantándose también. Encantada.
Suben al bus; la gente los empuja cada uno a un lado. Pilar se agarra a la barra, nota los baches en la carretera, y de pronto, entre la multitud, encuentra la mirada de Julián. Él le asiente, y ella responde lo mismo.
Un par de días después vuelven a encontrarse, esta vez directamente en el parque. Pilar ya está en su banco y ve acercarse la figura de Julián, que ahora lleva un bastón que antes no usabaseguramente por precaución.
Vaya, la vecina de la parada sonríe él, acercándose. ¿Se puede?
Claro y le alegra verle.
Él se sienta, deja el bastón apoyado.
Aquí se está biendice, mirando alrededor. Árboles, niños jugando. No como en casa, que las paredes ahogan.
¿Vive solo? pregunta Pilar.
Solo. Mi esposa falleció hace siete años. Los hijos, cada uno a su bola. ¿Y usted?
También sola. Mi marido murió hace mucho. El hijo con su mujer en Zaragoza. Llaman, pero
Ella se encoge de hombros. Él asiente.
Las llamadas están bien. Pero por la noche el teléfono no suena.
A esas palabras, sencillas, Pilar siente calor por dentro. Siguen charlando; del tiempo, de la subida del aceite, de que han cambiado a la médica del centro de salud otra vez. Y cuando se despiden, al día siguiente ya procuran coincidir en el mismo horario para el paseo.
Así inician sus encuentros habituales. Al principio solo en la parada y en el parque, luego en la tienda, luego incluso a la puerta del consultorio. Pilar se da cuenta de que ha empezado a planear sus cosas para coincidir con Julián. No lo admite, pero a veces acelera el desayuno o, al revés, retrasa la salida.
Andan juntos hasta el ambulatorio, hablan de los análisis, de lo difícil que es la cita electrónica.
Eso hay que pedirlo en la web, les explica la administrativa joven. Todo a través de Internet.
¿Qué internet? protesta Pilar en el pasillo. Que mi móvil es de teclas y anda por milagro.
Julián la mira divertido.
Si quiere, le ayudo le ofrece un día. Mis hijos me regalaron una tableta vieja, se puede pedir desde ahí. Nos apañamos juntos.
Primero Pilar duda, pero acepta. Se sientan en el banco del centro de salud, él busca entre iconos, a veces se equivoca, se impacienta. Pilar se ríe con ganas.
¿Lo ve? Se puede elegir médico y hora. Eso sí, hay que acordarse del password.
Eso lo apunto yo, dice Pilar segura. Tengo libreta para eso.
Otro día es ella la que le ayuda con los recibos del agua y la luz. Julián trae el taco de papeles, los coloca en la mesa y resopla.
Antes ibas a la caja y ya estaba. Ahora, códigos y máquinas. Ni que fuéramos de la NASA.
Vamos por orden, dice Pilar. Esto es la luz, esto el agua. Con calma.
Toman té en la cocina de Pilar; ella saca mermelada casera de mora, él lleva rosquillas. Desde la ventana se ven los niños en bici. A Pilar le gusta ver cómo Julián ordena los papeles, pide consejo, de vez en cuando discute.
No quiero que pague usted por mímurmura él, cuando le ofrece echar el pago en el cajero, porque a él no le sale.
No pago yo nada, lo suyo es suyo. ¿Va a hacer usted de niño chico ahora?
Se ruboriza, pero acepta. Dentro de él se mezcla la gratitud con la incomodidad de pedir favores.
A veces discuten. Un día, al volver del súper, hablan de los hijos.
Mi hijo dice que venda el piso y me vaya con él explica Julián. Papá, vente a Valencia. ¿Yo? ¿A vivir en su sofá? Tienen sitio justo, y aquí tengo mis cosas.
El mío, igual: Mamá, vente al pueblo, en la casa tenemos habitación. Y no me voy. Aquí está la tumba de mi marido, mis amistades a veces dudo.
Allí estarías como un mueble. Ellos trabajo, los niños clases, y tú en una esquina.
¿Y aquí a quién le hago falta? pregunta ella tranquila.
Él calla. Le escuece el aquí. Cree que ella incluye también su compañía. Siente cómo crece la irritación.
Bueno, perdone farfulla. Creía que ya éramos
No termina. La palabra amigos le suena demasiado fuerte a su edad.
No lo digo por usted responde Pilar en voz suave, al notar cómo se tensa. Lo pienso en general. A veces creo que, si me fuera, nadie lo notaría. Y asusta.
Él asiente. Llegan al portal y se despiden con frialdad. Esa noche, Julián da vueltas en la cama, pensando que ha estropeado algo.
Pasan algunos días sin verse. El tiempo se vuelve desapacible y llueve nieve derretida. Pilar sigue haciendo su paseo corto, no ve a Julián y se repite que igual está ocupado, igual se ha puesto malo. Pero la inquietud sigue clavada dentro.
Al cuarto día, al volver del mercado, encuentra en el buzón una nota: Para Pilar F. Estoy en el hospital. Julián M. Nada más, ni habitación ni pista.
Las manos le tiemblan. Sube a casa, deja la compra y se queda sentada mirando el papel. ¿Infarto, ictus, quién lo atendió, por qué nadie avisa?
Recuerda que una vez él mencionó que, si algo le pasaba al corazón, iría al Gregorio Marañón. Busca entre sus papeles el teléfono del hospital. Llama. Al cabo de una espera, le dan la planta y le permiten visitas por la tarde.
No le gustan los hospitales, el olor a lejía le da escalofríos. Pero al día siguiente, en cuanto abren las visitas, ya está allí, con manzanas y galletas en el bolso. Piensa si serán aptas para enfermos del corazón.
La habitación es de tres hombres. En medio, Julián, apoyado en almohadas, leyendo el Marca. Al verla, se muestra perplejo y luego aliviado.
Pilar, deja el periódico. ¿Cómo me has encontrado?
He tirado de hilos, deja la bolsa en la mesilla. ¿Qué te ha pasado?
El corazón, de noche. Me trajeron de urgencias. Nada grave, unos días aquí.
Ella le mira con atención. Está más pálido, con ojeras, pero el brillo en los ojos sigue.
¿Tus hijos lo saben?
Mi hija vino ayer, me trajo sopa. Al hijo no le he dicho nada aún. No le quiero molestar.
La voz de Julián suena controlada, pero hay tensión. Cuando calla, añade:
Mi hija me preguntó por ti. ¿Quién es esa vecina que te deja notas? Le dije que me ayudas con gestiones.
A Pilar le pincha algo por dentro. Me ayuda con gestiones suena frío, casi ajeno. Se sienta.
Pues eso hago, dice, buscando neutralidad en la voz. Ayudo con gestiones.
Él se da cuenta de lo torpe que ha sonado.
No era eso lo que quería decir se justifica. Es que si le digo que somos amigos, empieza: Papá, parece que tienes quince años. Creen que perdemos el norte.
No tenemos quince, sonríe Pilar. Pero seguimos siendo personas.
Asiente. Una pausa; el vecino de la ventana se gira y finge dormir.
Sabes, habla ahora en voz baja Julián. Tumbado aquí, lo que más miedo me da no es morirme. Es que me pase algo y nadie se entere. Mirar el techo y no tener a quién avisar. Los hijos, lejos, con sus cosas. Y pensé en ti. Por lo menos, alguien sabría dónde estoy.
Pilar siente que se le anuda la garganta. Mira hacia la ventana, una planta medio seca en un vaso de plástico.
A mí me pasa igual musita. Siempre hago como que no, de cara a mi hijo y vecinos. Pero por las noches cuento las pastillasvaya tontería.
No es tontería dice Julián. Yo también las cuento.
Se miran y, a la vez, sonríen. En esa sonrisa hay comprensión y alivio.
Entra una mujer de mediana edad con una bolsa. Se parece a Juliánlos mismos ojos, el mentón igual.
Papá, te traigo sopa. ¿Y esta señora?
Mira a Pilar, con curiosidad pero sin hostilidad.
Es Pilar Fernández dice Julián calmado. Mi buena conocida. Me ayuda con trámites.
Gracias por ayudarle, dice la hija. Es cabezota, todo lo quiere hacer solo.
Nada, responde Pilar. A veces paseamos juntos.
La hija asiente, aunque se nota cierta reserva. Ordena la mesilla, pregunta cosas al padre. Pilar se siente de más y se despide.
Vendré otro día.
Ven cuando quieras. Si no es molestia.
No es molestia.
En casa, Pilar piensa en lo que ha oído. Buena conocida suena humilde; igual es lo que toca. Lo importante es que, en el susto, Julián pensó en ella.
Julián pasa dos semanas ingresado. Pilar va cada dos o tres días, lleva fruta, calcetines limpios, prensa fresca. A veces solo se sientan en silencio, escuchando ruidos de carros. Otras, comparten historias: la fábrica, la escuela, el piso de veraneo ya vendido hace años.
La hija de Julián se acostumbra a verla. Un día, camino del ascensor, le dice:
Gracias. Trabajo mucho, no puedo venir siempre. Está bien que mi padre tenga con quién hablar. Pero no se cargue usted con todo. Si pasa algo serio, llámeme.
Tranquila, replica Pilar. Cada uno tiene su vida. Yo haré lo que pueda.
A fin de abril dan el alta a Julián. El médico le ordena pasear más, menos nervios, las pastillas a rajatabla. Su hija lo lleva en coche, le ayuda a desempacar. Al día siguiente, Julián, apoyado en el bastón, sale al parque.
Pilar está en el banco. Al verle, se pone en pie.
¿Qué tal vas?
Pues vivo, ya es algo.
Se sientan. Al rato, dice:
No quiero serte una carga. Me alegra que vinieras, pero me da apuro que dejes cosas por mí.
¿Qué voy a tener yo? Ir al súper, consulta, ver novelas no exageres.
Aun así. No quiero que te sientas obligada a cuidarme. Soy mayor, pero no niño.
Ella lo mira con fijeza.
¿Y crees que yo quiero ser carga para alguien? Por eso me apaño sola. Pero he entendido algo. Se puede estar cada uno en su casa y vivir con miedo a molestar. O pactar. Sin promesas locas, solo acompañarse lo que se pueda.
Él medita.
¿Cómo?
Mira: no me llames de noche si se te ocurre charlar. No soy el SAMUR. Pero si te da miedo ir solo a la consulta, avísame. Si te lías con los recibos, ven. Si te da pereza ir a hacer la compra, ve tú solo, que no soy recadera.
Julián sonríe.
Eres dura.
Honesta. Lo mismo digo para mí: si me encuentro mal, te llamo. Pero no tienes que dejarlo todo. Tienes tus hijos, yo el mío. Así nos respetamos.
Asiente. Sus palabras relajan algo en el ambiente. Ya no hacen falta títulos ni heroicidades.
Perfecto. Nos ayudamos, pero aquí no hay cuidador ni paciente.
Eso es.
Desde entonces, su amistad se vuelve natural y estable. Siguen viéndose en el parque, van juntos a la consulta, se toman un café de vez en cuando. Los dos tienen claro el límite.
Si a Pilar se le estropea el grifo, llama a Julián.
¿Lo puedes mirar? Me da miedo que se rompa más.
Miro, pero si es grave, llamamos al fontanero. No estoy para gatear bajo el fregadero.
Va, mira el grifo, piden a un profesional. Mientras esperan, charlan en la cocina. Julián cuenta cómo desmontaba motores de joven; ahora, las manos ya no responden igual. Pilar piensa que envejecer también es aprender cuándo pedir ayuda.
A veces van juntos al mercado. Hay bullicio, los vendedores ofrecen género, Julián regatea por las patatas, Pilar escoge pollo. De vuelta sueltan lamentos por lo caro, sabiendo que de no salir, el día se quedaría en nada.
Los hijos reaccionan a su manera. El hijo de Pilar le pregunta un día:
Mamá, ese tal Julián ¿quién es?
Un vecino. Caminamos juntos, él me ayuda con la tableta, yo con sus papeles.
Vale pero ojo con prestar dinero o papeles. Que hay mucho listo.
Ella se ríe.
No soy una cría. Ya me apañaré.
La hija de Julián también pregunta:
Papá, no abuses de la vecina. No es asistenta. Que igual tiene su vida.
Tenemos un pacto. Nos respetamos.
¿Qué pacto?
El de los viejos.
Llega el verano sin que se note. El parque ya tiene sombra y bancos llenos. Madres jóvenes, chavales con cascos, jubilados como ellos. Pilar y Julián mantienen su banco de siempre, como si reservaran con ello su hueco en el mundo.
Una tarde, con el sol ya bajo, miran cómo unos chicos juegan al balón. El aire huele a césped y tierra seca. Julián apoya el bastón y dice:
¿Sabe? Antes pensaba que en la vejez todo se acaba: trabajo, amigos, amor, ilusiones. Que solo quedan las pastillas y el Telediario. Ahora veo que algunas cosas empiezan. No como antes, pero a nuestro modo.
¿Lo dice por nosotros? le sonríe Pilar.
Pues sí. No sé si llamarlo amistad, compañerismo, tándem de consultas. Pero con usted me siento más tranquilo. Menos solo.
Ella mira las manos de ambos, venas marcadas, piel curtida por la vida. Se parecen mucho, piensa.
A mí me pasa igual. Antes pensaba: si mañana no me levanto, ¿quién lo nota? Ahora sé que, al menos, una persona extrañaría que no apareciera por aquí.
Julián suelta una pequeña carcajada:
No solo lo notaría. Pondría el bloque en alerta.
Eso está bien.
Se quedan un rato, luego se levantan. Caminan despacio, cada uno por su lado del camino, y antes del cruce se paran.
¿Mañana, al centro de salud? pregunta él.
Sí, tengo que hacerme unos análisis. ¿Viene conmigo?
Hasta la puerta, sí. Luego dentro, no, que me va a agotar de tanto hablar.
Ella sonríe.
Hecho.
Se despiden. Pilar sube la escalera, abre la puerta de su piso aún silencioso. Deja la compra, va a la cocina, enciende el hervidor de agua. Mira por la ventana al patio.
Abajo, Julián forcejea con la llave del portal. De pronto, levanta la cabeza, como si adivinara la mirada, y le hace un gesto de saludo. Ella también le saluda.
El hervidor pita. Pilar prepara el té y corta un trozo de pan. Enfrente, sobre la silla, reposa su chal de lana. Lo toca, y de pronto nota que esa soledad es distinta. No es tan cerrada. Al otro lado del parque, tras otras paredes, hay alguien que irá con ella al médico mañana, se sentará a su lado, protestará de los médicos y le preguntará cómo se encuentra.
La vejez sigue ahí, con sus dolores, sus pastillas y precios que suben. Pero, dentro de todo eso, ahora hay un pequeño apoyo. No llega a milagro. Más bien, es otro banco en la vida: donde sentarse a descansar un rato, respirar y seguir el camino. Cada uno a su ritmo, pero juntos.







