¡Ten paciencia, querida! Ahora eres parte de otra familia y debes adaptarte a sus costumbres.

¡Aguanta, hija! Ahora perteneces a otra familia y tienes que respetar sus costumbres. Te has casado, no has venido de visita.
¿Qué costumbres, madre? ¡Todas están al revés! Sobre todo la suegra. ¡Me odia, es evidente!
¿Y nunca has escuchado que las suegras pueden ser amables?

¡Anda, anda! ¡Qué rumor! exclamó Doña Carmen Rodríguez, de pie en medio de la cocina, su rostro encendido de ira y los ojos ardiendo con furia. Si el marido anda suelto, la mujer es la culpable. ¿Ahora me vas a volver a explicar todo?

La suegra, Doña Pilar Gómez, estaba como en una tormenta. Gritaba a su nuera Candelaria como una loca, y todo porque ella sospechó que su propio hijo, Juan, la engañaba.

Candelaria, joven y frágil, con unos ojos grandes y de inocencia desbordante, se apoyó contra la pared intentando calmar a la furiosa señora.

Doña Pilar, pero es irracional. Él tiene familia, hijos intentó defenderse Candelaria, pero la suegra la interrumpió con un gesto, como espantando una mosca.

¿Eso es familia? ¿O tu niño, que no deja que el abuelo y yo nos acerquemos? se burló Doña Pilar. ¡Qué educación la tuya, por cierto!

¿Educación? ¡Mi hijito Carlos apenas tiene un año! replicó Candelaria en un susurro. Está tan pequeño

¿Pequeño? cruzó los ojos la anciana. Los nietos de los Gómez son aún menores. Y no se ponen en cuclillas, como ese tu señaló hacia la habitación infantil.

En realidad, es vuestro nieto afirmó Candelaria, temblorosa. Y, ya sabéis, los niños perciben a la gente mala. Tal vez por eso no se acerca a vosotros.

¿Somos malos? ¡Qué disparate! gritó la suegra. ¿De quién estás viviendo a costa? ¿De quién comes? ¿De quién gastas el dinero? ¡Desagradecida!

Candelaria ya no quería seguir discutiendo con la escandalosa suegra. Ya lo había dicho mil veces a Juan, que deseaba vivir apartado de sus padres, pero el hijo mimado no veía necesidad alguna. Le gustaba permanecer bajo el techo de sus progenitores, como si estuviera bajo el ala de la Virgen. Iba tranquilo al trabajo y los asuntos domésticos lavado, limpieza, cocina los resolvían los mayores. No era vida, era un cuento.

Mientras tanto, Doña Pilar, como una bruja del pueblo, interrogaba a Candelaria sin cesar. Al principio la joven trató de estrechar lazos, ayudando en la casa y escuchando eternas quejas sobre los vecinos, pero pronto comprendió que todo era en vano. Por mucho que intentara ser servicial, la enemistad no desaparecía.

Trajimos a esta inservible al hogar, como si no hubiera chicas normales contaba Doña Carmen a la vecina, mientras Candelaria recogía los juguetes esparcidos por el patio, escuchando todo.

¡Hasta otro pueblo la siguió! añadió la chismosa Manuela, la abuela del barrio, que ya había escuchado todas las habladurías.

Entiendo que no sabes qué hacer. Tú misma dices que tus manos no sirven para nada, que no puedes arreglar nada replicó la vecina.

No te imaginas la magnitud. No se le puede confiar nada; o lo pierde o lo rompe. Y el niño no es el mismo.

Los nietos de los Gómez son otra cosa: un niño tranquilo y listo, mientras este otro no para de hacer berrinches. Claramente la genética no ayuda.

Cuando la situación se volvió insoportable, Candelaria llamó a su madre en el pueblo vecino, quejándose y sollozando.

¡Aguanta, hija! Ahora perteneces a otra familia y debes respetar sus normas. No has venido como invitada, te has casado.

¿Qué normas, madre? ¡Todo está al revés! Sobre todo la suegra, que me odia, ¡es obvio!

¿Alguna vez escuchaste que una suegra pueda ser buena? Todos pasamos por eso y tú también lo harás. Lo principal es no mostrar que te duele. Aguanta.

Sabiendo que su madre temerosa no le serviría de ayuda, Candelaria amenazó con llamar al padre.

¡Miedo al papá! exclamó la madre. Sabes que su condena condicional está a la vuelta de la esquina. Un paso en falso y lo meten tras las rejas.

Candelaria comprendía todo. Sabía que su padre, don Miguel, amaba con locura a su única hija. Había recibido una condena condicional por una pelea que se armó en la tienda del pueblo cuando alguien ofendió a Candelaria. Y también sabía que él no callaría si descubriese el maltrato que su hija sufría en la familia ajena; era un hombre de fuego.

No le diré al padre contestó Candelaria. Pero si siguen así, si la suegra se comporta así no sé qué haré.

Todo se arreglará, hija insistía la madre, intentando calmarla. En unas semanas ni siquiera recordarás esta conversación.

A Candelaria le gustaría olvidar todo, pero la relación con Doña Pilar no mejoraba. Doña Carmen parecía volverse más amarga, como si Candelaria fuera la causa de todas sus desgracias. Incluso su esposo, don Antonio, un anciano agotado por la vida, no pudo soportarlo más.

¿Por qué le gritas siempre a la chica? intentó intervenir una mañana el viejo Antonio, cuando la disputa alcanzó su culmen. Se irá de aquí, ¡y será lo mejor!

¡Me iré! exclamó Doña Pilar, dirigiendo su ira contra él. ¡Demandaré cada euro que nos han quitado estos años! ¡Y le quitaré el niño para que no crezca en una familia tan vil!

Candelaria entendía la demagogia de la suegra, pero sentía miedo. Además, todavía amaba a su marido, José.

Los rumores de que Juan se escapaba a escondidas con su ex, la tía Rocío, resultaron ser nada más que chismes del pueblo, propagados por abuelas como Doña Pilar.

No se sabe cuánto tiempo habría durado el tormento de la suegra si no fuera por su lengua larguísima. Un día, tras otra victoria sobre la nuera, la anciana se jactó de sus hazañas a su mejor amiga, la abuela Manuela, adornándolas con más exageraciones, y pronto la historia llegó a oídos del padre de Candelaria.

Don Miguel, un hombre robusto de casi dos metros, de hombros anchos, tomó su hacha, dejó la chaqueta de trabajo y se subió a su viejo motocicleta Derbi. Sin decir una palabra a su esposa, partió al pueblo vecino para liberar a su hija del desprecio.

En ese instante, en la casa de Doña Pilar estalló un verdadero escándalo. La joven madre dejó al niño Carlos un instante en el sofá amarillento para buscar un pañal. Al volver, descubrió una mancha marrón bajo el bebé. En los ojos de la suegra, esa mancha se transformó en un agujero negro capaz de devorar toda la casa. Apareció como una tormenta y empezó a vociferar con todas sus fuerzas.

¡Arruinaste el sofá! ¡Mi favorito! ¿Sabes cuánto costó? ¡Te arrancaré las manos y te coseré donde sea para que no sufra!

Lo arreglaré, lo limpiaré intentó calmarse Candelaria, temblando mientras agarraba un trapo.

¿Qué vas a limpiar? ¡Es nuevo! ¿Cómo sabes? ¡Nunca has comprado nada con tu propio dinero!

¿Y vosotros, qué habéis hecho? exclamó Candelaria, lanzándose al ataque. ¡Basta de insultar a la suegra!

Doña Pilar, roja como un tomate, gritó:

¡Basta de insolencias! ¡Limpia la mancha y luego sal a la calle con tu hijo! ¡Vivirás bajo mi techo y harás lo que yo diga!

Candelaria, entre lágrimas, intentó frotar la mancha, pero el trozo marrón se negaba a desaparecer, como si se burlara de su impotencia. El pequeño Carlos, al sentir la tensión, lloró a todo pulmón, intensificando la atmósfera.

Doña Pilar siguió lanzando improperios, sin notar la sombra que se deslizó por la puerta. Era don Miguel, firme como un monumento, con la empuñadura del hacha apretada.

Al sentir su presencia, Doña Pilar giró y sus ojos se fijaron en el arma. Sabía que don Miguel era un hombre de fuego y recordaba su condena condicional. El temor le recorrió la piel.

¡Hola, Miguel! balbuceó Doña Carmen, intentando mantener la dignidad. Yo yo crío a tu hija

He escuchado cómo la tratas gruñó don Miguel, entrando descalzo. Levanto el hacha, pero en vez de golpear, la dejo sobre mi hombro y extiendo la mano a mi hija.

Vamos, Candelaria, no tienes nada que hacer aquí dijo, guiándola hacia la salida.

Espera, suegra repuso Doña Pilar, recuperándose. ¿Qué diré a mi hijo?

Que venga a verme cuando quiera, y hablaré con él como hombre respondió don Miguel con una mirada helada que hablaba más que mil palabras.

Don Miguel llevó a Candelaria y al pequeño Carlos fuera de la casa. Juan, temeroso de enfrentar al suegro, tardó en llegar, pero al fin se presentó. Después de una larga conversación, Juan prometió vivir separado de sus padres, que su madre no interferiría y que protegería a su esposa y a su hijo.

Al estrechar don Miguel la mano de Juan, este sintió que las bromas con ese hombre no tenían cabida y que debía cumplir cada promesa.

Desde entonces, Doña Pilar evitó a la nuera y al nieto; ni siquiera los saludaba en la calle. Juan y Candelaria se establecieron en su propio hogar, alcanzando una armonía que parecía sacada de un sueño. Tal vez los consejos del suegro, o quizá el fuego del amor, habían hecho su milagro.

Rate article
MagistrUm
¡Ten paciencia, querida! Ahora eres parte de otra familia y debes adaptarte a sus costumbres.