Esposa y padre Carolina sólo fingía tener interés en conocer a los padres de Enrique. ¿Para qué le iban a hacer falta? Ella no tenía intención de convivir con ellos, ni mucho menos pensaba sacar nada bueno del padre de Enrique, Don Valerio, que según decían era un hombre adinerado pero poco más que una fuente de problemas y recelos. Aunque ya que había decidido casarse, tocaba seguir el teatro hasta el final. Carolina eligió un look sencillo, para caer simpática y parecer una joven dulce. La primera reunión con los padres del novio siempre es un campo minado de pequeñas trampas invisibles, pero si además son de los inteligentes, la cosa es aún más peliaguda. Enrique, convencido de que ella estaba nerviosa, trataba de animarla: —No te preocupes, Carol, de verdad. Mi padre parece serio, pero es flexible. No te van a decir nada terrible y seguro que te cogen cariño. Papá es algo raro, pero mamá es la alegría de la huerta —le aseguraba a las puertas del chalé familiar. Carolina sonrió, quitándose un mechón del hombro. Así que el padre, un sieso, y la madre, el alma de la fiesta. Bonita combinación, pensó. La casa tampoco le impresionó; había estado en sitios más lujosos. Les recibieron enseguida. Carolina no estaba especialmente alterada. ¿Para qué? Gente es gente. Sabía, por lo que le había contado Enrique, que la señora Nina —ama de casa de toda la vida y aficionada a los viajes con amigas— no tenía nada de especial. El padre, Don Valerio, aunque era más bien parco, tampoco parecía un ogro. Eso sí, el nombre le sonaba… Les abrieron la puerta… Y Carolina se quedó petrificada sin cruzar el umbral. Fin del juego. No conocía a su futura suegra, pero al suegro lo reconoció al instante… Se habían visto antes. Tres años atrás. No mucho, pero con beneficio para ambos. En bares, hoteles, restaurantes. Nadie lo sabía, ni la señora Nina ni Enrique. Game over. Don Valerio también la reconoció. Hubo un destello en sus ojos: sorpresa, asombro o quizá algo más siniestro, alguna amenaza planificándose en silencio. Pero calló. Enrique, feliz e inocente, la presentó: —Mamá, papá, os presento a Carolina. Mi prometida. No la había traído antes porque es un poco tímida. Vaya… Don Valerio le dio la mano. Un apretón firme, algo intimidante. —Mucho gusto, Carolina —dijo con una leve entonación difícil de definir. ¿Ira? ¿Advertencia? ¿O…? Carolina preparaba su escapatoria, temiendo que el suegro la fuera a desenmascarar allí mismo. —El gusto es mío, don Valerio —respondió, acompasando la sonrisa. Adrenalina pura. ¿Qué iba a pasar? Nada. Don Valerio fingió una sonrisa y le ofreció una silla. Quizá estaba esperando un momento mejor para dejarla en evidencia… Pero tampoco sucedió. Entonces Carolina lo entendió: no pensaba descubrirla. Si lo hacía, caía él también delante de su mujer. Carolina respiró y todo se relajó. Nina contó anécdotas de la infancia de Enrique y Don Valerio, interesadísimo en la vida de Carolina, le hizo preguntas sobre el trabajo. Sabía demasiado de ella, pero la ironía no la inquietó. Incluso bromeó, y Carolina respondió con naturalidad. Entre sus bromas, había dobles sentidos que sólo ambos entendían. Por ejemplo, cuando, mirándola, comentó: —¿Sabe, Carolina? Me recuerda mucho a una antigua colega mía. También muy inteligente y con un arte especial para tratar con la gente. Con cualquier gente. Carolina no se dejó intimidar: —Cada uno tiene sus talentos, don Valerio. Enrique, en su nube de enamorado, lanzaba miradas de admiración. La amaba. Y eso, aunque era lo más triste, era también lo más importante. Más tarde, hablando de viajes, don Valerio lanzó un dardo: —A mí me gustan los lugares tranquilos, alejados del bullicio, donde pensar con una buena lectura. ¿Y usted, Carolina? En la trampa. —A mí me gusta la gente. El ruido. Que haya vida alrededor, aunque a veces demasiadas orejas son peligrosas. Nina, fugazmente, captó un matiz. Frunció el ceño, pero apartó las malas ideas. Don Valerio sabía de sobra por qué Carolina no buscaba silencio. La noche trajo insomnio. Ella repasaba el choque inesperado y calculaba cómo vivir con el secreto. Imaginaba que don Valerio tampoco dormía, inquieto como ella. Salió de la habitación con su sudadera casera, bajó las escaleras y se dirigió a la terraza para buscar a don Valerio. No tardó en aparecer. —¿Tampoco duermes? —preguntó desde atrás. —No entra el sueño —contestó ella. El aire trajo el perfume familiar de él. La escrutó sin pestañear. —¿Qué quieres de mi hijo, Carolina? Sé perfectamente de qué eres capaz. Sé cuantos como yo han pasado por tu vida, que siempre has buscado dinero. Ni lo ocultabas, ponías precio, aunque disfrazado. ¿Qué te aporta Enrique? Ya que él no quería recordar el pasado, Carolina tampoco tenía piedad. Gruñó: —Le quiero, don Valerio. ¿Por qué no iba a poder? No le convenció. —¿Amor? ¿Tú? No me hagas reír. Sé perfectamente qué clase de mujer eres. Se lo voy a contar todo a Enrique. Quién eres, en qué has trabajado de verdad… ¿Crees que te casará después? Carolina se acercó, mirándole de cerca. —Cuéntale lo que quieras, don Valerio, pero entonces tu mujer también sabrá nuestro pequeño secreto. —Eso… —No, no es chantaje. Es justicia. Si cuentas cómo nos conocimos y todo lo que hicimos, ten por seguro que yo aportaré mi versión. ¿De verdad quieres eso en familia? —No es lo mismo… —¿Seguro? ¿Lo mismo le explicarás a tu esposa? Don Valerio se bloqueó. El intento intimidatorio había fracasado. Entendía que estaban atados: él perdería más. —¿Qué le vas a contar? —No solo a ella. A todos. Incluido Enrique. Todo tu historial, las noches de trabajo, lo que no se debe saber… Si de verdad quieres salvar a tu hijo de mí, adelante. Difícil elección. Romper el compromiso de Enrique era abrir la puerta a su propio divorcio. —No te atreverías. —¿Yo no? ¿Tú puedes, pero yo no? Si no dices nada, yo tampoco. Pero si tú cuentas algo, prepárate para que salga todo a la luz. Nina aprecia la lealtad. En otras ocasiones, borracho, se lo había confesado a Carolina: su mujer le era fiel al extremo y él un miserable. Nina nunca lo perdonaría. Don Valerio supo que ella no faroleaba. —Vale. No digo nada. Tú tampoco. Nadie dirá nada. Olvidamos lo de antes. Por eso Carolina no tenía miedo: él perdía mucho más. —Como quieras, don Valerio. A la mañana siguiente dejaron la casa de los padres de Enrique. Bajo la mirada encendida del futuro suegro, Carolina se despidió de su “nueva madre”, que ya le llamaba “hija”. A don Valerio le tembló el ojo. Sufría por no poder advertir a su hijo, pero temía hundirse él. Perder a Nina significaba perder a su familia y parte de su fortuna. Su hijo tampoco le perdonaría. Días después, Carolina y Enrique pasaron dos semanas en la casa familiar. Don Valerio evitaba a Carolina, con excusas de trabajo. Un día, solo, la curiosidad malsana le empujó a hurgar entre las cosas de ella. Buscaba una baza. Rebuscando, encontró un test de embarazo. Dos rayas claras. —Pensé que la catástrofe era que mi hijo se casara con… Esto sí que es una catástrofe! —soltó. Carolina le sorprendió. —Qué feo es revolver en las cosas ajenas —le reprochó sarcástica. No lo negó. —¿Estás embarazada de Enrique? Recuperando el bolso de sus manos y mirándole de frente, Carolina replicó: —Parece que le acabo de estropear la sorpresa, don Valerio. Él montó en cólera. Ahora sí que Carolina estaría siempre unida a su hijo. Si hablaba, caía él también. No quedaba más remedio que callar, aunque era insoportable. *** Nueve meses después… y medio año más. Enrique y Carolina criaban a Alicia. Don Valerio evitaba sus visitas. No consideraba a Alicia nieta suya. Carolina le aterrorizaba por su frialdad hacia Enrique y por su pasado. Una tarde, Nina se preparaba para visitarles. —¿Vienes conmigo, Valerio? —No, me duele la cabeza. —¿Otra vez? Esto empieza a ser preocupante. —Estoy cansado, ve tú… Simuló enfermedad tomando pastillas. No soportaba ver a Carolina. Ni pensar en su presencia. Pero tampoco se atrevía a hablar. Pasó la tarde intentando distraerse, hasta que advirtió que Nina tardaba demasiado. Ya era casi medianoche y no volvía. No respondía al móvil. Llamó a Enrique. —¿Todo bien? ¿Se ha ido ya mamá? No ha vuelto. —Papá, eres la última persona con la que quiero hablar ahora mismo. Colgó. Preocupado, estaba a punto de salir cuando se abrió la puerta. El coche de Carolina. Saber que algo pasaba no ayudó: cuando la vio, casi se desmaya. —¿Qué haces aquí? ¡Habla! ¿Qué ha pasado? Carolina, tranquila, se sirvió vino y se acomodó. —Ha pasado lo inevitable. —¿El qué? —Lo nuestro. Todo saltó por los aires. Enrique encontró en la web de un restaurante unas fotos viejas de hace cuatro años, de aquella fiesta en el “Oasis”. Intentando encargar algo para el aniversario, se topó con nuestras imágenes. El fotógrafo… subió todas. Ahora Enrique está destrozado. Tu mujer quiere divorciarse. Y yo, como querías, también me divorcio de tu hijo. Don Valerio quedó en shock. Repasó mentalmente la fiesta, la web, su advertencia de no hacer fotos… y el desastre en el que finalmente habían caído. Se dejó caer al suelo, al lado de Carolina. —¿Y qué haces aquí? —Decidí huir un rato —sonrió—. En casa es todo un caos. Alicia está con la niñera. ¿Quieres vino? Le ofreció SU vino. Bebieron juntos en la terraza, en el silencio. —Todo por tu culpa —dijo él. Carolina asintió, mirando el vino. —Ya lo sé. —Eres insoportable. —Cierto. —Ni siquiera sientes pena por Enrique. —La siento. Pero más pena me doy yo. —Sólo te importas tú. —No lo niego. De repente, él le agarró del mentón, haciéndola mirarle. —Tú sabes bien que yo nunca te quise —susurró. —Lo creo sin problema. *** A la mañana siguiente, cuando Nina apareció dispuesta a perdonar, aunque le costara media vida, los pilló juntos; todavía dormidos. —¿Quién hay ahí? —preguntó Carolina. —Yo —Nina, contemplando cómo se venía abajo su mundo. Carolina, al verla, sonrió serenamente. Don Valerio despertó después, pero no salió tras su esposa.

Diario de Lucía

A menudo me he preguntado por qué tenía que conocer a los padres de Rodrigo. Siempre fingí entusiasmo, pero en realidad, ¿qué sentido tenía? No iba a vivir con ellos, y de su padre, un hombre adinerado según decían, tampoco esperaba nada más que complicaciones y desconfianzas.

Pero una vez decidida a casarme, no me quedaba más remedio que jugar el papel hasta el final.

Esa tarde me arreglé con sencillez, solo lo justo para que me vieran como una chica simpática, sencilla y algo tímida.

Encontrarse con los padres de tu novio siempre es un evento plagado de pequeñas trampas invisibles. Y si además son inteligentes, la cosa se convierte en una prueba de fuego.

Rodrigo creyó que necesitaba que me animara:
No te pongas nerviosa, Lucía, de verdad. Mi padre es algo serio, pero se le puede tratar. No te dirán nada raro, seguro que vas a gustarles. Papá es un poco peculiar, pero mi madre es el alma de todas las reuniones intentó tranquilizarme delante del chalé familiar, en Pozuelo.

Esbocé una sonrisa y me pasé una mechita detrás de la oreja. Papá gruñón y mamá simpática: un cóctel que prometía. Pensé que no podía ser para tanto.

El chalet tampoco me sorprendió. He estado en casas mucho más lujosas.

Nos recibieron casi en la puerta.

No estaba especialmente nerviosa. Gente como cualquier otra, pensé. Mercedes, la madre, era ama de casa, llevaba años viajando con amigas a Portugal o las Canarias nada fuera de lo común. El padre, Don Ignacio, era, según decía Rodrigo, un hombre de pocas palabras, no muy divertido, pero discreto. Aunque su nombre me sonaba demasiado familiar

Nos saludaron

Y me quedé petrificada sin ni siquiera entrar del todo en la casa. Se acabó el juego No conocía de nada a la madre, pero al futuro suegro lo reconocí al instante. Ya nos habíamos cruzado. Tres años atrás. No fue algo continuado, pero sí de beneficio mutuo. En bares por Malasaña, en hoteles con vistas a la Castellana, en restaurantes elegantes. Rodrigo y su madre, por supuesto, jamás debieron saberlo.

Para rematar, Ignacio también me reconoció. En sus ojos cruzó algo entre sorpresa, miedo y un atisbo de amenaza que no supe bien descifrar. Aunque mantuvo el tipo.

Rodrigo, feliz e inconsciente, me presentó:

Mamá, papá, esta es Lucía, mi prometida. No la he traído antes porque es muy reservada.

Ay, Rodrigo

Ignacio me tendió la mano.

Su apretón fue firme, casi brusco.

Un placer, Lucía pronunció, dejando escapar una ligera nota ¿de advertencia? O quizá de resentimiento. No sabría decir.

Me preparé para lo peor, esperando que Ignacio estuviera a punto de desvelar quién era yo en realidad.

Igualmente, Don Ignacio contesté, procurando disimular mis nervios. Noté el subidón de adrenalina, pensando: a ver qué pasa ahora

Pero nada ocurrió.

Con una sonrisa forzada, Ignacio me ofreció asiento a la mesa, con una deferencia que más bien parecía una trampa a la espera.

Pensé que pretendía humillarme más tarde.

Pero la noche transcurrió sin sobresaltos.

Entonces lo entendí: él tampoco iba a contar nada. De hacerlo, se delataría a sí mismo delante de Mercedes.

Ya más tranquila, la velada se hizo, incluso, agradable. Mercedes narraba anécdotas de Rodrigo, e Ignacio aparentaba escuchar con interés mis descripciones sobre mi trabajo. Bueno, él lo sabía todo ya. Y su sarcasmo apenas me rozaba. Hasta bromeó y, por un instante, conseguí reírme. Aunque sus bromas llevaban mensajes ocultos, solo entendibles entre nosotros.

Por ejemplo, cuando dijo:

Sabes, Lucía, me recuerdas a una antigua compañera. Muy lista y siempre con don de gentes.

No me quedé atrás:

Todos tenemos algún talento, Don Ignacio.

Rodrigo, en su nube de enamorado, me dedicaba miradas llenas de adoración, ajeno a todo. Y quizás, para él, eso era lo más importante. Y lo peor, también.

En una de esas, mientras hablábamos de viajes, Ignacio disparó, mirando directamente a mis ojos:

Yo prefiero sitios tranquilos, rodeado de silencio y buenos libros. ¿Y tú, Lucía?

Casi sin vacilar:

A mí me gusta el bullicio, la gente y la alegría solté, sin caer en su trampa. Aunque a veces demasiados oídos pueden ser peligrosos.

Noté cómo Mercedes fruncía levemente el ceño, preguntándose si había percibido algo raro.

Ignacio sabía perfectamente que el silencio no era para mí. Y sabía el motivo.

Cuando la noche acabó, Ignacio abrazó a Rodrigo:

Cuídala, hijo, es especial.

Sonó a cumplido y a advertencia. Pero nadie más que yo lo entendió.

Sentí, de golpe, el ambiente helado. Especial. Qué bien escogidas sus palabras.

***

Aquella noche no pegué ojo.

Mi cabeza daba vueltas; la sorpresa, la tensión ¿Cómo iba a vivir con todo aquello? Imaginaba a Ignacio también en vela. Él, por la sorpresa; yo, por todas las conversaciones pendientes.

Me levanté casi en silencio, me puse una sudadera encima del pijama y bajé las escaleras, firme pero lo bastante evidente como para que, si alguien seguía despierto, pudiera oírme. Salí a la terraza para fumar un cigarro a escondidas, sabiendo que tarde o temprano Ignacio aparecería.

No tardó mucho.

¿No puedes dormir? preguntó a mi espalda.

No, el sueño se resiste contesté.

El aire movió su perfume caro hasta mí.

Me observó con seriedad.

¿Qué buscas de mi hijo, Lucía? Ya sé de lo que eres capaz. Sé cuántos como yo han pasado por tu vida, y sé que solo buscabas dinero. Ni lo disimulaste. Tenías tu tarifa, aunque nunca fuera explícita. ¿Qué quieres de Rodrigo?

Si no quería recordar el pasado, yo tampoco pensaba ser amable. Le contesté con una sonrisa afilada:

Lo quiero, Don Ignacio. ¿No puedo?

No se tragó mi respuesta.

¿Tú? ¿Amar? Por favor. Sé quién eres, Lucía. Y le contaré a Rodrigo todo tu pasado. Lo que hacías. Quién eres realmente. ¿Crees que entonces se casará contigo?

Me acerqué, quedando a apenas un palmo de él. Incliné la cabeza, analizando su rostro, como si no lo hubiera hecho mil veces antes.

Hazlo, Don Ignacio. Pero tendrás que explicar a Mercedes cómo nos conocimos y nuestras actividades. ¿De verdad crees que podrás ocultarle tu parte si yo empiezo a contar lo mío?

No compares

¿En serio? ¿Le soltarás lo mismo a tu mujer?

Ignacio vaciló. Su intento de intimidarme acababa de fracasar. Comprendió, en ese instante, que estábamos atados el uno al otro.

¿Qué le vas a contar?

A Mercedes, a Rodrigo a cualquiera. No me queda nada que perder. ¿Quieres salvarle de mí? Adelante.

Difícil elección. Revelar mi pasado supondría el fin de su matrimonio. Pérdida financiera asegurada. Ni su hijo lo perdonaría.

Sabía que no era farol.

Está bien dijo con voz apagada. No diré nada. Y tú tampoco. Nadie dirá nada. Olvidemos esto.

Por eso no me preocupé. Tenía más que perder.

Como quieras, Don Ignacio.

A la mañana siguiente nos marchamos de Pozuelo. Bajo los ojos repletos de desprecio de Ignacio, me despedí de Mercedes, que incluso se atrevió a llamarme hija. A Ignacio casi le da un tic en el ojo.

Sabía que sufría al no poder advertir a Rodrigo sobre mí, pero temía perderlo todo. Si Mercedes le dejaba, se llevaría mucho más que su cariño y Rodrigo tampoco lo perdonaría.

Después pasamos dos semanas en casa de los padres de Rodrigo, otra vez.

Verano puro y duro.

Ignacio evitaba cruzarse conmigo, poniendo excusas de trabajo. Pero una tarde, solo en casa, se dejó llevar por la curiosidad. Registró mi bolso, rebuscando entre el neceser y mi agenda. Y entonces encontró un test de embarazo positivo.

Pensaba que la catástrofe era que mi hijo se casara con pero esto sí que es una desgracia masculló, dejando el test donde lo había encontrado. Pero no tuvo tiempo de cerrar el bolso.

Ya me había pillado.

Qué feo, cotillear en cosas ajenas le recriminé sin esfuerzo, sabiendo que la situación ahora jugaba a mi favor.

¿Estás embarazada de Rodrigo?

Me acerqué, recogí el bolso con calma y le miré.

Ya le ha fastidiado el regalo, Don Ignacio.

Ignacio estaba furioso. Sabía que ahora sí, iba a estar ligada definitivamente a Rodrigo. Si hablaba, se destruía él también. Ahora el silencio era imperativo, por duro que le resultara ver a su hijo en mis redes.

***

Nueve meses después y medio año más.

Rodrigo y yo criábamos a Alba.

Ignacio prácticamente había desaparecido. Huía de nuestras visitas, de nuestra vida. Ignoraba a su nieta, y yo le inquietaba, por mi desapego hacia Rodrigo y por mi historia oculta.

Otra vez, Mercedes anunciaba que vendría a vernos.

¿Vienes conmigo, Ignacio?

No, me duele la cabeza.

Siempre dices lo mismo

De verdad, Mercedes, estoy agotado. Ve tú sola.

Ignacio se tomó hasta unas pastillas para darle credibilidad a su excusa. No soportaba mi presencia, pero tampoco podía confesar nada.

La noche avanzaba y Mercedes no volvía. Ya era casi medianoche. Su móvil apagado. Como era de esperar, Ignacio llamó a Rodrigo.

¿Va todo bien? ¿Se ha ido ya Mercedes? No ha vuelto a casa.

Papá, tú eres el último con el que quiero hablar ahora.

Y le colgó.

Ignacio pensó en ir a buscarlos, pero entonces vio llegar mi coche. Al verme, casi le da un infarto.

¿Y tú? ¿Qué ha pasado? ¡Habla! me encaró, desesperado.

Me serví una copa de vino y me senté en el sofá, aparentemente tranquila.

Ha estallado todo.

¿Cómo que ha estallado?

Se acabó. Rodrigo encontró unas fotos nuestras, de hace cuatro años, en la web de un bar. De una fiesta en El Vergel, ¿te acuerdas? Quería reservar por nuestro aniversario, y allí estábamos, en plena faena. El fotógrafo, maldita sea Rodrigo está destrozado. Tu Mercedes va a pedir el divorcio. Y yo, probablemente, también me divorcie de tu hijo, como tanto deseabas.

Ignacio se dejó caer en una silla. Su cabeza repasó todos los detalles: las fotos, la fiesta, el temor que tuvo entonces de que todo saliera mal y ahora, todo encajaba.

¿Por qué has venido aquí?

Por huir un rato le sonreí. En casa todo es un caos. Alba está con la niñera. ¿Quieres vino?

Le ofrecí de su propio vino.

Bebimos bajo la oscuridad de la terraza, solo alterada por el canto de los grillos.

Todo esto, por tu culpa susurró Ignacio.

Ya.

Eres insufrible.

Siempre lo he sido.

No te importa Rodrigo.

Me importa, pero más me importo yo.

Solo te quieres a ti misma.

No lo niego.

Me agarró del mentón y me obligó a mirarle.

Sabes que nunca te quise murmuró.

Y yo a ti, menos.

***

Por la mañana, Mercedes llegó a buscar la reconciliación, agotada pero dispuesta a perdonar a su marido, aunque le costase la mitad de sus nervios. Nos encontró a Ignacio y a mí juntos, aún dormidos.

¿Quién anda ahí? pregunté, desperezándome.

Soy yo contestó Mercedes, viendo cómo se desmoronaba su mundo.

Al reconocerla, solo le sonreí serenamente. Ignacio despertó después, pero ni se molestó en salir tras su mujer.

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MagistrUm
Esposa y padre Carolina sólo fingía tener interés en conocer a los padres de Enrique. ¿Para qué le iban a hacer falta? Ella no tenía intención de convivir con ellos, ni mucho menos pensaba sacar nada bueno del padre de Enrique, Don Valerio, que según decían era un hombre adinerado pero poco más que una fuente de problemas y recelos. Aunque ya que había decidido casarse, tocaba seguir el teatro hasta el final. Carolina eligió un look sencillo, para caer simpática y parecer una joven dulce. La primera reunión con los padres del novio siempre es un campo minado de pequeñas trampas invisibles, pero si además son de los inteligentes, la cosa es aún más peliaguda. Enrique, convencido de que ella estaba nerviosa, trataba de animarla: —No te preocupes, Carol, de verdad. Mi padre parece serio, pero es flexible. No te van a decir nada terrible y seguro que te cogen cariño. Papá es algo raro, pero mamá es la alegría de la huerta —le aseguraba a las puertas del chalé familiar. Carolina sonrió, quitándose un mechón del hombro. Así que el padre, un sieso, y la madre, el alma de la fiesta. Bonita combinación, pensó. La casa tampoco le impresionó; había estado en sitios más lujosos. Les recibieron enseguida. Carolina no estaba especialmente alterada. ¿Para qué? Gente es gente. Sabía, por lo que le había contado Enrique, que la señora Nina —ama de casa de toda la vida y aficionada a los viajes con amigas— no tenía nada de especial. El padre, Don Valerio, aunque era más bien parco, tampoco parecía un ogro. Eso sí, el nombre le sonaba… Les abrieron la puerta… Y Carolina se quedó petrificada sin cruzar el umbral. Fin del juego. No conocía a su futura suegra, pero al suegro lo reconoció al instante… Se habían visto antes. Tres años atrás. No mucho, pero con beneficio para ambos. En bares, hoteles, restaurantes. Nadie lo sabía, ni la señora Nina ni Enrique. Game over. Don Valerio también la reconoció. Hubo un destello en sus ojos: sorpresa, asombro o quizá algo más siniestro, alguna amenaza planificándose en silencio. Pero calló. Enrique, feliz e inocente, la presentó: —Mamá, papá, os presento a Carolina. Mi prometida. No la había traído antes porque es un poco tímida. Vaya… Don Valerio le dio la mano. Un apretón firme, algo intimidante. —Mucho gusto, Carolina —dijo con una leve entonación difícil de definir. ¿Ira? ¿Advertencia? ¿O…? Carolina preparaba su escapatoria, temiendo que el suegro la fuera a desenmascarar allí mismo. —El gusto es mío, don Valerio —respondió, acompasando la sonrisa. Adrenalina pura. ¿Qué iba a pasar? Nada. Don Valerio fingió una sonrisa y le ofreció una silla. Quizá estaba esperando un momento mejor para dejarla en evidencia… Pero tampoco sucedió. Entonces Carolina lo entendió: no pensaba descubrirla. Si lo hacía, caía él también delante de su mujer. Carolina respiró y todo se relajó. Nina contó anécdotas de la infancia de Enrique y Don Valerio, interesadísimo en la vida de Carolina, le hizo preguntas sobre el trabajo. Sabía demasiado de ella, pero la ironía no la inquietó. Incluso bromeó, y Carolina respondió con naturalidad. Entre sus bromas, había dobles sentidos que sólo ambos entendían. Por ejemplo, cuando, mirándola, comentó: —¿Sabe, Carolina? Me recuerda mucho a una antigua colega mía. También muy inteligente y con un arte especial para tratar con la gente. Con cualquier gente. Carolina no se dejó intimidar: —Cada uno tiene sus talentos, don Valerio. Enrique, en su nube de enamorado, lanzaba miradas de admiración. La amaba. Y eso, aunque era lo más triste, era también lo más importante. Más tarde, hablando de viajes, don Valerio lanzó un dardo: —A mí me gustan los lugares tranquilos, alejados del bullicio, donde pensar con una buena lectura. ¿Y usted, Carolina? En la trampa. —A mí me gusta la gente. El ruido. Que haya vida alrededor, aunque a veces demasiadas orejas son peligrosas. Nina, fugazmente, captó un matiz. Frunció el ceño, pero apartó las malas ideas. Don Valerio sabía de sobra por qué Carolina no buscaba silencio. La noche trajo insomnio. Ella repasaba el choque inesperado y calculaba cómo vivir con el secreto. Imaginaba que don Valerio tampoco dormía, inquieto como ella. Salió de la habitación con su sudadera casera, bajó las escaleras y se dirigió a la terraza para buscar a don Valerio. No tardó en aparecer. —¿Tampoco duermes? —preguntó desde atrás. —No entra el sueño —contestó ella. El aire trajo el perfume familiar de él. La escrutó sin pestañear. —¿Qué quieres de mi hijo, Carolina? Sé perfectamente de qué eres capaz. Sé cuantos como yo han pasado por tu vida, que siempre has buscado dinero. Ni lo ocultabas, ponías precio, aunque disfrazado. ¿Qué te aporta Enrique? Ya que él no quería recordar el pasado, Carolina tampoco tenía piedad. Gruñó: —Le quiero, don Valerio. ¿Por qué no iba a poder? No le convenció. —¿Amor? ¿Tú? No me hagas reír. Sé perfectamente qué clase de mujer eres. Se lo voy a contar todo a Enrique. Quién eres, en qué has trabajado de verdad… ¿Crees que te casará después? Carolina se acercó, mirándole de cerca. —Cuéntale lo que quieras, don Valerio, pero entonces tu mujer también sabrá nuestro pequeño secreto. —Eso… —No, no es chantaje. Es justicia. Si cuentas cómo nos conocimos y todo lo que hicimos, ten por seguro que yo aportaré mi versión. ¿De verdad quieres eso en familia? —No es lo mismo… —¿Seguro? ¿Lo mismo le explicarás a tu esposa? Don Valerio se bloqueó. El intento intimidatorio había fracasado. Entendía que estaban atados: él perdería más. —¿Qué le vas a contar? —No solo a ella. A todos. Incluido Enrique. Todo tu historial, las noches de trabajo, lo que no se debe saber… Si de verdad quieres salvar a tu hijo de mí, adelante. Difícil elección. Romper el compromiso de Enrique era abrir la puerta a su propio divorcio. —No te atreverías. —¿Yo no? ¿Tú puedes, pero yo no? Si no dices nada, yo tampoco. Pero si tú cuentas algo, prepárate para que salga todo a la luz. Nina aprecia la lealtad. En otras ocasiones, borracho, se lo había confesado a Carolina: su mujer le era fiel al extremo y él un miserable. Nina nunca lo perdonaría. Don Valerio supo que ella no faroleaba. —Vale. No digo nada. Tú tampoco. Nadie dirá nada. Olvidamos lo de antes. Por eso Carolina no tenía miedo: él perdía mucho más. —Como quieras, don Valerio. A la mañana siguiente dejaron la casa de los padres de Enrique. Bajo la mirada encendida del futuro suegro, Carolina se despidió de su “nueva madre”, que ya le llamaba “hija”. A don Valerio le tembló el ojo. Sufría por no poder advertir a su hijo, pero temía hundirse él. Perder a Nina significaba perder a su familia y parte de su fortuna. Su hijo tampoco le perdonaría. Días después, Carolina y Enrique pasaron dos semanas en la casa familiar. Don Valerio evitaba a Carolina, con excusas de trabajo. Un día, solo, la curiosidad malsana le empujó a hurgar entre las cosas de ella. Buscaba una baza. Rebuscando, encontró un test de embarazo. Dos rayas claras. —Pensé que la catástrofe era que mi hijo se casara con… Esto sí que es una catástrofe! —soltó. Carolina le sorprendió. —Qué feo es revolver en las cosas ajenas —le reprochó sarcástica. No lo negó. —¿Estás embarazada de Enrique? Recuperando el bolso de sus manos y mirándole de frente, Carolina replicó: —Parece que le acabo de estropear la sorpresa, don Valerio. Él montó en cólera. Ahora sí que Carolina estaría siempre unida a su hijo. Si hablaba, caía él también. No quedaba más remedio que callar, aunque era insoportable. *** Nueve meses después… y medio año más. Enrique y Carolina criaban a Alicia. Don Valerio evitaba sus visitas. No consideraba a Alicia nieta suya. Carolina le aterrorizaba por su frialdad hacia Enrique y por su pasado. Una tarde, Nina se preparaba para visitarles. —¿Vienes conmigo, Valerio? —No, me duele la cabeza. —¿Otra vez? Esto empieza a ser preocupante. —Estoy cansado, ve tú… Simuló enfermedad tomando pastillas. No soportaba ver a Carolina. Ni pensar en su presencia. Pero tampoco se atrevía a hablar. Pasó la tarde intentando distraerse, hasta que advirtió que Nina tardaba demasiado. Ya era casi medianoche y no volvía. No respondía al móvil. Llamó a Enrique. —¿Todo bien? ¿Se ha ido ya mamá? No ha vuelto. —Papá, eres la última persona con la que quiero hablar ahora mismo. Colgó. Preocupado, estaba a punto de salir cuando se abrió la puerta. El coche de Carolina. Saber que algo pasaba no ayudó: cuando la vio, casi se desmaya. —¿Qué haces aquí? ¡Habla! ¿Qué ha pasado? Carolina, tranquila, se sirvió vino y se acomodó. —Ha pasado lo inevitable. —¿El qué? —Lo nuestro. Todo saltó por los aires. Enrique encontró en la web de un restaurante unas fotos viejas de hace cuatro años, de aquella fiesta en el “Oasis”. Intentando encargar algo para el aniversario, se topó con nuestras imágenes. El fotógrafo… subió todas. Ahora Enrique está destrozado. Tu mujer quiere divorciarse. Y yo, como querías, también me divorcio de tu hijo. Don Valerio quedó en shock. Repasó mentalmente la fiesta, la web, su advertencia de no hacer fotos… y el desastre en el que finalmente habían caído. Se dejó caer al suelo, al lado de Carolina. —¿Y qué haces aquí? —Decidí huir un rato —sonrió—. En casa es todo un caos. Alicia está con la niñera. ¿Quieres vino? Le ofreció SU vino. Bebieron juntos en la terraza, en el silencio. —Todo por tu culpa —dijo él. Carolina asintió, mirando el vino. —Ya lo sé. —Eres insoportable. —Cierto. —Ni siquiera sientes pena por Enrique. —La siento. Pero más pena me doy yo. —Sólo te importas tú. —No lo niego. De repente, él le agarró del mentón, haciéndola mirarle. —Tú sabes bien que yo nunca te quise —susurró. —Lo creo sin problema. *** A la mañana siguiente, cuando Nina apareció dispuesta a perdonar, aunque le costara media vida, los pilló juntos; todavía dormidos. —¿Quién hay ahí? —preguntó Carolina. —Yo —Nina, contemplando cómo se venía abajo su mundo. Carolina, al verla, sonrió serenamente. Don Valerio despertó después, pero no salió tras su esposa.