Diario de Lucía
A menudo me he preguntado por qué tenía que conocer a los padres de Rodrigo. Siempre fingí entusiasmo, pero en realidad, ¿qué sentido tenía? No iba a vivir con ellos, y de su padre, un hombre adinerado según decían, tampoco esperaba nada más que complicaciones y desconfianzas.
Pero una vez decidida a casarme, no me quedaba más remedio que jugar el papel hasta el final.
Esa tarde me arreglé con sencillez, solo lo justo para que me vieran como una chica simpática, sencilla y algo tímida.
Encontrarse con los padres de tu novio siempre es un evento plagado de pequeñas trampas invisibles. Y si además son inteligentes, la cosa se convierte en una prueba de fuego.
Rodrigo creyó que necesitaba que me animara:
No te pongas nerviosa, Lucía, de verdad. Mi padre es algo serio, pero se le puede tratar. No te dirán nada raro, seguro que vas a gustarles. Papá es un poco peculiar, pero mi madre es el alma de todas las reuniones intentó tranquilizarme delante del chalé familiar, en Pozuelo.
Esbocé una sonrisa y me pasé una mechita detrás de la oreja. Papá gruñón y mamá simpática: un cóctel que prometía. Pensé que no podía ser para tanto.
El chalet tampoco me sorprendió. He estado en casas mucho más lujosas.
Nos recibieron casi en la puerta.
No estaba especialmente nerviosa. Gente como cualquier otra, pensé. Mercedes, la madre, era ama de casa, llevaba años viajando con amigas a Portugal o las Canarias nada fuera de lo común. El padre, Don Ignacio, era, según decía Rodrigo, un hombre de pocas palabras, no muy divertido, pero discreto. Aunque su nombre me sonaba demasiado familiar
Nos saludaron
Y me quedé petrificada sin ni siquiera entrar del todo en la casa. Se acabó el juego No conocía de nada a la madre, pero al futuro suegro lo reconocí al instante. Ya nos habíamos cruzado. Tres años atrás. No fue algo continuado, pero sí de beneficio mutuo. En bares por Malasaña, en hoteles con vistas a la Castellana, en restaurantes elegantes. Rodrigo y su madre, por supuesto, jamás debieron saberlo.
Para rematar, Ignacio también me reconoció. En sus ojos cruzó algo entre sorpresa, miedo y un atisbo de amenaza que no supe bien descifrar. Aunque mantuvo el tipo.
Rodrigo, feliz e inconsciente, me presentó:
Mamá, papá, esta es Lucía, mi prometida. No la he traído antes porque es muy reservada.
Ay, Rodrigo
Ignacio me tendió la mano.
Su apretón fue firme, casi brusco.
Un placer, Lucía pronunció, dejando escapar una ligera nota ¿de advertencia? O quizá de resentimiento. No sabría decir.
Me preparé para lo peor, esperando que Ignacio estuviera a punto de desvelar quién era yo en realidad.
Igualmente, Don Ignacio contesté, procurando disimular mis nervios. Noté el subidón de adrenalina, pensando: a ver qué pasa ahora
Pero nada ocurrió.
Con una sonrisa forzada, Ignacio me ofreció asiento a la mesa, con una deferencia que más bien parecía una trampa a la espera.
Pensé que pretendía humillarme más tarde.
Pero la noche transcurrió sin sobresaltos.
Entonces lo entendí: él tampoco iba a contar nada. De hacerlo, se delataría a sí mismo delante de Mercedes.
Ya más tranquila, la velada se hizo, incluso, agradable. Mercedes narraba anécdotas de Rodrigo, e Ignacio aparentaba escuchar con interés mis descripciones sobre mi trabajo. Bueno, él lo sabía todo ya. Y su sarcasmo apenas me rozaba. Hasta bromeó y, por un instante, conseguí reírme. Aunque sus bromas llevaban mensajes ocultos, solo entendibles entre nosotros.
Por ejemplo, cuando dijo:
Sabes, Lucía, me recuerdas a una antigua compañera. Muy lista y siempre con don de gentes.
No me quedé atrás:
Todos tenemos algún talento, Don Ignacio.
Rodrigo, en su nube de enamorado, me dedicaba miradas llenas de adoración, ajeno a todo. Y quizás, para él, eso era lo más importante. Y lo peor, también.
En una de esas, mientras hablábamos de viajes, Ignacio disparó, mirando directamente a mis ojos:
Yo prefiero sitios tranquilos, rodeado de silencio y buenos libros. ¿Y tú, Lucía?
Casi sin vacilar:
A mí me gusta el bullicio, la gente y la alegría solté, sin caer en su trampa. Aunque a veces demasiados oídos pueden ser peligrosos.
Noté cómo Mercedes fruncía levemente el ceño, preguntándose si había percibido algo raro.
Ignacio sabía perfectamente que el silencio no era para mí. Y sabía el motivo.
Cuando la noche acabó, Ignacio abrazó a Rodrigo:
Cuídala, hijo, es especial.
Sonó a cumplido y a advertencia. Pero nadie más que yo lo entendió.
Sentí, de golpe, el ambiente helado. Especial. Qué bien escogidas sus palabras.
***
Aquella noche no pegué ojo.
Mi cabeza daba vueltas; la sorpresa, la tensión ¿Cómo iba a vivir con todo aquello? Imaginaba a Ignacio también en vela. Él, por la sorpresa; yo, por todas las conversaciones pendientes.
Me levanté casi en silencio, me puse una sudadera encima del pijama y bajé las escaleras, firme pero lo bastante evidente como para que, si alguien seguía despierto, pudiera oírme. Salí a la terraza para fumar un cigarro a escondidas, sabiendo que tarde o temprano Ignacio aparecería.
No tardó mucho.
¿No puedes dormir? preguntó a mi espalda.
No, el sueño se resiste contesté.
El aire movió su perfume caro hasta mí.
Me observó con seriedad.
¿Qué buscas de mi hijo, Lucía? Ya sé de lo que eres capaz. Sé cuántos como yo han pasado por tu vida, y sé que solo buscabas dinero. Ni lo disimulaste. Tenías tu tarifa, aunque nunca fuera explícita. ¿Qué quieres de Rodrigo?
Si no quería recordar el pasado, yo tampoco pensaba ser amable. Le contesté con una sonrisa afilada:
Lo quiero, Don Ignacio. ¿No puedo?
No se tragó mi respuesta.
¿Tú? ¿Amar? Por favor. Sé quién eres, Lucía. Y le contaré a Rodrigo todo tu pasado. Lo que hacías. Quién eres realmente. ¿Crees que entonces se casará contigo?
Me acerqué, quedando a apenas un palmo de él. Incliné la cabeza, analizando su rostro, como si no lo hubiera hecho mil veces antes.
Hazlo, Don Ignacio. Pero tendrás que explicar a Mercedes cómo nos conocimos y nuestras actividades. ¿De verdad crees que podrás ocultarle tu parte si yo empiezo a contar lo mío?
No compares
¿En serio? ¿Le soltarás lo mismo a tu mujer?
Ignacio vaciló. Su intento de intimidarme acababa de fracasar. Comprendió, en ese instante, que estábamos atados el uno al otro.
¿Qué le vas a contar?
A Mercedes, a Rodrigo a cualquiera. No me queda nada que perder. ¿Quieres salvarle de mí? Adelante.
Difícil elección. Revelar mi pasado supondría el fin de su matrimonio. Pérdida financiera asegurada. Ni su hijo lo perdonaría.
Sabía que no era farol.
Está bien dijo con voz apagada. No diré nada. Y tú tampoco. Nadie dirá nada. Olvidemos esto.
Por eso no me preocupé. Tenía más que perder.
Como quieras, Don Ignacio.
A la mañana siguiente nos marchamos de Pozuelo. Bajo los ojos repletos de desprecio de Ignacio, me despedí de Mercedes, que incluso se atrevió a llamarme hija. A Ignacio casi le da un tic en el ojo.
Sabía que sufría al no poder advertir a Rodrigo sobre mí, pero temía perderlo todo. Si Mercedes le dejaba, se llevaría mucho más que su cariño y Rodrigo tampoco lo perdonaría.
Después pasamos dos semanas en casa de los padres de Rodrigo, otra vez.
Verano puro y duro.
Ignacio evitaba cruzarse conmigo, poniendo excusas de trabajo. Pero una tarde, solo en casa, se dejó llevar por la curiosidad. Registró mi bolso, rebuscando entre el neceser y mi agenda. Y entonces encontró un test de embarazo positivo.
Pensaba que la catástrofe era que mi hijo se casara con pero esto sí que es una desgracia masculló, dejando el test donde lo había encontrado. Pero no tuvo tiempo de cerrar el bolso.
Ya me había pillado.
Qué feo, cotillear en cosas ajenas le recriminé sin esfuerzo, sabiendo que la situación ahora jugaba a mi favor.
¿Estás embarazada de Rodrigo?
Me acerqué, recogí el bolso con calma y le miré.
Ya le ha fastidiado el regalo, Don Ignacio.
Ignacio estaba furioso. Sabía que ahora sí, iba a estar ligada definitivamente a Rodrigo. Si hablaba, se destruía él también. Ahora el silencio era imperativo, por duro que le resultara ver a su hijo en mis redes.
***
Nueve meses después y medio año más.
Rodrigo y yo criábamos a Alba.
Ignacio prácticamente había desaparecido. Huía de nuestras visitas, de nuestra vida. Ignoraba a su nieta, y yo le inquietaba, por mi desapego hacia Rodrigo y por mi historia oculta.
Otra vez, Mercedes anunciaba que vendría a vernos.
¿Vienes conmigo, Ignacio?
No, me duele la cabeza.
Siempre dices lo mismo
De verdad, Mercedes, estoy agotado. Ve tú sola.
Ignacio se tomó hasta unas pastillas para darle credibilidad a su excusa. No soportaba mi presencia, pero tampoco podía confesar nada.
La noche avanzaba y Mercedes no volvía. Ya era casi medianoche. Su móvil apagado. Como era de esperar, Ignacio llamó a Rodrigo.
¿Va todo bien? ¿Se ha ido ya Mercedes? No ha vuelto a casa.
Papá, tú eres el último con el que quiero hablar ahora.
Y le colgó.
Ignacio pensó en ir a buscarlos, pero entonces vio llegar mi coche. Al verme, casi le da un infarto.
¿Y tú? ¿Qué ha pasado? ¡Habla! me encaró, desesperado.
Me serví una copa de vino y me senté en el sofá, aparentemente tranquila.
Ha estallado todo.
¿Cómo que ha estallado?
Se acabó. Rodrigo encontró unas fotos nuestras, de hace cuatro años, en la web de un bar. De una fiesta en El Vergel, ¿te acuerdas? Quería reservar por nuestro aniversario, y allí estábamos, en plena faena. El fotógrafo, maldita sea Rodrigo está destrozado. Tu Mercedes va a pedir el divorcio. Y yo, probablemente, también me divorcie de tu hijo, como tanto deseabas.
Ignacio se dejó caer en una silla. Su cabeza repasó todos los detalles: las fotos, la fiesta, el temor que tuvo entonces de que todo saliera mal y ahora, todo encajaba.
¿Por qué has venido aquí?
Por huir un rato le sonreí. En casa todo es un caos. Alba está con la niñera. ¿Quieres vino?
Le ofrecí de su propio vino.
Bebimos bajo la oscuridad de la terraza, solo alterada por el canto de los grillos.
Todo esto, por tu culpa susurró Ignacio.
Ya.
Eres insufrible.
Siempre lo he sido.
No te importa Rodrigo.
Me importa, pero más me importo yo.
Solo te quieres a ti misma.
No lo niego.
Me agarró del mentón y me obligó a mirarle.
Sabes que nunca te quise murmuró.
Y yo a ti, menos.
***
Por la mañana, Mercedes llegó a buscar la reconciliación, agotada pero dispuesta a perdonar a su marido, aunque le costase la mitad de sus nervios. Nos encontró a Ignacio y a mí juntos, aún dormidos.
¿Quién anda ahí? pregunté, desperezándome.
Soy yo contestó Mercedes, viendo cómo se desmoronaba su mundo.
Al reconocerla, solo le sonreí serenamente. Ignacio despertó después, pero ni se molestó en salir tras su mujer.







