Mi marido invitó a su exmujer con los niños a celebrar la Nochevieja y yo hice la maleta y me fui a casa de mi amiga

¿Pero vas en serio, Óscar? Dime que esto es una broma absurda. O quizá he entendido mal por el ruido del agua…

Isabel cerró el grifo, se secó las manos en el paño de cocina y se giró despacio hacia su marido. Toda la cocina olía a verduras cocidas, eneldo fresco y mandarinas, los aromas que siempre anunciaban la Nochevieja en Madrid. Faltaban seis horas para las campanadas. Sobre la mesa se amontonaban tazones con los ingredientes picados para la ensaladilla rusa, el horno albergaba un pato con manzanas que llevaba asándose casi una hora, y en la nevera terminaba de cuajar la gelatina de carne que había preparado durante la noche.

Óscar estaba en el quicio de la puerta, cambiando el peso de un pie al otro con aire de culpabilidad, jugueteando con un botón de su camisa de estar por casa, señal inequívoca de nerviosismo pero también de que no pensaba dar marcha atrás.

Isa, por favor, no empieces… su voz era lastimera, incluso sumisa. A Mónica se le ha inundado la casa… Bueno, en realidad le han cortado el agua y la calefacción. ¿Te imaginas pasar la Nochevieja con los niños tiritando? No tenía alternativa, Isa. Al fin y al cabo son MIS niños.

Los niños, sí. Son tuyos intentó mantener la calma, aunque la indignación le quemaba por dentro. ¿Y Mónica? ¿También es tu hija ahora? Tiene madre, amigas, hoteles… Y con la pensión que le pagas podría pedir hasta una suite.

Óscar bajó la mirada. Su madre está en Benidorm, sus amigas fuera. Y es una noche familiar. A los críos les haría ilusión pasarla con su padre y, total, tenemos casa de sobra.

Isabel repasó la cocina con la mirada. Sí, el piso era amplio, pero era SU hogar. Helaba pensar en cómo había dedicado días a limpiar, elegir las servilletas, adornar la mesa, comprar el perfume caro con el que esperaba sorprenderle. Se había imaginado esa noche solo para ellos: velas, las luces del árbol titilando, música suave y paz. Era el primer Año Nuevo juntos en casa. Sin compromisos ni terceros. Y de repente, toda la ilusión se desmoronaba como castillo de arena.

Óscar, acordamos que era nuestra noche. No tengo nada contra tus hijos, bien lo sabes. Los recibo siempre encantada los fines de semana. Pero… invitar a Mónica a nuestra mesa… ¿Te das cuenta de lo que significa?

Exageras zanjó, endureciendo el gesto. Somos gente civilizada. Mónica es la madre de mis niños, nada más. No seas egoísta, Isa, y menos en fiestas. Llegan en una hora.

Se fue como huyendo, antes de que ella pudiera decir nada más. Isabel se quedó de pie, apoyándose en la encimera, sin hambre ni ánimo. No seas egoísta. Esa frase le hirió como nunca. Si algo había intentado en los tres años de matrimonio era ser la esposa perfecta: armonía en casa, facilidades para que Óscar viera a sus hijos, tolerancia infinita a los mensajes de la ex con excusas y caprichos. Y así le pagaban.

Con automatismo cortó las patatas y trató de convencerse de que igual no pasaba nada. Que quizá Mónica sería correcta. Al fin y al cabo, la Nochevieja es tiempo de milagros, ¿no?

El milagro no ocurrió. Justo a cincuenta minutos el timbre sonó. Apenas le dio tiempo a cambiarse la bata por un vestido y darse un toque de maquillaje. Óscar salió disparado, más animado que ella desde que le conoce.

El recibidor pronto se llenó de estrépito. Primero entraron Sergio, de once años, y Mateo, de siete. Zapatos llenos de barro corriendo al salón claro y pulcro que le había costado tanto mantener. Detrás apareció Mónica, majestuosa en un vestido rojo chillón, bolsas enormes entre brazos, y aquele perfume empalagoso invadiendo el hall, anulando el frescor de las mandarinas.

¡Por fin! proclamó, sacudiendo la nieve de su abrigo sobre el suelo. ¡El taxista no soltaba el freno! Óscar, coge las bolsas, hay regalos y Cava, del bueno, no ese del súper que traes a veces.

Isabel, con una sonrisa forzada, salió a saludar.

Buenas noches, Mónica. Hola chicos.

Mónica la evaluó con la mirada, bajando la vista a su vestido negro sencillo.

Hola, Isa… Pues está todo muy cerrado aquí, ¿no? Abre una ventana. Y… mis zapatillas rosas, ¿las guardaste, Óscar? Las dejé cuando vine a por la pensión.

Ahora las busco, Moniquita, ahora contestó él, agachándose ante el armario de zapatos.

Moniquita. Isabel notó la presión. ¿Zapatillas exclusivas para la ex en SU casa? Y él sabía dónde encontrarlas.

Los invitados se instalaron en el salón. Los niños pusieron la tele a todo volumen y brincaron sobre el sofá nuevo, ese que cuidaba como el oro.

Sergio, Mateo, cuidado, por favor… pidió Isabel suavemente.

¡Deja que salten, mujer, que quemen energía! se metió Mónica. Óscar, tráeme un vaso de agua, anda, que muero de sed.

La siguiente hora fue el show de Mónica. Inspeccionó el árbol (En mi época poníamos cosas más alegres), cuestionó la cristalería (¿Hace falta tanto tenedor? Esto no es Buckingham), regañaba y mimaba a los niños a gritos y caricias. Óscar giraba en torno a ella: coge almohada, sube el volumen, baja el volumen, enchufa mi móvil. Con Isabel apenas cruzaba miradas.

Isabel, en silencio, preparaba la mesa sintiéndose una camarera en una fiesta de desconocidos.

Isa, ¿la ensaladilla lleva mortadela? Qué antigua. Óscar siempre la prefiere con atún. No lo sabías, ¿eh? Siempre la hacíamos así.

Llevo tres años haciéndosela igual y ni una queja respondió Isabel desde la cocina golpeando fuerte el cuenco.

Pues será por educación. Ay mi Óscar, se lo come aunque no le guste para no quejarse.

Óscar, desde el quicio, forzó una media sonrisa y calló. No la defendió. Fue la primera señal. La segunda, al sacar el pato dorado del horno.

Que aproveche. Pato con manzana reineta y ciruelas.

Los niños se acercaron, torciendo el gesto.

¡Está quemado! ¡Papá, queremos pizza! gritó Mateo.

Es la corteza intentó Isabel.

Ay, de verdad, los niños a esto no se acostumbran interrumpió Mónica, apartando el muslo con asco. Y eso tan graso… Y ciruelas con carne, ¿a quién se le ocurre? Pide pizza, Óscar, si no te importa, yo tampoco como pato. El estómago…

Óscar la miró como buscando permiso.

Isa, ¿te molestaría pedir una para ellos? Es Nochevieja… Lo traen en media hora.

¿Hablas en serio? He cocinado esto durante horas, y ha estado marinando un día entero. Es mi mejor receta.

Anda, no te lo tomes así intentó abrazarla, Isabel se apartó. Comemos de todo y hay variedad.

Mientras pedía por teléfono, consultaba con Mónica los ingredientes.

Isabel se sentó, atónita. Ése era su hogar, su mesa, y ella desplazada a la esquina mientras su marido debatía toppings de pizza con la mujer que criticaba todo lo que hacía.

Por cierto Mónica se sirvió Cava sin pedir permiso. Óscar, ¿te acuerdas del 2015 en la casa rural? Cuando te disfrazaste de Rey Mago y se cayó la barba. Nos partíamos de risa.

¡Cómo no! rió Óscar, relajado. Y a ti se te rompió el tacón bailando…

Rememoraron anécdotas sin parar, compartiendo risas y miradas. Era su mundo, su pasado, y a Isabel se le hacía nudo en la garganta. Sentía que no existía, invisible ante los tres, un mueble bien puesto.

Los críos corrían y tropezaron con una copa de vino que manchó la inmaculada mantelería planchada por Isabel por la tarde.

Ay, qué desastre saltó Mónica. Óscar, límpialo. Isa, ¿tienes sal? Aunque, la tela tampoco es para tanto…

Isabel se levantó despacio. Ni una mirada de Óscar. Demasiado ocupado cumpliendo órdenes para su antigua familia.

En ese instante, le asaltó la certeza: ya no estaba allí, aunque su cuerpo sí. Para él solo existían Mónica y los niños y una culpa que resolver. Isabel era un elemento útil, invisible.

Marchó del salón silenciosa. Nadie lo notó. Mónica seguía con sus batallitas, Óscar y los niños pendientes de la pizza.

Fue al dormitorio. Oscuro, tranquilo, la luz de la calle filtrándose por la persiana. Sacó una bolsa de deporte. No le temblaron las manos: en frío y con precisión. Vaqueros, jersey de lana, muda limpia, neceser, cargador, DNI. Al vestirse de calle dejó el vestido sobre la cama. En el espejo, una mujer cansada, labios apretados y decisión en la mirada.

Al salir al pasillo, llegó el repartidor de pizza.

¡Pizza! gritaban los pequeños.

Óscar, paga tú, que solo tengo billetes grandes decía Mónica.

Isabel cruzó el recibidor, Óscar de espaldas repartiendo cajas. Aprovechó el bullicio para salir y cerrar suavemente la puerta tras de sí.

En la calle caía nieve sobre Madrid, el bullicio preludio de medianoche se colaba por todas las esquinas. Isabel llamó.

¿Eva, estás despierta?

¡¿Y tú qué crees?! Son las diez y abrimos el Cava. ¿Qué pasa? Te noto la voz rara.

Me he ido de casa. ¿Puedo ir contigo?

¡Por supuesto! ¡Marcos, pon otro juego de cubiertos, Isa viene! ¿Dónde estás? Ahora te pido un taxi.

Cuarenta minutos después, Isabel estaba sentada en una acogedora cocina, arropada por aromas de canela y seguridad. Marcos, discreto, se retiró a ver la tele mientras ellas se abrazaban.

Cuéntame, Eva llenó una taza. ¿Qué pasó?

Isabel relató cada detalle: la inundación, las críticas, los recuerdos compartidos, la cena despreciada.

No es solo que hayan venido… decía, abrazando la taza humeante. Es él. Se volvió un criado. Se olvidó de mí. Era una extraña en mi casa mientras ellos hacían de familia. Si tanto lo necesita aún, ¿qué hago yo ahí?

El típico quedar bien con todos asintió Eva. Quiere agradar a todos y de paso te sacrifica a ti. Si hubieras aguantado, nunca habría cambiado. Mejor así.

El teléfono vibró por primera vez una hora después. Se habían dado cuenta de su ausencia.

Llamaba Óscar. No contestó.

Luego más llamadas. Y mensajes:

¿Dónde estás, Isa?

¿Has salido a por algo? Aquí enfría la pizza.

Contesta, esto no tiene gracia. Los niños preguntan.

¿Te has enfadado? ¿Te has ido? Isa, vuelve, me dejas mal delante de Mónica.

Isabel sonrió con amargura. Mal delante de Mónica, no delante de su esposa.

No le contestes, le aconsejó Eva. Que recoja sus propios platos y atienda a su Moniquita.

Isabel apagó el móvil.

Esa Nochevieja no pidió deseos. Brindó con Eva y Marcos, vio Los Serrano y experimentó un alivio nuevo, como si por fin se hubiera librado de una mochila cargada de años.

El primero de enero amaneció congelado y claro. El olor a café despertó a Isabel en el sofá. Activó el móvil: cincuenta llamadas, veinte mensajes. El tono iba de urgente a lastimero.

Los niños rompieron tu jarrón.

Mónica se quejó del sofá, dice que es duro.

Se han ido. Isa, la casa es un desastre. No sé por dónde empezar.

Isa, cariño, perdóname. He sido imbécil. Llámame.

A mediodía sonó el timbre de Eva. Era Óscar, ojeroso, despeinado, con una camisa arrugada manchada de vino. En la mano, un ramo de rosas, seguramente lo único que pudo encontrar en domingo y a precio de oro.

Eva le cerró el paso en el hall.

¿Qué quieres?

Eva, por favor, llama a Isa. Sé que está aquí. Necesito hablar.

Isabel salió. Al verla, ni pena ni rabia la tocaron. Solo cansancio.

Isa dijo él acercándose, frenado por su mirada gélida. Perdóname. Fue un infierno. En cuanto te fuiste, todo se vino abajo. Mónica mandaba, los niños volcaban el árbol, discutí con ella, la eché a las tres de la mañana y llamé un taxi.

Buscó su mirada.

He comprendido. Fui un cobarde. Temía decepcionarles y te fallé a ti. Tú eres mi hogar. Solo tú. Vuelve. He arreglado la casa… bueno, casi todo.

Isabel miró las rosas, las gotas cayendo al suelo.

No es solo una ofensa. Me has reducido a nada, a criada o mueble. Cualquiera pudo mandar en mi casa, menos yo.

Te juro, nunca más, prometió. Bloquearé a Mónica. Solo hablaré por los niños y en lugares neutros. No habrá más invitados ni llamadas extrañas. Lo cambiaré todo.

Ella no dudó de su sinceridad, pero, ¿podría olvidar la soledad de aquella cena?

Hoy no vuelvo dijo al fin. Me quedaré un par de días con Eva. Reflexiona tú también. No sobre cómo hacerme volver, sino por qué preferiste el pasado a nuestro presente.

Te esperaré susurró él, vencido. Te quiero. Esperaré lo que haga falta.

Dejó el ramo y se fue. Isabel volvió a la cocina donde Eva servía té.

¿Le perdonarás? le preguntó la amiga.

No lo sé, Eva. Quizá con el tiempo. Es buena persona, pero está muy perdido. Si vuelvo, las cosas serán diferentes. Nunca más me dejaré relegar.

Se asomó a la ventana. El barrio, todo cubierto por la nevada, parecía un folio en blanco. Y por primera vez en mucho tiempo supo: la carta de su vida la escribiría ella, no los fantasmas de nadie.

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MagistrUm
Mi marido invitó a su exmujer con los niños a celebrar la Nochevieja y yo hice la maleta y me fui a casa de mi amiga