La jubilada me contó que hacía más de seis años que no veía a su hijo.
¿Desde cuándo no habla contigo tu hijo? le pregunté a mi vecina Y, en ese instante, sentí cómo se me partía el alma.
La última vez fue hace seis años. Después de mudarse con su mujer a la otra punta de Madrid, al principio me llamaba alguna que otra vez, pero después el silencio. Un día compré una tarta de nata para su cumpleaños, fui a visitarlo y en ese momento bajó la mirada y lloró despacio.
¿Y qué ocurrió entonces?
Fue mi nuera quien abrió la puerta, y me soltó que no era bienvenida en su casa. Mi hijo no dijo ni mu, sólo me miró como si hubiera hecho algo malo y luego desvió la vista como quien observa las baldosas viejas. Esa fue la última vez que le vi.
¿Nunca más te ha llamado? Yo no podía creerlo.
Una sola vez le llamé yo, cuando decidí vender mi piso de tres habitaciones y comprarme uno más pequeño, en Chamberí. Por supuesto, le di algo de dinero, unos cuantos miles de euros. Él vino, firmó los papeles, cogió el dinero y nunca volvió a llamar.
¿Te sientes muy sola? ¿O ya has hecho las paces con la soledad? le pregunté a la señora.
Estoy bien, hija. Cuando era joven me quedé sola con mi hijo porque mi marido se fue con otra. Crié al niño sola, con todo el cariño que pudo dar una madre de barrio, con cocidos y meriendas. Luego un día él me soltó que quería irse a vivir solo. Al principio me alegré, pensé que se estaba haciendo mayor, que quería aprender a cuidar de sí mismo.
Pero no era eso. Su novia, Rosario, le insistía en buscar su propio nido para no tener que aguantarme en sus fiestas y risas. Luego, claro, se quedó encinta.
¿Me lo cuentas así, sin más? ¿No te duele que te deje sola en esta edad? No pude ocultar mi asombro.
A todo se acostumbra una. La verdad, aquí estoy bien en mi casa nueva. Tengo dinero de sobra para todo. Cada mañana me despierto, pongo la cafetera, salgo al balcón y tomo mi café mirando cómo despierta la Gran Vía. Antes, de joven, sólo soñaba con poder dormir hasta tarde, porque encadenaba turnos en la limpieza, en Hostelería. Soñaba con envejecer rodeada de familia, pero supongo que la vida me quería enseñar la soledad.
¿Y por qué no adoptas un animal? A lo mejor, con compañía peluda, sería menos gris.
Ay, cariño, hasta los gatos se van de casa cuando les da la gana. Y no me atrevo con un perro; no sé si mañana seguiré aquí para cuidarle. No puedo traer a mi vida a quien después no pueda proteger. Ya hice bastantes tonterías por amor en mi juventud
La señora luchó por mantener la compostura, pero al final se rindió y rompió a llorar.
Hijos, nunca abandonéis a vuestros padres. Sois parte de ellos, y cuando se marchan, una parte vuestra también lo hace.







