La finca de la discordia: la hija que recuperó lo que era suyo — Ksyusha, entiende la gravedad de la situación —Valentín Borísovich se frotó el puente de la nariz y suspiró con pesadez—. Marina lleva dos meses comiéndome la cabeza. Se ha encaprichado de un programa educativo en Chipre para Denis, nuestro hijo. Dice que el chaval necesita un buen comienzo, mejorar el inglés. ¿Pero de dónde saco el dinero? Ya sabes que ahora mismo estoy fuera de juego. Ksyusha alzó lentamente la mirada hacia su padre. —¿Y has decidido que vender la finca es la mejor solución? —preguntó con voz suave. —¿Y qué otra cosa? —el padre se animó, inclinándose hacia ella—. La finca está sin uso. Marina ni va; le aburre, los mosquitos… Ni sabe que ya no está a mi nombre. Piensa que la pondremos en venta y nos cambiará la vida. Eres una chica lista, Ksyu. Hagamos esto: ahora la vendes oficialmente. Recuperas hasta el último céntimo de lo que me diste hace diez años. Y el resto, lo que haya subido con el mercado, me lo das a mí. Como familia. Tú no pierdes nada, ¿verdad? Recuperas tu dinero y ayudas a tu padre. El padre se presentó sin avisar. En los últimos años casi no se hablaban—él tenía otra familia desde hacía tiempo, con sus propios asuntos, y la hija mayor no encajaba en sus prioridades. Ksyusha sospechaba que venía a pedir dinero, otra vez. Pero esta vez la propuesta era, como mínimo, extraña. —Papá, ¿recuerdas lo que pasó hace diez años? —dijo Ksyusha tras escucharle—. Viniste pidiendo dinero para una operación y la recuperación. ¿Te acuerdas? Valentín Borísovich frunció el ceño. —¿Para qué remover el pasado? Ya me curé, gracias a Dios. —¿Pasado? —Ksyusha sonrió irónicamente, negando con la cabeza—. En aquella época tenía ahorrado justo para la entrada de un piso. Había trabajado los fines de semana, sin vacaciones y recortando en todo. Y entonces llegaste tú. Sin trabajo, ahorros, pero con Marina y Denis. ¡Te llevaste todos mis ahorros! —¡Estaba desesperado, Ksyusha! ¿Qué otra opción tenía? ¿Dejarme morir en la calle? —Yo te ofrecí ayuda —continuó ella, ignorando su réplica—. Pero te dije la verdad: tenía miedo de quedarme sin dinero ni techo si te pasaba algo. Tienes heredera legal, Marina. Ella no me dejaría ni asomar por la finca. Recuerda cómo negociamos una semana. Te indignó que te pidiera un recibo. “¿Cómo puedes desconfiar de tu propio padre?” Solo quería garantías. —¡Y te las di! —la interrumpió Valentín Borísovich—. Firmamos la compraventa, la finca fue tuya. Te la vendí por un precio simbólico, lo que costó el tratamiento. Acordamos que yo la usaría y, cuando pudiera, te la recompraría. —Han pasado diez años —sentenció Ksyusha—. Diez, papá. ¿Alguna vez me hablaste de recomprarla? ¿Me devolviste algo? No. Veraneaste allí, plantaste tomates, disfrutaste de la chimenea que yo pagaba. Los impuestos, el arreglo del tejado… todo a mi cargo. Viviste como señor, mientras yo pagaba la hipoteca. Valentín Borísovich se enjugó el sudor. —No trabajé, Ksyu… Ya sabes, tras la quimio, la edad, que no me cogen en ningún sitio. Marina… es muy sensible; la oficina la mata. Vivimos de sus ventas por internet, y apenas llegamos. —¿Sensible? —Ksyusha empezó a caminar de un lado a otro—. Y yo, ¿acaso insensible? ¿Yo podía machacarme en dos trabajos para pagar mi piso y tu “balneario” de verano? ¿Y ahora queréis vender MI finca para mandar al nene a Chipre? ¡Mi finca, papá! ¡Mía! —Formalmente, sí, tuya. Pero fue una solución temporal. ¡Soy tu padre! ¡Te di la vida! ¿Vas a pelear por unas hectáreas cuando tu hermano necesita un impulso? —¿Hermano? —Ksyusha se detuvo en seco—. Solo lo he visto dos veces. ¡Nunca me felicitó ni el cumpleaños! ¿Y Marina se preocupó alguna vez por mí? Sigo pagándolo todo y ella piensa que eres rico, que solo tuviste mala suerte unos años. ¡Le mentiste diez años, papá! Valentín Borísovich bajó la mirada. —Solo quería evitarle disgustos. Es tan emocional, habría montado un drama si supiera que la finca era tuya. —¿Drama por “llevarte el patrimonio fuera”? —¡No te agarres a las palabras! —gritó el padre, perdiendo los nervios—. ¡Es una gran oportunidad! La finca vale cinco veces más. El mercado disparado. Recuperas tus tres millones del tratamiento. ¡Es justo! Y el resto, siete millones, para mí. Necesito poner a Denis en marcha, arreglarle la dentadura a Marina, cambiar el coche… El viejo está destrozado. Tú esos siete millones ni los notarás, tienes piso en Madrid y todo solucionado. ¡Ayuda a tu familia! Ksyusha ya no reconocía a aquel hombre que le contaba cuentos de niña. —No —le cortó seca. —¿Cómo que no? —preguntó boquiabierto. —No vendo la finca. Y menos te voy a dar dinero “de más”. La finca es mía, por derecho y por justicia. Viviste diez años sin pagar, te recuperaste y disfrutaste del campo. Considéralo mi pensión alimenticia para ti. Ahí termina mi deuda. —¿Hablas en serio? —la cara de Valentín Borísovich se puso roja—. ¿Vas a dejar a tu padre sin nada? ¡Si no fuera por mí, ni existiría esa finca! ¡La construyó tu abuelo! —Exacto, el abuelo. Se revolvería en la tumba si supiera que quieres malvender la casa familiar para cursos dudosos en Chipre de un chico de diecinueve años que no ha trabajado nunca. —¡Ksyusha, recapacita! —se puso en pie, gritando—. ¡Me lo debes todo! ¡Te crié! Si no cediste, ¡lo contaré todo! ¡Marina vendrá y hará escándalo! ¡Iremos a juicio! ¡Anularemos la venta! ¡Fue un abuso de debilidad! ¡Te aprovechaste de mi enfermedad! Ksyusha sonrió con amargura. —Inténtalo, papá. Tengo recibos de la clínica y transferencias a tu nombre. El contrato de compraventa lo firmaste en pleno uso de tus facultades, ante notario y ya en remisión. Por cierto, Marina se llevará una sorpresa cuando sepa que vendiste la finca antes de que Denis empezara el colegio. ¿No le decías que era tu herencia? —Ksenia… —El tono del padre se hizo lastimero—. Hija, por favor. Marina pasa un muy mal momento… Si se entera, me deja. Es quince años más joven, solo está conmigo por estabilidad. Sin finca, sin dinero, no le intereso. ¿Eso quieres para tu padre, acabar vagando? —¿Pensabas en eso los últimos diez años? —Ksyusha ya bullía de rabia—. ¿Cuando no trabajabas? ¿Cuándo permitías que Marina se endeudara? ¿Cuándo prometías el oro y el moro, contando con mi dinero? —¿Así que no vas a ayudar? —el padre se irguió—. “Hija”, llamabas. Pa’ qué te eduqué… —Vete a casa, papá. Cuenta la verdad a Marina. Es la única manera de salvar algo de dignidad. —¡Atrágantate con la finca! —escupió Valentín Borísovich, saliendo de la cocina—. Pero olvídate: ¡ya no tienes padre! ¿Me oyes? ¡Olvídame! Se fue, y Ksyusha esbozó una sonrisa: como si alguna vez lo hubiera tenido. Su padre la abandonó cuando tenía siete años. *** La llamada llegó el sábado por la mañana. Número desconocido. —¿Sí? —¿Ksenia? —Reconoció enseguida la voz de la madrastra—. ¿Quién te crees que eres, mocosa? ¿Crees que no sabemos cómo engañaste a Valik? ¡Nos lo ha contado todo! Le metiste los papeles cuando seguía atontado tras la anestesia. —Marina, buenos días —respondió Ksenia calmada—. Si quiere hablar, hágalo sin gritos. —¿Buenos días? ¡Tenemos la demanda lista! Nuestro abogado dice que la compraventa no vale nada, te aprovechaste de la enfermedad de tu padre y te quedaste con la casa familiar a precio de risa. ¡Te dejaremos en la calle! —Marina, escúcheme bien. Sé que Valentín Borísovich le ha contado su versión. Pero tengo pruebas de que el dinero fue para su tratamiento. También tengo todos sus mensajes estos diez años agradeciéndome que mantuviera la finca y le permitiera vivir allí. Ahí pone bien claro: “Gracias, hija, por no abandonarme, por dejar la finca en buenas manos”. ¿Adivina qué dirá el juez? Silencio al otro lado; Marina no esperaba semejante preparación. —Eres una desalmada —masculló—. ¿No te basta tu piso? ¿Vas a dejar a tu hermano sin nada? ¡Denis tiene que estudiar! —Denis debería buscar trabajo —cortó Ksyusha—. Como hice yo a su edad. Y usted, Marina, debería saber la verdad. ¿Se acuerda de las “acciones” de su marido? —¿Qué acciones? —tembló la voz de Marina. —Las que nunca existieron. Solo le daba el dinero que yo le transfería creyendo que eran dividendos. Revise su historial bancario si duda. Le engañó, usaba mis ayudas tu “marido enfermo”. Yo endeudada, pensando que salvaba a un padre. Solo ahora lo sé todo. Marina colgó. Aquella noche, Ksyusha recibió un mensaje de su padre. Solo tres palabras: “Lo has estropeado todo”. *** No contestó. Unos días después, los vecinos de la finca le contaron que Marina había montado un escándalo. Gritaba y tiraba las cosas del marido por la ventana de la casa, hasta que llegó la policía. Resultó que Marina, segura de la inminente venta, había pedido un crédito enorme para “el futuro” de su hijo. Valentín Borísovich se tuvo que marchar. Marina pidió el divorcio al descubrir el engaño. El hijo, Denis, acostumbrado a la buena vida, tampoco le apoyó y se fue con su novia diciendo que “el viejo se lo buscó”. Ksyusha no sabe dónde está su padre. Ni quiere saberlo.

Lucía, que tienes que entender que la cosa está fatal soltó Ricardo Cortés mientras se frotaba el puente de la nariz, lanzando un suspiro de esos que sólo salen cuando ya no puedes más. A Verónica le tengo la cabeza como un bombo desde hace dos meses.

Que si ha visto no sé qué programa de estudios para Alejandro en Málaga nuestro hijo, claro.

Insiste en que el chaval necesita una buena base, mejorar el inglés. ¿Pero de dónde saco yo el dinero?

Tú ya sabes que ahora mismo estoy de manos cruzadas.

Lucía levantó la vista despacio, mirándolo con calma.

¿Y entonces piensas que vender la casa del pueblo es lo mejor? preguntó en voz baja.

¿Y qué voy a hacer si no? se animó Ricardo, echándose hacia adelante. La casa está muerta de risa. Verónica nunca va, dice que allí se aburre, que si los bichos…

Ni sabe que ya no es mía en los papeles. Cree que la vamos a vender y que con eso, arreglado.

Mira, tú eres lista. Mira, te propongo esto: la vendes tú, legalmente. Te quedas con lo tuyos, los euros que me diste hace diez años ¡al último céntimo!, y el resto, lo que haya ganado con el subidón de precios, me lo das. Como familia.

No sales perdiendo, ¿verdad? Recuperas lo tuyo y ayudas al viejo.

Ricardo se apareció sin avisar. Hacía años que hablaban poco ya hacía tiempo que tenía segunda mujer y otro hijo, y en ese puzzle Lucía encajaba poco.

Ella sospechaba que no venía por nada bueno. Creía que pediría más dinero, pero la propuesta era rara, como poco.

Papá, ¿y no te acuerdas de lo que pasó hace diez años? le cortó Lucía con sequedad cuando acabó de hablar. Cuando me dijiste que necesitabas el dinero para la operación, para ponerte bien.

¿Te acuerdas?

Ricardo puso cara de fastidio.

Para qué sacar esas cosas ahora. ¡Si al final me curé, gracias a Dios!

¿Viejas historias? Lucía sonrió torciendo el cuello. Yo tenía ahorrado lo de cinco años trabajando, para la entrada de un piso.

Los findes me mataba a trabajar, ni vacaciones, ahorrando como una hormiguita. Y entonces apareciste tú. Sin trabajo, sin ahorros, pero con Verónica y tu hijo Alejandro.

Y me lo llevaste todo.

¡Estaba desesperado, hija! ¿Qué iba a hacer, tirarme debajo de un tren?

Te ofrecí ayuda, sí siguió Lucía, sin apenas mirarlo. Pero te lo dije claro: me daba pánico quedarme sin nada si te pasaba algo.

Tu esposa legítima es Verónica. Estoy segura de que no me dejaría ni cruzar la verja de la casa del pueblo.

Nos tiramos una semana discutiendo, ¿recuerdas? No querías firmar recibos, te ofendías.

«¿Cómo puedes desconfiar de tu padre?»

Yo sólo quería garantías, nada más.

Bueno, ¡y las tuviste! cortó Ricardo. Hicimos el contrato, la casa pasó a ser tuya.

¡Si te la vendí por nada, sólo por el dinero de la operación!

El acuerdo era: yo la seguía usando, y si volvía a tener dinero, la recompraba.

Han pasado diez años, papá. Ni una sola vez has hablado de recomprar. Ni un euro. Tú viviendo allí todos los veranos, con tus tomates, tu leña que pagaba yo.

El IBI, las reparaciones de la cubierta hace tres años, todo a mi cargo.

Y tú allí como rey mientras yo pagaba la hipoteca.

Ricardo sacó un pañuelo y se secó la frente.

Es que, hija, yo después de la quimio estuve fatal, luego la edad, ya no me cogían en ningún lado.

Y Verónica ella es muy sensible, su trabajo la agobia

Vivimos de los trapicheos en Internet que hace, vamos justitos.

¿Muy sensible ella, y yo qué? Lucía se puso de pie y empezó a dar vueltas por la cocina. ¿Yo soy de piedra, no?

¿Yo puedo tener dos curros, pagar la hipoteca y encima costearte tu balneario en el pueblo?

¿Y ahora Verónica se quiere pulir la casa para mandar al nene a Málaga?

¡Mi casa, papá! ¡La mía!

Bueno, Luciaílla, formalmente sí, es tuya. Pero sabes que era por mientras.

¡Soy tu padre! ¿Me vas a poner pegas por cuatro paredes, cuando tu hermano necesita arrancar?

¿Mi hermano? Lucía se paró en seco. Le he visto dos veces en la vida.

Nunca me ha llamado para felicitarme el cumpleaños. ¿Y Verónica? ¿Le ha importado cómo llegué a fin de mes estos años?

Verónica sigue pensando que tienes empresas y barcos y que solo estás temporalmente fuera de juego.

Le has mentido diez años, papá.

Ricardo bajó la mirada, culpable.

Quería protegerla Si se entera de que no tengo ni casa, monta una.

¿Protegerla, a costa de quién?

¡No seas puntillosa con las palabras! Ricardo ya gritaba. Es un buen trato. La casa ha quintuplicado el precio. Te llevas tus trescientos mil euros de la operación ¡que es justo!, ¿no? y el resto, setecientos mil, para mí.

Alejandro necesita marchar, Verónica arreglar los dientes, y el coche que está para el desguace.

Tú esos setecientos mil ni los notarás, vives en Madrid, tienes piso y de todo.

Hazlo por la familia.

Lucía lo miraba, ya sin reconocerlo. ¿Dónde estaba el padre que le leía cuentos?

No.

¿Cómo que no? Ricardo se quedó de piedra.

La casa no se vende. Y menos aún te voy a dar extras.

Esa casa es mía, legal y moralmente.

Llevas allí una década rehabilitándote, disfrutando del campo. Considera todo lo que gasté como mi aportación de hija.

Y hasta aquí hemos llegado.

¿Estás diciendo en serio? la cara de Ricardo se puso colorada. ¿Vas a dejar sin nada a tu padre?

¡Si no fuera por mí, esa casa ni existiría! ¡La construyó tu abuelo!

Justo por eso. Abuelo y se revolvería en la tumba si supiera que vas a malvenderla para pagar un cursillo dudoso a un chaval que con diecinueve años no ha trabajado nunca.

¡Lucía, por favor! y se levantó de golpe. ¡Me lo debes! Soy tu padre, te crié. Si no accedes voy voy a contar por ahí lo mala que eres. Se lo diré todo a Verónica y vendrá aquí a hacerte la vida imposible. ¡Os llevaremos a juicio! ¡Y declaramos nulo el contrato! ¡Negocio usurero! ¡Te aprovechaste de mi enfermedad!

Lucía esbozó una sonrisa amarga.

Adelante, papá. Tengo todas las facturas del hospital. Todas las transferencias a tu nombre.

Y el contrato firmado ante notario, cuando estabas perfectamente recuperado.

Verónica va a alucinar cuando sepa que vendiste la casa antes de que Alejandro empezara el cole.

¿No le habías dicho que era tu herencia?

Lucía su voz se volvió lastimera, casi de súplica. Por favor. Verónica ahora está en un momento muy delicado…

Si se entera, me echa de casa. Tiene quince años menos que yo; si no hay estabilidad, ni casa, ni dinero, yo sobro.

¿Quieres que acabe en la calle?

¿Y no pensabas en eso cuando llevabas diez años en paro? ¿Ni cuando permitiste que Verónica se endeudara? ¿Ni cuando le prometías el oro y el moro a costa de mí?

Así que nada, ¿eh? Ricardo se cuadró. Menuda hija he criado

Vete, papá. Y cuéntale a Verónica la verdad. Es lo único decente que te queda.

¡Pues quédate con tu casa, ávariciosa! escupió Ricardo al pasar de largo. Pero que lo sepas: ya no tienes padre. ¡Olvídate de mí!

Se fue, y Lucía se rió por lo bajo. Como si alguna vez lo hubiera tenido.

Ricardo se largó cuando ella tenía siete años.

***

La llamada llegó un sábado temprano. Número desconocido.

¿Sí?

¿Lucía? Instantáneamente reconoció la voz de Verónica, su madrastra. Pero bueno, ¿quién te crees que eres, niñata?

Tu engañaste a Ricardo, ¿te crees que no lo sé? ¡Nos lo ha contado todo!

Le metiste papeles cuando todavía salía del quirófano, ni entendía lo que firmaba.

Buenos días, Verónica respondió Lucía con calma. Si quieres hablar, que sea sin gritos.

¿Buenos días? ¡Si ya tenemos la demanda lista! Mi abogado dice que esa venta se anula en dos patadas. Te aprovechaste de la enfermedad de tu padre para quitarle la casa familiar por cuatro duros.

¡Vas a acabar en la calle!

Escúchame, Verónica.

Comprendo que Ricardo te haya contado su versión. Pero yo tengo todas las pruebas de que el dinero fue para su tratamiento.

Y además, tengo mensajes suyos de estos diez años, agradeciéndome que yo mantuviera ese santuario y le dejara vivir allí.

En todos pone: Gracias, hija, por no dejarme tirado, por cuidar de la casa.

¿Tú crees que un juez diría otra cosa?

Se hizo el silencio. Verónica no lo esperaba.

Eres una egoísta masculló. ¿No tienes bastante con tu piso? ¿También quieres dejar sin nada a tu hermano? ¡Alejandro necesita estudiar!

Alejandro puede ir a currar cortó Lucía. Igual que hice yo con su edad.

Y tú, Verónica, deberías saber la verdad. Esas acciones que decía tener ¿recuerdas?

¿Acciones? la voz de Verónica tembló.

Las que nunca existieron. Iba tirando del dinero que le enviaba yo, y te vendía la moto como si fueran rendimientos de inversión.

Mira su cuenta y verás que no miento. Tu marido te ha mentido. Llevaba años pidiéndome dinero poniendo de excusa su salud.

Yo sólo quería ayudarle a vivir, a curarse; y me enteré de todo hace poco.

Verónica colgó. Aquella tarde, Lucía recibió tres palabras de Ricardo: Lo has fastidiado.

***

Lucía no respondió. Unos días después, unos vecinos del pueblo le contaron que Verónica había montado un espectáculo.

Gritaba y lanzaba los trastos de Ricardo por la ventana de la casa hasta que vino la Guardia Civil.

Se supo que Verónica, tan convencida de que iba a vender la casa, se había metido en un crédito enorme para el futuro de Alejandro.

Ricardo tuvo que irse. Verónica pidió el divorcio, tras descubrir el alcance de sus mentiras.

Y Alejandro claro, ni se inmutó: se largó a casa de su novia, diciendo que él se lo había buscado.

Ricardo, a día de hoy, Lucía no sabe dónde está. Ni piensa preocuparse.

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MagistrUm
La finca de la discordia: la hija que recuperó lo que era suyo — Ksyusha, entiende la gravedad de la situación —Valentín Borísovich se frotó el puente de la nariz y suspiró con pesadez—. Marina lleva dos meses comiéndome la cabeza. Se ha encaprichado de un programa educativo en Chipre para Denis, nuestro hijo. Dice que el chaval necesita un buen comienzo, mejorar el inglés. ¿Pero de dónde saco el dinero? Ya sabes que ahora mismo estoy fuera de juego. Ksyusha alzó lentamente la mirada hacia su padre. —¿Y has decidido que vender la finca es la mejor solución? —preguntó con voz suave. —¿Y qué otra cosa? —el padre se animó, inclinándose hacia ella—. La finca está sin uso. Marina ni va; le aburre, los mosquitos… Ni sabe que ya no está a mi nombre. Piensa que la pondremos en venta y nos cambiará la vida. Eres una chica lista, Ksyu. Hagamos esto: ahora la vendes oficialmente. Recuperas hasta el último céntimo de lo que me diste hace diez años. Y el resto, lo que haya subido con el mercado, me lo das a mí. Como familia. Tú no pierdes nada, ¿verdad? Recuperas tu dinero y ayudas a tu padre. El padre se presentó sin avisar. En los últimos años casi no se hablaban—él tenía otra familia desde hacía tiempo, con sus propios asuntos, y la hija mayor no encajaba en sus prioridades. Ksyusha sospechaba que venía a pedir dinero, otra vez. Pero esta vez la propuesta era, como mínimo, extraña. —Papá, ¿recuerdas lo que pasó hace diez años? —dijo Ksyusha tras escucharle—. Viniste pidiendo dinero para una operación y la recuperación. ¿Te acuerdas? Valentín Borísovich frunció el ceño. —¿Para qué remover el pasado? Ya me curé, gracias a Dios. —¿Pasado? —Ksyusha sonrió irónicamente, negando con la cabeza—. En aquella época tenía ahorrado justo para la entrada de un piso. Había trabajado los fines de semana, sin vacaciones y recortando en todo. Y entonces llegaste tú. Sin trabajo, ahorros, pero con Marina y Denis. ¡Te llevaste todos mis ahorros! —¡Estaba desesperado, Ksyusha! ¿Qué otra opción tenía? ¿Dejarme morir en la calle? —Yo te ofrecí ayuda —continuó ella, ignorando su réplica—. Pero te dije la verdad: tenía miedo de quedarme sin dinero ni techo si te pasaba algo. Tienes heredera legal, Marina. Ella no me dejaría ni asomar por la finca. Recuerda cómo negociamos una semana. Te indignó que te pidiera un recibo. “¿Cómo puedes desconfiar de tu propio padre?” Solo quería garantías. —¡Y te las di! —la interrumpió Valentín Borísovich—. Firmamos la compraventa, la finca fue tuya. Te la vendí por un precio simbólico, lo que costó el tratamiento. Acordamos que yo la usaría y, cuando pudiera, te la recompraría. —Han pasado diez años —sentenció Ksyusha—. Diez, papá. ¿Alguna vez me hablaste de recomprarla? ¿Me devolviste algo? No. Veraneaste allí, plantaste tomates, disfrutaste de la chimenea que yo pagaba. Los impuestos, el arreglo del tejado… todo a mi cargo. Viviste como señor, mientras yo pagaba la hipoteca. Valentín Borísovich se enjugó el sudor. —No trabajé, Ksyu… Ya sabes, tras la quimio, la edad, que no me cogen en ningún sitio. Marina… es muy sensible; la oficina la mata. Vivimos de sus ventas por internet, y apenas llegamos. —¿Sensible? —Ksyusha empezó a caminar de un lado a otro—. Y yo, ¿acaso insensible? ¿Yo podía machacarme en dos trabajos para pagar mi piso y tu “balneario” de verano? ¿Y ahora queréis vender MI finca para mandar al nene a Chipre? ¡Mi finca, papá! ¡Mía! —Formalmente, sí, tuya. Pero fue una solución temporal. ¡Soy tu padre! ¡Te di la vida! ¿Vas a pelear por unas hectáreas cuando tu hermano necesita un impulso? —¿Hermano? —Ksyusha se detuvo en seco—. Solo lo he visto dos veces. ¡Nunca me felicitó ni el cumpleaños! ¿Y Marina se preocupó alguna vez por mí? Sigo pagándolo todo y ella piensa que eres rico, que solo tuviste mala suerte unos años. ¡Le mentiste diez años, papá! Valentín Borísovich bajó la mirada. —Solo quería evitarle disgustos. Es tan emocional, habría montado un drama si supiera que la finca era tuya. —¿Drama por “llevarte el patrimonio fuera”? —¡No te agarres a las palabras! —gritó el padre, perdiendo los nervios—. ¡Es una gran oportunidad! La finca vale cinco veces más. El mercado disparado. Recuperas tus tres millones del tratamiento. ¡Es justo! Y el resto, siete millones, para mí. Necesito poner a Denis en marcha, arreglarle la dentadura a Marina, cambiar el coche… El viejo está destrozado. Tú esos siete millones ni los notarás, tienes piso en Madrid y todo solucionado. ¡Ayuda a tu familia! Ksyusha ya no reconocía a aquel hombre que le contaba cuentos de niña. —No —le cortó seca. —¿Cómo que no? —preguntó boquiabierto. —No vendo la finca. Y menos te voy a dar dinero “de más”. La finca es mía, por derecho y por justicia. Viviste diez años sin pagar, te recuperaste y disfrutaste del campo. Considéralo mi pensión alimenticia para ti. Ahí termina mi deuda. —¿Hablas en serio? —la cara de Valentín Borísovich se puso roja—. ¿Vas a dejar a tu padre sin nada? ¡Si no fuera por mí, ni existiría esa finca! ¡La construyó tu abuelo! —Exacto, el abuelo. Se revolvería en la tumba si supiera que quieres malvender la casa familiar para cursos dudosos en Chipre de un chico de diecinueve años que no ha trabajado nunca. —¡Ksyusha, recapacita! —se puso en pie, gritando—. ¡Me lo debes todo! ¡Te crié! Si no cediste, ¡lo contaré todo! ¡Marina vendrá y hará escándalo! ¡Iremos a juicio! ¡Anularemos la venta! ¡Fue un abuso de debilidad! ¡Te aprovechaste de mi enfermedad! Ksyusha sonrió con amargura. —Inténtalo, papá. Tengo recibos de la clínica y transferencias a tu nombre. El contrato de compraventa lo firmaste en pleno uso de tus facultades, ante notario y ya en remisión. Por cierto, Marina se llevará una sorpresa cuando sepa que vendiste la finca antes de que Denis empezara el colegio. ¿No le decías que era tu herencia? —Ksenia… —El tono del padre se hizo lastimero—. Hija, por favor. Marina pasa un muy mal momento… Si se entera, me deja. Es quince años más joven, solo está conmigo por estabilidad. Sin finca, sin dinero, no le intereso. ¿Eso quieres para tu padre, acabar vagando? —¿Pensabas en eso los últimos diez años? —Ksyusha ya bullía de rabia—. ¿Cuando no trabajabas? ¿Cuándo permitías que Marina se endeudara? ¿Cuándo prometías el oro y el moro, contando con mi dinero? —¿Así que no vas a ayudar? —el padre se irguió—. “Hija”, llamabas. Pa’ qué te eduqué… —Vete a casa, papá. Cuenta la verdad a Marina. Es la única manera de salvar algo de dignidad. —¡Atrágantate con la finca! —escupió Valentín Borísovich, saliendo de la cocina—. Pero olvídate: ¡ya no tienes padre! ¿Me oyes? ¡Olvídame! Se fue, y Ksyusha esbozó una sonrisa: como si alguna vez lo hubiera tenido. Su padre la abandonó cuando tenía siete años. *** La llamada llegó el sábado por la mañana. Número desconocido. —¿Sí? —¿Ksenia? —Reconoció enseguida la voz de la madrastra—. ¿Quién te crees que eres, mocosa? ¿Crees que no sabemos cómo engañaste a Valik? ¡Nos lo ha contado todo! Le metiste los papeles cuando seguía atontado tras la anestesia. —Marina, buenos días —respondió Ksenia calmada—. Si quiere hablar, hágalo sin gritos. —¿Buenos días? ¡Tenemos la demanda lista! Nuestro abogado dice que la compraventa no vale nada, te aprovechaste de la enfermedad de tu padre y te quedaste con la casa familiar a precio de risa. ¡Te dejaremos en la calle! —Marina, escúcheme bien. Sé que Valentín Borísovich le ha contado su versión. Pero tengo pruebas de que el dinero fue para su tratamiento. También tengo todos sus mensajes estos diez años agradeciéndome que mantuviera la finca y le permitiera vivir allí. Ahí pone bien claro: “Gracias, hija, por no abandonarme, por dejar la finca en buenas manos”. ¿Adivina qué dirá el juez? Silencio al otro lado; Marina no esperaba semejante preparación. —Eres una desalmada —masculló—. ¿No te basta tu piso? ¿Vas a dejar a tu hermano sin nada? ¡Denis tiene que estudiar! —Denis debería buscar trabajo —cortó Ksyusha—. Como hice yo a su edad. Y usted, Marina, debería saber la verdad. ¿Se acuerda de las “acciones” de su marido? —¿Qué acciones? —tembló la voz de Marina. —Las que nunca existieron. Solo le daba el dinero que yo le transfería creyendo que eran dividendos. Revise su historial bancario si duda. Le engañó, usaba mis ayudas tu “marido enfermo”. Yo endeudada, pensando que salvaba a un padre. Solo ahora lo sé todo. Marina colgó. Aquella noche, Ksyusha recibió un mensaje de su padre. Solo tres palabras: “Lo has estropeado todo”. *** No contestó. Unos días después, los vecinos de la finca le contaron que Marina había montado un escándalo. Gritaba y tiraba las cosas del marido por la ventana de la casa, hasta que llegó la policía. Resultó que Marina, segura de la inminente venta, había pedido un crédito enorme para “el futuro” de su hijo. Valentín Borísovich se tuvo que marchar. Marina pidió el divorcio al descubrir el engaño. El hijo, Denis, acostumbrado a la buena vida, tampoco le apoyó y se fue con su novia diciendo que “el viejo se lo buscó”. Ksyusha no sabe dónde está su padre. Ni quiere saberlo.