Al filo de este verano
Trabajando en la biblioteca municipal de Valladolid, Inés siempre había sentido que su vida era, en el mejor de los casos, monótona. Últimamente apenas iban lectores; casi todos preferían buscar información en Internet. Se entretenía cambiando de sitio los libros y quitando el polvo de las viejas estanterías. Sin embargo, la mayor ventaja de su trabajo era que había devorado una cantidad desorbitada de novelas de todo tipo: romanticas, filosóficas Y al cumplir los treinta, se dio cuenta de que precisamente eso, la romántica, se le había escapado por completo.
A esa edad ya era hora de tener una familia. No era especialmente atractiva, su empleo estaba mal pagado, y nunca había considerado cambiarlo; en definitiva, se conformaba. A la biblioteca iban sobre todo estudiantes universitarios, algún que otro jubilado y, muy de vez en cuando, algún adolescente despistado.
Hacía poco se había presentado a un concurso bibliotecario a nivel regional casi por inercia, sin expectativas. Nadie se sorprendió más que ella cuando ganó el primer premio: un viaje pagado de dos semanas a la costa del Mediterráneo.
¡Qué maravilla! Sin falta voy, le contó ilusionada a su amiga y a su madre. Con mi sueldo, ni soñándolo podría permitírmelo, y ahora, de repente, la suerte me sonríe.
El verano ya tocaba su fin. Inés paseaba sola por la arena de una playa desierta; la mayoría de turistas preferían ese día resguardarse en los chiringuitos, porque el mar estaba especialmente agitado. Era su tercer día allí y necesitaba un rato a solas, para pensar y dejar volar la imaginación.
De golpe, vio cómo una ola arrastraba desde el espigón a un chico al mar. Sin pensarlo, corrió a ayudarle. Por fortuna, no estaban lejos de la orilla. Inés no era una gran nadadora, pero desde niña sabía mantenerse a flote. Las olas empujaban y, al mismo tiempo, la dificultaban la tarea de arrastrar al chico hasta tierra firme. Por fin, consiguió ponerle a salvo.
Con el vestido pegado al cuerpo, miró al joven y se sorprendió.
Pero si es casi un crío, como mucho tendrá catorce años pensó, solo que es alto, incluso más que yo.
Le preguntó:
¿Pero cómo se te ocurre bañarte en este tiempo?
El chico se puso en pie, le dio las gracias y se marchó tambaleándose. Inés se encogió de hombros y lo vio alejarse silenciosamente. Al día siguiente, al despertarse en el hotel, sonrió. Hacía un día espléndido, el cielo brillaba intensamente y el mar, un azul limpio, devolvía las disculpas por el espectáculo de la tarde anterior.
Tras desayunar, Inés volvió a la playa, donde se dejó acariciar por el sol. Después, cuando el calor aminoró, se acercó a un pequeño parque de atracciones y, viendo una caseta de tiro, decidió entrar. De joven era muy buena disparando, pero falló el primer tiro. Al segundo, en cambio, acertó de lleno.
Hijo, mira, así es como se debe disparar escuchó una voz masculina a su espalda. Al girarse, reconoció al chico del día anterior.
Él también la reconoció y se ruborizó. Parecía que su padre no sabía nada del incidente en el mar. Inés sonrió de manera cómplice.
¿Nos da una clase magistral? preguntó el hombre, alto y de aspecto agradable. Mi hijo Alejandro es un desastre con esto, y yo también, a decir verdad.
Tras aquello, los tres pasearon juntos, compartieron helado en una terraza y se subieron a la noria. Al principio ella pensó que pronto se uniría la madre de Alejandro, pero nadie apareció. El padre, que se presentó como Javier, resultó ser muy interesante y cada minuto le parecía más agradable la conversación con él.
¿Desde hace mucho estás de vacaciones aquí, Inés?
No, esta es mi primera semana, aún me queda otra más.
¿Y de dónde eres, si no es indiscreción?
Casualmente, resultó que padre e hijo vivían también en Valladolid. Rieron al descubrir la coincidencia.
Fíjate, en la ciudad nunca nos cruzamos, y en Benidorm mira tú por dónde decía Javier sonriendo a Inés, a quien encontraba simpática y tranquila.
Alejandro se animó al darse cuenta de que Inés no tenía intención de contar nada de lo ocurrido en el mar. Al despedirse esa noche, Javier y él la acompañaron al hotel y quedaron en verse al día siguiente en la playa.
Inés llegó la primera a la playa; sus nuevos amigos tardaron casi una hora en aparecer.
Buenos días escuchó la voz de Javier. Perdónanos, Inés, de verdad. No te imaginas, pero se nos pasó poner la alarma y nos quedamos dormidos.
Papá, voy al agua dijo Alejando, y se adentró en el mar.
¡Espera, pero si tú no sabes nadar! gritó Inés, alarmada.
¿Cómo que no? preguntó Javier, sorprendido. Nada de maravilla, incluso compite en la escuela.
Inés se calló, todavía desconcertada. Quizá lo del otro día solo fue un susto
Los días siguientes fueron casi mágicos. Cada mañana se encontraban en la playa, por la tarde iban de excursión y por la noche paseaban. Inés tenía la inquietud de que Alejandro llevaba alguna preocupación a cuestas. Sabía que padre e hijo se alojaban en el hotel de al lado.
Finalmente, un día, Alejandro fue solo a la playa.
Buenos días. Mi padre está algo mal, le ha subido la fiebre. Yo le he dicho que tú me puedes echar un ojo, si no te importa le dijo sonriendo. Espero no molestar.
¿Me das el número de tu padre? Así le llamo él lo dictó rápidamente.
Llamó a Javier, que contestó:
Buenos días Bueno, no tan buenos, me temo. Ahora además de fiebre, tengo tos. Cuida un poco del chaval, por favor, te lo agradecería.
No te preocupes, intentaré que no se meta en líos, y luego me paso a verte prometió Inés.
Cuando salieron del agua, Alejandro se tumbó en la hamaca junto a ella y de repente dijo:
Sabes, eres una verdadera amiga.
¿De dónde sacas eso?
Gracias por no contarle a mi padre lo del otro día. La verdad es que me asusté. La ola me empujó desde el espigón, y aunque sé nadar, me puse nervioso.
De nada respondió Inés con dulzura. Tras un breve silencio, se atrevió a preguntar: Alejandro, ¿y tu madre? ¿Por qué estáis solos?
Él se quedó callado, dudando. Finalmente, le contó lo que le preocupaba, con ese aire de madurez propia de quien ha tenido que crecer antes de tiempo.
Javier, por trabajo, viaja mucho. Cuando salía de viaje, Alejandro se quedaba con su madre, Marta. Habían parecido una familia unida y feliz, pero era sólo apariencia. Marta había dejado de amar a Javier, aunque nadie se dio cuenta hasta que fue demasiado tarde.
Un día, Javier anunció:
Me mandan a Madrid a un curso tres semanas. Si todo sale bien, me ascienden y ganaremos bastante más
A él le pareció que Marta incluso se alegró. Pronto empezó a recibir visitas; una tarde le dijo a Alejandro:
Hoy vienen unos amigos, mi colega Marcos y su hija Lucía. Tengo que trabajar un rato con él, así que ¿por qué no te llevas a Lucía a dar una vuelta?
Lucía, mayor que él, era una chica avispada y, aunque al principio le pareció una carga, luego no se lo pasó mal paseando por el Campo Grande y tomando helado. Su madre, insólitamente, le dio cincuenta euros para que “quedase bien”, cifra que jamás le había dado antes.
Antes de que su padre regresara, Lucía le confesó:
Menos mal que vuelve tu padre, porque me estoy cansando de “distraerte”. Mis padres están divorciados y pasando los días discutiendo la herencia… Por lo menos, tu madre y el mío se lo pasan bien juntos mientras tanto.
A Alejandro le dolió oír eso, aunque ya tenía sospechas. Cuando Javier volvió, notó un ambiente tenso y a su madre distante. Finalmente, la verdad estalló sola.
Sí, te engaño, ¿y qué? oyó decir a su madre una noche que volvió de baloncesto.
Nada, solo voy a pedir el divorcio. Alejandro se queda conmigo, tú ni siquiera le necesitas.
Haz lo que quieras contestó Marta. Yo hago mi vida con Marcos.
Al día siguiente, Alejandro se quedó en la cama hasta tarde. Su madre hacía la maleta y su padre, en silencio, trabajaba en el ordenador. Oyó la puerta cerrarse tras Marta.
Javier intentó explicarle lo ocurrido, pero Alejandro se adelantó:
Papá, no hace falta que me digas nada, ya lo sé todo. Te quiero mucho. Quiero quedarme contigo.
Eres ya mayor, hijo le acarició el pelo. Si quieres ver a tu madre, no hay problema, pero que sepas que estamos juntos en esto.
De momento, Alejandro no sentía deseo de ver a su madre todavía. Esa tarde, Inés y él fueron a visitar a Javier, llevándole fruta. Al día siguiente ya estaba restablecido y prometió volver a la playa.
Tres días después, Javier y Alejandro tenían que regresar a casa, mientras Inés se quedaba unas jornadas más. El verano se acababa. Se despidieron con promesas de volverse a ver. Javier le prometió a Inés recogerla en la estación, y Alejandro no podía dejar de sonreír.
Inés no planeaba nada, pero leía y releía los mensajes de Javier, que le aseguraba que la echaba de menos y la esperaba con ilusión. Pronto, Inés se mudó al piso de Javier y Alejandro. Parecía que Alejandro era el más feliz de todos, porque por fin sentía que aunque el pasado pueda hacer daño, siempre puede empezar otra etapa, más luminosa, con personas que de verdad nos valoran.
Porque la vida, como aprendieron aquel verano al borde del mar, está llena de nuevos comienzos solo para los valientes que se atreven a salir de su rutina y abrir el corazón.







