Esto no es tu casa
Elena recorrió con tristeza la casa en la que había crecido desde niña. A sus dieciocho años, ya sentía que la vida le había dado tantas patadas que hasta el zapatero del barrio se compadecería. ¿Por qué la suerte tenía que cebarse justo con ella? Su abuela había fallecido, no consiguió entrar a la universidad, y todo por culpa de la chica que se sentaba a su lado en los exámenes. Aquella listilla se copió descaradamente y, para colmo, fue la primera en entregar el examen, susurrando algo al oído del profesor antes de salir. Este, frunciendo el ceño, se dirigió a Elena, pidió que mostrara sus respuestas y terminó expulsándola por copiar. Por supuesto, nada pudo hacer para demostrar su inocencia. Más tarde se enteró de que la susodicha era hija de un empresario adinerado local. Vamos, que ni hablar con esa gente.
Y así, después de tanta faena, le apareció de golpe su madre, acompañada de dos hermanos y un nuevo marido. ¿Dónde demonios habrían estado todos estos años? A Elena la crió su abuela Carmen, mientras que su madre apenas estuvo con ella hasta los cuatro años. Y de esos pocos recuerdos, ni uno agradable. Durante años, mientras su padre trabajaba, su madre se largaba de fiesta, dejándola sola. Casada, y aún seguía buscando un hombre de verdad, sin cortarse un pelo, ni entonces, ni después de la muerte repentina del padre de Elena.
Viuda, la madre Isabel lloró lo justito. Cogió sus cosas, dejó a su hija de cuatro años en el portal de la casa materna y, tras vender el piso heredado, desapareció como el Guadiana. Por mucho que abuela Carmen intentara molestarle la conciencia, ni caso.
Isabel aparecía de vez en cuando, pero lo de ejercer de madre no era lo suyo. Una vez, cuando Elena tenía doce años, trajo consigo a su hijo pequeño, Gonzalo, y exige a la abuela que ponga la casa a su nombre.
¡No, Isabel, ni hablar! le soltó la abuela con contundencia.
¡Bah, si total, cuando me mueras será mía igual! replicó Isabel a bocajarro, mirando a su hija de reojo mientras reunía a Gonzalo y se marchaba, dando un portazo que casi tiró la casa.
¿Por qué cada vez que viene acabáis siempre a gritos? preguntó Elena a su abuela tras el espectáculo.
Porque tu madre es una egoísta, hija. Algo debí de hacer mal, que la cría me ha salido una pieza… contestó Carmen, resoplando de rabia.
La enfermedad de la abuela llegó sin avisar. Siempre tan activa, jamás se quejaba ni de un dolor de muelas. Pero un buen día Elena vuelve del instituto y encuentra a su Carmen, pálida y ociosa en una mecedora del balcón, un espectáculo tan insólito como un político honesto.
¿Te pasa algo, yaya? preguntó nerviosa.
No me encuentro muy allá… Llama a una ambulancia, Elena, cariño pidió con una calma que dio más miedo aún.
Después vinieron el hospital, los goteros y la muerte. Los últimos días de Carmen fueron en la UCI, y Elena ni siquiera pudo verle. Desesperada, acabó llamando a su madre, que al principio se hacía la sueca, pero cuando Elena le dijo que su abuela estaba muy grave, aceptó venir aunque solo llegó para el entierro. Y a los tres días ya le clavó el testamento bajo la nariz:
¡Esta casa ahora es mía y de mis hijos! En nada llegará Óscar. Sé que no te caes bien con él, así que búscate sitio una temporada en casa de tu tía Gloria, ¿vale?
Ni gota de lamento en la voz. Más bien parecía aliviada de que Carmen por fin estirase la pata y ella se quedase con el chiringuito.
Elena, destrozada por la pena, no tuvo fuerzas para oponerse, y el testamento era más claro que el Santiago y cierra, España. Así que vivió una temporada con la tía Gloria, hermana de su padre. Pero entre que la tía era un culo inquieto y jamás perdía la esperanza de pescar un viudo interesante, Elena no soportaba el desfile de amigos ruidosos y medio achispados constantemente en el salón. Para colmo, alguno empezó a lanzarle miradas que rozaban el delito, y Elena se sentía cada vez más incómoda.
Fue a contarle sus penas a su novio Pablo, y su reacción la dejó a cuadros, pero le animó mucho:
¡Vamos, lo que faltaba, que encima esos vejestorios te miren como un bocadillo! contestó él, y con sus recién estrenados diecinueve se puso serio como un funcionario sellando papeles. Esta misma tarde hablo con mi padre. Tenemos un piso pequeño a las afueras, y me dijo que cuando entrara a la universidad podría vivir allí. Yo he cumplido, ahora le toca a él.
No entiendo qué pinto yo en esto tartamudeó Elena.
¿Cómo que qué pintas tú? ¡Pues que viviremos los dos juntos allí!
¿Y tus padres van a estar de acuerdo?
¡No les queda otra! Mira, esto es casi una pedida formal: ¿te casas conmigo y vivimos juntos en el piso?
A Elena casi se le saltan las lágrimas del subidón:
¡Por supuesto que sí!
Cuando su tía se enteró de la boda casi hizo una paella de celebración. Su madre, sin embargo, se puso roja de la rabia:
¿Te vas a casar? ¡Vaya, qué lista eres! Como no entraste en la universidad, te buscas maneras de salir adelante… Que sepas que no te daré ni un euro. ¡Y esta casa es mía! ¡No te quedas con nada!
Aquellas palabras le dolieron más que una pedrada. Pablo, entre lágrimas de su novia, apenas pudo entender lo que le contaba. No obstante, se la llevó a su casa, donde sus padres la recibieron como a una hija, con tarta de manzana y mucho mimo.
Andrés, el padre de Pablo, escudriñó la historia con mirada de Sherlock patrio y, tras escuchar todas las calamidades sufridas por Elena en unos pocos meses (más que algunos en toda una vida), negó con la cabeza:
¡Pobrecita mía! ¿Pero qué clase de persona puede decir esas cosas? exclamó la madre de Pablo indignada.
A mí me intriga una cosa… dijo Andrés pensativo. ¿Por qué tu madre está tan obsesionada con la casa, si hay un testamento y todo el rato te lo restriega?
Ni idea…sollozó Elena. Siempre discutía por la casa con la abuela. Al principio pedía venderla y quedarse con el dinero, después exigiendo ponerla a su nombre. Y la abuela no quería. Decía que si lo hacía nos quedaríamos en la calle.
Qué raro. Oye, ¿has ido al notario tras fallecer tu yaya?
No, ¿para qué? contestó Elena, sorprendida.
Para reconocer tus derechos de heredera.
Pero la heredera es mi madre. Yo solo soy la nieta. Y mi madre tiene el testamento. Lo he visto, me lo enseñó.
Es un poco más complicado dijo Andrés. Después del finde vamos juntos al notario. Mientras, descansa.
Algún día después, Elena se vio de nuevo con su madre, que le trajo papeles para que firmara; pero Pablo se interpuso:
¡No va a firmar nada!
¿Y tú quién eres para meterte? bronqueó Isabel, más áspera que un limón.
Soy su futuro marido y creo que podría hacerle daño. Así que Elena no firmará ni el catálogo del Carrefour.
Isabel explotó, pero como no logró su objetivo, el asunto sólo confirmó las sospechas de Andrés.
Dicho y hecho, a la semana siguiente Andrés acompañó a Elena al notario:
Tú haz caso, pero revisa todo muy bien antes de firmar, ¿eh? le avisó.
Por suerte, el notario era formal como un juez. Tomó la solicitud de Elena y al día siguiente les comunicó que tenía abierto expediente de herencia. Resultó que Carmen había dejado una cuenta bancaria con unos ahorrillos para los estudios de la nieta. Elena ni lo sabía.
¿Y sobre la casa? preguntó Andrés, también muy pendiente.
Pues la propiedad está a nombre de la señorita desde hace años: una donación en vida. No hay más documentos.
¿Cómo que donada? abrió los ojos Elena.
Su abuela lo tramitó aquí hace años. Ahora que ya eres mayor de edad, eres la única dueña y puedes hacer lo que quieras con la casa.
¿Y el testamento?
Ese es más antiguo y fue revocado después. Es probable que tu madre no lo sepa. Así que la vivienda es tuya, con todos los papeles en regla.
Se confirmaron así las sospechas de Andrés.
¿Y ahora qué hago? preguntó Elena, como si le hablara la Virgen del Pilar.
¿Cómo que qué? Comunícale a tu madre que la casa es tuya y que debe irse.
¡Pero que no se va ni aunque venga la Guardia Civil! ¡Encima ha embalado mis cosas para echarme!
Pues para eso están los municipales.
Al enterarse, Isabel montó en cólera:
¡Pero será desagradecida! ¡Echando a su madre a la calle! ¡Vete tú si tanto te molesta! ¿Me vas a convencer con tus cuentos? Seguro que Pablo y su padre te llenan la cabeza de tonterías. ¡Mira que son iguales! ¡Yo tengo un papel que dice que la casa es mía! ¡Que la herencia es mía!
¡Eso, así que largaos, que os parto las piernas si volvéis a aparecer! añadió Óscar, el otro hijo, con más chulería que el primo de Zumosol. Andrés y Elena ni se inmutaron.
Oiga, joven, que por amenazas como ésa puede acabar declarando delante del juez respondió Andrés, con toda la educación de un notario, pero firme.
¿Tú quién eres para decirme nada? ¡La casa se vende! ¡Vienen compradores hoy mismo!
Pero en vez de compradores, llegaron los municipales. Analizaron la situación y les dieron un ultimátum: fuera de la vivienda o denuncia al canto. Isabel, su marido y los hermanos se fueron bufando, pero no tuvieron otra. Elena pudo por fin volver a su casa. Pablo, viendo el percal, decidió mudarse con ella, por si el marido de Isabel tenía alguna ocurrencia creativa.
Y acertó, porque Isabel y Óscar siguieron dando la lata mucho tiempo. Al enterarse de la existencia de la cuenta bancaria, la madre fue directa al notario para reclamar su parte. Y lo consiguió: le tocó una parte de la herencia, pero de la casa, ni rastro. Isabel dejó de molestar sólo después de hablar con todos los abogados habidos y por haber. Al final, se fue con toda su familia y no volvió a contactar jamás con Elena.
Elena y Pablo se casaron y, el verano siguiente, ella por fin entró en la universidad, en la carrera de sus sueños. En tercero, fue madre primeriza. Agradecida a Pablo y a sus suegros por todo el apoyo en los momentos más chungos, pudo al fin decir que era una persona feliz.
Autora: Odeta
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El Misterio
La casita era vieja, pero estaba la mar de cuidada. Y no había estado vacía ni el tiempo justo para que se le colara ni un ratón. ¡Menos mal! pensó Marisol. Siendo mujer soltera en plena edad de merecer, ya bastante tengo. No soy de esas castizas recias, que son capaces de clavar clavos, frenar caballos y sacar niños de una casa incendiada, todo sin despeinarse.
Subió al porche, sacó la llave del bolso y abrió el candado como quien desvela un secreto en el pueblo.
***
A Marisol le había dejado la casa doña Eulalia, una tía abuela lejana más seca que la tarima de un tablao. Lo curioso es que apenas se conocían, familia de esas de árbol genealógico loco. Vete tú a saber qué mecanismo misterioso funciona en la cabeza de los centenarios. Porque Eulalia, según los cálculos de Marisol, rozaba el siglo bien pasado. Era algo así como su tía abuela segunda o quizá una prima lejana, ni ella misma lo tenía claro. Lo que sí, Marisol era modista y cocinillas.
De pequeña, Marisol había venido un par de veces a la casa de Eulalia, y ya entonces la señora era mayor que Matusalén. Pero siempre prefirió vivir sola y nunca pidió nada a nadie. Hasta que un día, sin armar escándalo, se murió.
Cuando llamaron a Marisol desde el pueblo de Enigma y le dijeron que su abuelita había fallecido, tardó en darse cuenta de que se referían a Eulalia. Y ni de broma sospechó que le dejaría a ella la casita con sus mil metros de terreno.
¡Toma regalo para la jubilación! bromeó su marido, Miguel.
Caramba, para la jubilación todavía me falta un rato. ¡No soy tan mayor! protestó Marisol. Si apenas tengo cincuenta y cuatro. Y como sigan alargando la edad de jubilación, me pillan en el asilo. Así que esto es, simplemente, un regalo. Pero tampoco entiendo por qué. De hecho, ni sabía que Eulalia seguía viva hasta hace nada. Pensaba que se había ido con San Pedro hace años. Pero mira, en estos tiempos, mejor recibir que rechazar.
¡O vender! se frotó las manos Miguel.
***
Menos mal que no la vendieron. Bastaron un par de meses tras convertirse Marisol en terrateniente para llevarse otro regalito, este mucho menos agradable. Resulta que su querido Miguel se dejó llevar por eso de el diablo sabe más por viejo que por diablo y se lió con otra. Ya ves tú. Canas al viento, tentaciones viejas y corazones traviesos…







