Querido diario,
Hoy he vuelto a escuchar la frase de mi madre: «En casa ajena no metas la nariz». La anciana de la familia había dejado claro lo que necesitábamos: el piso de tres habitaciones en el centro de Madrid, con reforma incluida, era imprescindible para nosotros. Yo, María, lo repetía una y otra vez, sin poder ocultar la frustración que sentía. Ya nadie estaba en casa, así que la discusión parecía terminar, pero la herida seguía abierta.
«Esa», añadió mi marido, Antonio, con un suspiro cansado, mientras el eco de mis quejas resonaba en la sala. «Mi hermana Irene lo merece más que cualquiera». Ella había cuidado a la abuela cuando ya no podía caminar, hacía la compra, pagaba la luz y el agua, y la llevaba al hospital. Yo, que estaba siempre en casa, le había propuesto ayudar, pero él solo me miraba como si fuera una inútil.
«¡Tengo tres hijos! exclamó mi hermana, Carmen. Y tú querías que yo, una anciana, fuera la culpable de todo».
Antonio respondió con sarcasmo: «Dos van al colegio, el tercero al guardería, y tú pasas el día en casa. Si hubieras echado una mano a la abuela, el piso ya habría sido nuestro. Así que deja de contar el dinero ajeno y, si te falta, busca trabajo. Con un empleo podríamos comprar algo más grande».
Carmen, indignada, replicó: «¿Y tú, que no puedes ganar nada, me empujas a trabajar?». La verdad es que Antonio gana bastante, pero ella nunca supo ahorrar. Todo lo gastaba en caprichos sin pensarlo dos veces.
«Basta, tema cerrado», dijo Antonio, golpeando el vaso de sopa sin tocarlo. «Se me ha ido el apetito. Y no vuelvas a decir que mi hermana tuvo mucha suerte; ella se ganó la herencia con su esfuerzo».
Yo apenas respondí, solo se me formó una mueca. ¿Cómo podía merecerlo? A los veinte años, Irene había conseguido ese piso, mientras Tomás, mi cuñado, apenas tenía una casa modesta comprada antes de casarse, con sus tres hijos. Yo siempre decía que mis hijos necesitaban más espacio, una habitación propia, sobre todo la mayor, que ya tenía trece años. Pero compartía la casa con su hermana pequeña, que apenas tenía cinco. ¿Cómo explicarle a una niña que hay cosas que no se pueden tocar? Además, Lidia mi otra hija siempre dejaba todo tirado por todos lados, lo que tampoco ayuda.
Yo deseaba con todas mis fuerzas mudarme al piso. Los niños eran la excusa perfecta; esperaba que la anciana, con su buena conciencia, nos dejara usar la vivienda. Pero nunca ocurrió.
Entonces supe que la abuela estaba gravemente enferma y que le quedaba poco tiempo de vida. La esperanza renació, pero la idea de cuidar de ella fue rechazada por Tomás, que alegó no tener tiempo.
«¿Te sorprende que el testamento favorezca a Irene? intervino la amiga de Tomás. ¿De verdad crees que la vivienda debía ir a ti? No hiciste nada para conseguirla». Me recordó que la abuela había pedido que la llevaran a su casa y la cuidaran, y que quizá ya estaba todo listo para mudarme.
Yo protesté: «¿Cómo vamos a acoger a otra persona? A ella le preocupa la tranquilidad».
«Yo tampoco le daría la bienvenida. Cinco personas más, tres niños, no cabe en una sola vivienda», replicó Antonio. «Sal al mercado laboral; en la empresa hay una vacante, podríamos conseguir una hipoteca y el dinero sobrante».
Murmuré entre dientes: «Pensaré», y colgué. La conversación nunca se volvió a lo que había esperado: en vez de consejos útiles, solo encontré acusaciones. ¿Cómo le iba a decir a Irene que renunciara al piso? No quería aceptar una propuesta de intercambio. Cuando le hablé, Irene se negó rotundamente a escucharme, diciendo que cumpliría al pie de la letra la última voluntad de la abuela.
Intenté volver a hablar con Antonio, pero estalló una pelea. Por primera vez, gritó con tal furia que incluso los niños se asustaron. La pequeña Cristiana lloró desconsolada y Lidia, con los ojos muy abiertos, nos miraba sin comprender.
«¡Basta! exclamó Antonio. No daré ni un centavo más. Yo compraré los alimentos y la ropa de los niños; tú procura tus caprichos trabajando». Esa misma noche se fue a casa de sus padres y ni siquiera volvió a nuestra puerta.
Yo, por mi parte, seguía pensando en la vivienda como una necesidad vital. El deseo de mudarme a ese piso parecía más urgente que nunca, aunque la lógica me decía que todo era una ilusión.
Pasó el tiempo y una sombra se acercó a la calle desierta donde regresaba Irene. Un hombre robusto, con una sonrisa siniestra, la abordó.
«¡Vaya, Irene! dijo. Sabes lo que quiero, ¿no? No te preocupes, no te voy a obligar a nada». Él exigía dinero que, según él, otro ya le había pagado para que ella renunciara al piso. Irene, temblorosa, solo asintió. El tipo la golpeó ligeramente en la mejilla y le prometió que, si hacía lo que él pedía, no volverían a cruzarse. Si no, pasarían noches desagradables.
Irene corrió a casa con el corazón latiendo a mil por hora, llamando a su hermano Óscar, quien había escuchado el timbre.
«Óscar, ¿estás metido en esto? sollozó. ¿Quieres también ese piso?».
Óscar, sorprendido y asustado, la tranquilizó, prometiendo llegar en diez minutos. Condujo a toda velocidad, sin importarle las multas, porque la seguridad de su hermana valía más que cualquier sanción.
Cuando llegó, escuchó la historia completa y comprendió la gravedad del asunto. Decidió denunciar al hombre y presentar una denuncia formal. Dijo que en cada esquina de la ciudad había cámaras y que el agresor sería atrapado rápidamente.
Al día siguiente, la policía tomó mi testimonio, aunque yo seguía sin saber quién había contratado al hombre. El caso se abrió y, pese a mi negación, se empezó a investigar. Los niños dejaron de hablarme y el divorcio se consumó con rapidez.
Todo este caos me ha dejado una lección amarga: en la lucha por lo que creemos justo, a veces nos convertimos en peones de juegos que no comprendemos. Ahora, mientras escribo estas líneas, intento encontrar paz en medio del torbellino que ha sido mi vida familiar.
Hasta mañana.







