Vacaciones (insoportables) con la familia caradura: Poniendo los puntos sobre las íes entre primos, reproches, cenas incómodas y el aguante que se agota en un “hotel” de mala muerte

¡Que llevo dos semanas aguantando, Sergio! ¡Dos semanas metidos en esta cuadra que llaman hotel!
¿Y para qué dijimos que sí?
Porque mamá lo pidió, Lucía. A Inés le hace falta descansar, que la pobre tiene una vida muy dura, repitió mi hermano imitando la voz de mamá.
Pues sí, la vida de la tía Inés no era de envidiar, pero Lucía por más que lo intentaba, no le salía la compasión. Nada de nada.
Inés, la hermana de mamá por parte de madre, siempre había sido la pariente pobre, a la que todos debían algo.
La maleta no cerraba ni a la de tres. Lucía apretaba la tapa con la rodilla, intentando encajar la cremallera que, en un acto de traición, volvía a abrirse escupiendo una orilla de la toalla playera.

Detrás de la delgada pared de aglomerado (a la que en este cutre alojamiento tenían el descaro de llamar pared), llegaban los gritos de Diego, el niño de seis años de la tía Inés.

¡No quiero papilla! ¡Quiero croquetas! chillaba el chiquillo como si lo estuvieran intentando meter en una marmita hirviendo.

Acto seguido, sonó un golpe sordo, tintineo de platos y la voz rasposa y lánguida de la propia Inés:

Venga, cariño, anda, una cucharadita por mamá.

Carmen, baja al Carrefour a por unas croquetas, que el niño se nos desespera.
Yo tengo las piernas como si hubiera subido el Mulhacén a la pata coja.

A Lucía se le quedó la mano en el pestillo. ¿Carmen? ¡Ya verás que su madre va a salir corriendo!

Sergio, el hermano de Lucía, se sentaba en la única silla medio coja del minúsculo cuarto, mirada clavada en el móvil, sin intención alguna de recoger ni una braga suelta.
Su bolsa estaba en la esquina, como la había soltado el primer día.

¿Lo oyes? susurró Lucía, señalando a la pared del drama. Ya vuelve a mandar a mamá de recados.
Carmen, tráeme, Carmen, pásame. ¡Mamá va a salir volando en cualquier momento!

Ni caso, gruñó Sergio sin levantar la vista. Mañana nos largamos.

¡Dos semanas llevo soportando, Sergio! ¡Dos semanas en este cuchitril al que llaman hotel!
¿Pero por qué aceptamos, de verdad?

Que porque mamá lo pidió. A Inés le hace falta descansar, pobrecita mía, con la desgracia que tiene encima, imitó Sergio a la perfección.

Lucía se dejó caer al borde de la cama las miserables cuerdas suplicaron clemencia.
La vida de Inés era digna del drama más lacrimógeno de la televisión, pero Lucía ni pizca de lástima sentía, y punto.
Siempre había sido la pobre de la familia, la eterna persona a subsidiar.

Primero perdió una criatura recién nacida una tragedia de la que sólo se hablaba en voz baja.
Después vino el marido, que tenía más afición al vino tinto de la cuenta y, como era de esperar, se fundió de amor etílico hace un par de años.

Ahora Inés criaba a dos niños de padres distintos y toda la troupe vivía con la abuela. Bueno, y con el hombre ideal de turno ya iban por el octavo candidato al premio Príncipe de Asturias.

Trabajar, lo que se dice trabajar, no era algo para la tía Inés. Ella, convencida, pensaba que había nacido para embellecer el mundo y padecer las desgracias ajenas, y para mantener semejante espectáculo estaban el resto, en especial la madre de Lucía Carmen, que según la hermana era una especie de banco central con piernas y saldo infinito.

Lucía se asomó por la ventana.
Vistas de lujo: cubos de basura y una tapia desconchada del vecino.
La idea de este viaje fue de mamá: Venga, todos juntos, en familia, que a Inés hay que animarla.
Animar significaba pagar la mayoría de las plazas, comprar la compra y cocinar para el rebaño, mientras Inés y su amigacha, una tal Paqui (con la que hizo piña a la media hora de piscina y cutresol), se dedicaban al noble arte del tumboning.

Anda, ponte algo le dijo Lucía al hermano. Esta tarde toca cena de despedida.

***

El restaurante, como era de esperar, no lo escogieron ellos.

Inés avisó que quería cenar por todo lo alto.
El local, bastante pijo, estaba en el paseo marítimo. Juntaron dos mesas porque, claro, la manada era de consideración, pandilla lo llamaba Lucía en su cabeza.

Inés, desbordando lentejuelas de su vestido apretadísimo, presidía la mesa acompañada por su amiga Paqui una señora estridente y morena, con pelo más decolorado que la tarta de Santiago en agosto.

¡Camarero! bramó Inés, sin mirar la carta. ¡Pon lo mejor que tengas! Unas raciones, unas ensaladitas y ese vino tinto bueno, un jarroncito.

Carmen, la madre de Lucía, acurrucada al extremo, sonreía inocente y tenía pinta de no haber pegado ojo desde la verbena del pueblo.
Llevaba dos semanas de sirvienta: que si Diego hace un drama, que si a Inés le duele algo, que si Laura se aburre.

Mamá, cómete el pescado, que tenías ganas le animó Lucía bajito.

De eso nada, hija, ¡que es carísimo! se excusó Carmen. Unas aceitunas y ya está. Que disfrute tu tía, que bastante ha sufrido este año.

A Lucía le subió la sangre a las orejas. Sufrimiento, dice. ¡Y un jamón!
A su lado, Diego, el pequeño monarca de seis años, aporreaba el plato con la cuchara.

¡Dame de comer! ordenó, sin levantar la mirada del iPad.
Y allá que fue la madre, dejando la charla con Paqui y embutiendo cucharadas de puré en la boca del heredero.

Vamos, mi solete masculló con vocecita de dibujos animados. Come, que tienes que crecer mucho.

Eh, ¿tiene seis años y no sabe usar el tenedor? soltó Lucía, sin poder contenerse.

Silencio glaciar en la mesa. Inés giró la cabeza lento.

Y tú, querida sobrina, ¿quién te ha dado vela en este entierro? escupió. Ten hijos primero, luego nos das lecciones.
Mi niño tiene una sensibilidad especial, ¡necesita cuidados!

Lo que necesita son límites, no tanto iPad en la mesa le respondió Lucía. Cada vez que le dices no, se pone a berrar. Estáis criando un pequeño dictador.

¡Ay, que me da la risa! intervino Paqui, dándole una palmada en la mano a Inés. ¡Si la oyes, psicóloga de libro nos ha salido!
¡Las niñas enseñando a las gallinas! Hija, que no has salido del cascarón y ya quieres aconsejar a los mayores.

Lucía, por favor, calla suplicó la madre, tirándole del jersey. No estropees la velada, que estamos de cena.

La noche se hizo eterna. Inés y Paqui despotricando a voz en grito sobre maridos infames, vecinas escandalosas y lo mal que está el mundo para las mujeres sufridas.
Laura pasaba del drama, absorta en el móvil y soltando bufidos de desprecio de vez en cuando. Diego, en modo espectáculo, exigía postres gritando, y las otras, venga a pedirle el helado más grande.

Al llegar la cuenta, Inés puso cara de susto:

Uy, que me he dejado la cartera en la habitación, Carmen. ¿Pones tú y al llegar a casa te lo pago? Prometido, eh.

Ya, lo que tú digas, pensó Lucía, viendo a su madre sacar la tarjeta sin rechistar.
Una escena repetida como el padrino en la tele.

***

Volvieron al hostal tras la una. Lucía se metió directa en la ducha para quitarse la pegajosidad del día (y de la compañía).
Del grifo salían hilos de agua, tan pronto hirviendo como puro hielo.

Al salir, se encaminó a su cuarto, pero frenó al escuchar cotilleo a todo volumen desde la cocina.

¿Has visto a la pavisosa esa? relinchó Paqui. ¡Toda la noche con la cara de vinagre!
Que si el niño no sabe comer solo.

¿A ti qué te importa, tontuela? ¡Que no has visto mundo, niña!
Si no es por ti, Carmen, estaría recogiendo aceitunas en vez de haciendo pucheros en restaurantes.

Altanera, vacía, sin novio ni oficio ni beneficio, sólo ganas de dar la nota.
Lucía aguantó la respiración.

Le latía el corazón en la garganta, esperando que al menos su madre saltase.
Que dijera: Paqui, cállate la boca, no hables así de mi hija. Que saliera al menos de la cocina con dignidad.

Pero lo que sonó fue el suspiro resignado de Inés y luego:

Ay, no me hables, Paqui. Tiene una mezcla… Menuda cruz. Toda la genética del padre, que también son así, creídos.
No como los míos. Laura será dura, pero es un amor. Y la otra… Nos mira como si fuésemos basura. Se me atraganta el helado si la tengo delante.

Eso es, Carmen. ¡Te la tendrías que haber puesto firme a tiempo!
Ahora, mírala: reina destronada, que ni caso te hace.

Si fuera mía, ya estaría apañando la maleta para que se largase a la vida real.
Lucía apoyó la frente en el marco.
Su madre, muda.

Ahí estaba ella, compartiendo té (o lo que fuera según el olor), escuchando cómo le daban cera a su única hija.

De pronto, Lucía irguió la espalda y pegó un portazo al abrir la cocina.

Silencio.

El trío se quedó quieto ante la mesa de plástico, desbordando restos de ensaladilla y botellas vacías.
Inés con el vestido reventado bajo la axila, Paqui roja y sudorosa y su madre, achicando las cervicales ante la bronca.

¿Así que soy una niña vacía? dijo Lucía, voz firme.
Y tú, tía Inés, ¿la del alma grande?

Inés se le atragantó el sorbete. Paqui, de pie, cuadrándose como si fuera Ramos listo para rematar córner.

¿Qué haces aquí espiando, mocosa? gruñó. ¿Qué quieres, meter la oreja?

No tengo que espiar: gritáis tanto que os oye hasta el revisor del tren dijo Lucía avanzando y mirando fijo a Inés. ¿Cómo va ahora ese trozo de pan, tía? ¿Del pescado que pagó mamá también se te hacía bola?
¿O entraba sin problema?

¡Qué desagradecida! gritó la tía, colorada. Aquí estoy cuidándoos y tú criticando.
Podría ser tu madre y me hablas así, ¡para eso que te atragantes con tus billetes!

No te critico por el dinero, sino por tu cara de palo Lucía explotó. Toda la vida a la chepa de mamá: un marido, otro, inventos y desgracias inventadas.
Mamá matándose para pagarte el verano, ¡y tú apuñalando por la espalda!
Tu hija es una macarra adolescente que le falta encima limpiarse los pies ¿y me das lecciones?
Tu niño es un teatrero consentido y tú no sabes decir no más que a la vida.

La tía, boquiabierta. Se le casqueó la lengua del shock.

¡Lucía! chilló Carmen, levantándose. ¡Basta ya! ¡Vete a tu cuarto!

No, mamá, no pienso. La mirada de Lucía tenía tanta tristeza que Carmen se frenó. Tú aquí, sentada mientras dejan mi nombre por tierra, y no dices ni mu.
¿Así es como me defiendes?

Paqui se incorporó, puños en alto.

Ya está bien, niñata, te vas a enterar de lo que es respeto…

Se abalanzó pero la mano de Sergio interceptó la de Paqui al aire.

Tócale un pelo y te falta país murmuró él. Tía Inés, id haciendo las maletas. Nosotros nos vamos.

¿Nosotros? chilló Inés al perder autoridad. ¡No me voy ni loca! ¡Quedan dos días pagados!
Carmen, ¡tus hijos están majaretas! ¡Agredir a las personas así!

Y por fin Carmen reaccionó.
Se acercó a Lucía, zarandeándola entre gritos y lágrimas.

¡¿Por qué lo haces?! ¡Podías estar en tu cuarto!
Nos dejaste en evidencia. ¡Esto es familia, Lucía! ¡Qué vergüenza!

Lucía, con calma, retiró las manos de su madre.
Algo por dentro le hizo clic para siempre.

No me da vergüenza, mamá susurró. Vergüenza debería darte a ti, por dejar que nos aplasten así.

Dio media vuelta y salió. Sergio tras ella.

En el cuarto, maletas mudas. Solo los lloros teatrales de Inés al otro lado, guarnecida por Paqui: menudos desalmados, decían.
Laura quejándose de que no la dejan dormir.

Salimos al alba decía Sergio cerrando la cremallera. No hay buses hasta mañana.
Mejor para mí Lucía, metiendo el rímel en la bolsa. Prefiero banco en la estación que quedarme un minuto más en este pesebre.

¿Y mamá?

Lucía se quedó paralizada con la camiseta en la mano.

Mamá ya eligió. Prefiere consolar a su hermana.

***
Lucía no habla con su madre, y Sergio tampoco. A la fecha, siguen sin perdonarla.
Carmen ha llamado varias veces, diciendo que si piden disculpas a la pobrecita de Inés está dispuesta a perdonarles, pero ni Lucía ni Sergio quieren ese tipo de reconciliación ni en pintura.

Ya han tenido bastante.
Si a la madre le gusta vivir pendiente de la hermana, toda suya.
Ellos, por su parte, encantados sin familia gorrona y sin sentirse de atrezzo.

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MagistrUm
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