Mientras vendemos el piso, podrías quedarte un tiempo en la residencia de mayores sentenció la hija.
Carmen contrajo matrimonio ya entrada en años. La verdad, llevaba mucho tiempo sin fortuna en el amor y, pasada la cuarentena, no albergaba esperanzas de hallar, según sus propios criterios, a un hombre que mereciese la pena.
Ángel, de cuarenta y cinco, se presentó ante ella como un pretendiente curtido: había pasado por varios matrimonios y tenía tres hijos, a quienes, por recomendación judicial, había cedido su piso en Alcalá de Henares.
De ahí que Carmen, tras deambular unos meses de alquiler en alquiler, terminase llevándose a su flamante esposo a casa de su madre, Doña Teresa Gutiérrez, de sesenta años y natural de Valladolid.
Ángel, nada más cruzar el umbral, arrugó la nariz y torció la boca, mostrando a las claras que el olor de la casa le disgustaba sobremanera.
Huele a viejo protestó con desdén. Haría falta ventilar un poco.
Doña Teresa escuchó perfectamente al yerno, pero optó por hacerse la sorda y seguir con lo suyo.
¿Y nosotros dónde vamos a dormir? preguntó Ángel, insatisfecho con la nueva vivienda.
Carmen comenzó de inmediato a moverse nerviosa, queriendo agradar a su marido, y llevó a su madre aparte.
Mamá, Ángel y yo dormiremos en tu habitación, susurró la hija. Tú podrías acomodarte mientras tanto en la cuartita pequeña.
Ese mismo día, con una mezcla de vergüenza y resignación, Doña Teresa fue trasladada a una estancia apenas digna de tal nombre. Tuvo que cargar ella sola con sus cosas, ya que su yerno se negó a colaborar.
A partir de entonces, la vida de la mujer se tornó mucho más dura. Ángel protestaba por todo: la comida, la limpieza, el color de las cortinas. Pero lo que más le sacaba de quicio era el supuesto olor a antigüedad, del que decía que le causaba alergia.
Cada vez que Carmen cruzaba la puerta, Ángel se echaba a toser exageradamente.
¡Así no se puede vivir! ¡Hay que hacer algo! gruñía a su esposa.
No tenemos dinero para otro alquiler respondía Carmen, derrotada.
Manda a tu madre a algún sitio refunfuñó él. Esto es un asco.
¿A dónde quieres que la lleve?
No sé, ¡búscale algo! Pero este piso no tiene remedio, lo mejor sería venderlo y comprar otro rumió Ángel. ¡Eso es! Habla con tu madre.
¿Y qué le digo? inquirió, inquieta, Carmen.
Invéntatelo. Al fin y al cabo, tras su muerte el piso será para ti. Solo adelantaríamos un poco las cosas sentenció el hombre, tan frío como siempre.
Me siento fatal
Carmen, ¿a quién quieres más? ¿A ella o a mí? ¿Recuerdas que fui yo quien te escogió cuando ya nadie te quería, a tus cuarenta años? insistía Ángel, sabiendo qué tecla pulsar. Si me voy, te quedarás sola nuevamente, y ya verás si encuentras a otro dispuesto a recogerte.
La mujer, con una mezcla de rabia y miedo, accedió y se adentró en la pequeña habitación donde ahora dormía su madre.
Mamá, seguro que aquí no vives a gusto, ¿no? empezó la hija, titubeando.
¿Ya me devolvéis mi habitación? preguntó la madre, ilusionada.
No, mamá, es otra cosa Tú, cuando llegue el momento, me dejarás el piso, ¿verdad? musitó Carmen, esperando una respuesta afirmativa.
Por supuesto, hija.
Pues mejor no retrasarlo. Quiero vender el piso cuanto antes y comprar otro en una urbanización nueva.
¿Y si simplemente le hacemos una reforma?
No, mamá, quiero un sitio mejor.
¿Y yo, dónde voy? las palabras de Doña Teresa temblaban de emoción y tristeza.
Podrías pasar un tiempo en una residencia de mayores Carmen comunicó la noticia casi con júbilo. Es solo por un tiempo; luego, cuando todo esté listo, te recojo.
¿Lo prometes? preguntó la madre, aferrándose a una chispa de esperanza.
Claro, mamá. Hacemos las gestiones, reformamos y te llevo de vuelta aseguró Carmen, apretando la mano de su madre.
A la pobre Doña Teresa solo le quedó creer a su hija. Firmó los papeles de la herencia y cedió el piso.
En cuanto los documentos estuvieron en regla, Ángel se frotó las manos satisfecho.
Prepara las cosas de la abuela, que mañana nos la llevamos a la residencia.
¿Ya? balbuceó Carmen, sintiendo cómo la culpa le comía.
¿A qué esperar? Ni siquiera su pensión me interesa. Nos da más problemas que otra cosa. Ha cumplido con su vida, que nos deje vivir la nuestra sentenció Ángel.
Pero aún no hemos vendido el piso
Haz lo que te diga, o te quedas sola añadió el hombre, autoritario.
Dos días después, los trastos de Doña Teresa y ella misma fueron embarcados a toda prisa en el viejo SEAT familiar y llevados a la residencia a las afueras de Valladolid.
Durante el trayecto, la anciana secó con disimulo varias lágrimas. Su corazón le auguraba desgracias.
Ángel ni la acompañó. Dijo que tenía que airear el piso y eliminar olores viejos.
Doña Teresa fue admitida enseguida en la residencia, y Carmen, azorada, se despidió deprisa.
Hija, ¿de verdad vendrás a por mí? preguntó la madre en el último abrazo.
Seguro, mamá musitó Carmen, sin mirarla a los ojos.
Sabía de sobra que mientras dependiese de Ángel, su madre nunca tendría lugar en la nueva casa.
La feliz pareja dio salida al piso rápidamente y, con los setenta mil euros que obtuvieron de la venta, compraron un apartamento en un barrio nuevo de Madrid.
Ángel, precautorio, puso el piso a su nombre. Dijo que Carmen no era de fiar.
Pasados algunos meses, Carmen intentó hablar con Ángel sobre traer de vuelta a su madre, pero él la mandó callar de malos modos.
Como vuelvas a sacar el tema, te echo de casa la amenazó, con gesto hosco.
Carmen reprimió las ganas de insistir. Ni una palabra más de su madre.
Un par de veces pensó en ir a visitarla, pero solo de imaginar el dolor de su madre se le volcaba el corazón.
Durante cinco largos años, Doña Teresa aguardó cada día a que su hija la recogiese. Jamás volvió a verla. La soledad terminó por apagar la vida de la anciana.
Carmen lo supo un año después, cuando Ángel la echó del piso y el remordimiento la golpeó en lo más hondo. Angustiada por el peso de su culpa, entró en un convento a expiar su pecado.







