—Mientras vendemos el piso, vive en una residencia de mayores— dijo la hija Ludmila se casó bastante tarde. La verdad sea dicha, durante mucho tiempo no tuvo suerte, y ya con cuarenta años, había perdido casi toda esperanza de encontrar, según sus criterios, a un hombre digno. Eduardo, de cuarenta y cinco años, resultó ser todo un príncipe peculiar. Había estado varias veces casado y tenía tres hijos, a los que, por orden judicial, había tenido que ceder su piso. Por eso Ludmila, después de pasar unos meses deambulando por pisos de alquiler, tuvo que llevarse al marido a casa de su madre, María Andrés, de sesenta años. Eduardo, nada más entrar, frunció el ceño y puso cara de desagrado, dejando claro que le molestaba el olor a viejo de la casa. —Aquí huele a ancianía— gruñó con desaprobación—. Habría que ventilar esto. María Andrés oyó perfectamente el comentario de su yerno, pero se hizo la sorda. —¿Dónde vamos a dormir?— suspiró resignado Eduardo, descontento con la nueva vivienda. Ludmila enseguida empezó a menearse, queriendo agradar al marido, y llevó a su madre aparte. —Mamá, Edu y yo nos vamos a quedar en tu habitación— le susurró la hija—. Tú tendrás que dormir mientras tanto en el cuarto pequeño. Así, ese mismo día, María Andrés fue trasladada descaradamente a otra habitación que apenas podía considerarse habitable. Y tuvo que cargar ella sola con sus cosas, porque el yerno se negó a ayudar. A partir de ese día, la vida de la mujer se hizo cuesta arriba. A Eduardo todo le molestaba: la comida, la limpieza, el color de las paredes. Pero, sobre todo, le irritaba el olor. Decía que en la casa olía tanto a viejo que le daba alergia. Eduardo comenzaba a toser de forma exagerada cada vez que Ludmila entraba por la puerta. —¡No se puede seguir así! Hay que hacer algo— declaró, furioso, el marido a Ludmila. —No tenemos dinero para un piso de alquiler— replicó la mujer, desconcertada. —Manda a tu madre a algún sitio— gruñó el hombre—. No se puede ni respirar. —¿A dónde la voy a mandar? —No sé, ¡invéntate algo! Además, ya no hay nada que hacer en este piso. Hay que venderlo y comprar otro— masculló Eduardo—, ¡Exactamente! Eso hay que hacer. Habla con tu madre. —¿Y qué le digo?— preguntó Ludmila, preocupada. —¡Invéntate algo! De todos modos, cuando fallezca el piso será tuyo. Solo estamos adelantando el proceso— respondió el hombre con frialdad. —Me sabe fatal… —No te entiendo, ¿a quién quieres más? ¿A ella o a mí? Yo te recogí con cuarenta años… ¿Quién te iba a querer, a ti, una solterona?— martilleó Eduardo, sabiendo por dónde presionar—. Si me voy, te quedarás sola y dudo que encuentres a alguien que te acoja. Ludmila le lanzó una mirada de reojo al marido y se fue a la diminuta habitación de su madre. —Mamá, seguro que no te gusta mucho vivir aquí, ¿verdad?— comenzó la hija con rodeos. —¿Ya me habéis liberado mi cuarto?— preguntó ansiosa la mujer. —No, tenemos otra propuesta. De todas formas, este piso me lo ibas a dejar a mí, ¿no?— preguntó Ludmila con esperanza. —Claro. —Entonces, no lo alarguemos más. Quiero vender este piso y comprar otro mejor, en una buena zona. —¿Y por qué no reformar este? —No, necesitamos algo mejor. —¿Y yo, hija?— María Andrés tenía los labios temblorosos. —Mientras tanto puedes vivir en una residencia de mayores— anunció Ludmila radiante, soltando la bomba—, pero será algo temporal. Luego te recogeremos, te lo prometo. —¿De verdad?— miró la mujer a su hija, con esperanza. —Por supuesto. Lo dejaremos todo hecho, haremos la reforma y te traeremos— Ludmila tomó la mano de su madre. A María Andrés no le quedó más remedio que creerla y cederle el piso. Cuando los papeles estuvieron listos, Eduardo, frotándose las manos de alegría, sentenció: —¡Prepara las cosas de la abuela! La llevamos a la residencia. —¿Ya?— se sorprendió Ludmila, a la que empezaba a roerle la culpa. —¿A qué esperar? Ni con su pensión la quiero aquí. Da más problemas que ayuda. Tu madre ya ha vivido su vida, que nos deje vivir la nuestra— afirmó Eduardo con tono pragmático. —Pero aún ni hemos vendido el piso… —Haz lo que te digo o te quedarás sola— sentenció el hombre. Dos días después, las pertenencias de María Andrés, con la dueña incluida, ya estaban metidas en el coche rumbo a la residencia. Por el camino, la mujer, a escondidas de su hija, enjugaba lágrimas. Su corazón presentía una desgracia. Eduardo no fue. Dijo que tenía que ventilar el piso del “olor”. La acogida en la residencia fue rápida y Ludmila, avergonzada, se despidió de prisa. —Hija, ¿de verdad vas a venir a por mí?— preguntó otra vez la madre, esperanzada. —Claro, mamá— Ludmila desvió la mirada. Sabía que Eduardo jamás permitiría que María Andrés volviera al nuevo piso. La pareja, tras apropiarse del piso, lo vendió rápido y compró otro. Por supuesto, Eduardo puso el nuevo a su nombre, asegurando que Ludmila no era de fiar. Meses después, Ludmila intentó hablar con el marido sobre su madre. Él reaccionó con agresividad. —Como la nombres otra vez, ¡te largo!— amenazó Eduardo, que odiaba oír hablar de María Andrés. Ludmila se calló, sabiendo que iba en serio. Nunca más mencionó a su madre. Intentó varias veces ir a verla a la residencia, pero el recuerdo de sus lágrimas la detuvo. Durante cinco años, María Andrés esperó cada día que Ludmila volviera por ella. Pero nunca llegó. Incapaz de sobrellevar la soledad, se fue de este mundo. Ludmila lo supo un año después, cuando Eduardo la echó de casa y se acordó, por fin, de su madre. La culpa la consumió tanto que terminó en un convento, tratando de expiar su pecado.

Mientras vendemos el piso, podrías quedarte un tiempo en la residencia de mayores sentenció la hija.

Carmen contrajo matrimonio ya entrada en años. La verdad, llevaba mucho tiempo sin fortuna en el amor y, pasada la cuarentena, no albergaba esperanzas de hallar, según sus propios criterios, a un hombre que mereciese la pena.

Ángel, de cuarenta y cinco, se presentó ante ella como un pretendiente curtido: había pasado por varios matrimonios y tenía tres hijos, a quienes, por recomendación judicial, había cedido su piso en Alcalá de Henares.

De ahí que Carmen, tras deambular unos meses de alquiler en alquiler, terminase llevándose a su flamante esposo a casa de su madre, Doña Teresa Gutiérrez, de sesenta años y natural de Valladolid.

Ángel, nada más cruzar el umbral, arrugó la nariz y torció la boca, mostrando a las claras que el olor de la casa le disgustaba sobremanera.

Huele a viejo protestó con desdén. Haría falta ventilar un poco.

Doña Teresa escuchó perfectamente al yerno, pero optó por hacerse la sorda y seguir con lo suyo.

¿Y nosotros dónde vamos a dormir? preguntó Ángel, insatisfecho con la nueva vivienda.

Carmen comenzó de inmediato a moverse nerviosa, queriendo agradar a su marido, y llevó a su madre aparte.

Mamá, Ángel y yo dormiremos en tu habitación, susurró la hija. Tú podrías acomodarte mientras tanto en la cuartita pequeña.

Ese mismo día, con una mezcla de vergüenza y resignación, Doña Teresa fue trasladada a una estancia apenas digna de tal nombre. Tuvo que cargar ella sola con sus cosas, ya que su yerno se negó a colaborar.

A partir de entonces, la vida de la mujer se tornó mucho más dura. Ángel protestaba por todo: la comida, la limpieza, el color de las cortinas. Pero lo que más le sacaba de quicio era el supuesto olor a antigüedad, del que decía que le causaba alergia.

Cada vez que Carmen cruzaba la puerta, Ángel se echaba a toser exageradamente.

¡Así no se puede vivir! ¡Hay que hacer algo! gruñía a su esposa.

No tenemos dinero para otro alquiler respondía Carmen, derrotada.

Manda a tu madre a algún sitio refunfuñó él. Esto es un asco.

¿A dónde quieres que la lleve?

No sé, ¡búscale algo! Pero este piso no tiene remedio, lo mejor sería venderlo y comprar otro rumió Ángel. ¡Eso es! Habla con tu madre.

¿Y qué le digo? inquirió, inquieta, Carmen.

Invéntatelo. Al fin y al cabo, tras su muerte el piso será para ti. Solo adelantaríamos un poco las cosas sentenció el hombre, tan frío como siempre.

Me siento fatal

Carmen, ¿a quién quieres más? ¿A ella o a mí? ¿Recuerdas que fui yo quien te escogió cuando ya nadie te quería, a tus cuarenta años? insistía Ángel, sabiendo qué tecla pulsar. Si me voy, te quedarás sola nuevamente, y ya verás si encuentras a otro dispuesto a recogerte.

La mujer, con una mezcla de rabia y miedo, accedió y se adentró en la pequeña habitación donde ahora dormía su madre.

Mamá, seguro que aquí no vives a gusto, ¿no? empezó la hija, titubeando.

¿Ya me devolvéis mi habitación? preguntó la madre, ilusionada.

No, mamá, es otra cosa Tú, cuando llegue el momento, me dejarás el piso, ¿verdad? musitó Carmen, esperando una respuesta afirmativa.

Por supuesto, hija.

Pues mejor no retrasarlo. Quiero vender el piso cuanto antes y comprar otro en una urbanización nueva.

¿Y si simplemente le hacemos una reforma?

No, mamá, quiero un sitio mejor.

¿Y yo, dónde voy? las palabras de Doña Teresa temblaban de emoción y tristeza.

Podrías pasar un tiempo en una residencia de mayores Carmen comunicó la noticia casi con júbilo. Es solo por un tiempo; luego, cuando todo esté listo, te recojo.

¿Lo prometes? preguntó la madre, aferrándose a una chispa de esperanza.

Claro, mamá. Hacemos las gestiones, reformamos y te llevo de vuelta aseguró Carmen, apretando la mano de su madre.

A la pobre Doña Teresa solo le quedó creer a su hija. Firmó los papeles de la herencia y cedió el piso.

En cuanto los documentos estuvieron en regla, Ángel se frotó las manos satisfecho.

Prepara las cosas de la abuela, que mañana nos la llevamos a la residencia.

¿Ya? balbuceó Carmen, sintiendo cómo la culpa le comía.

¿A qué esperar? Ni siquiera su pensión me interesa. Nos da más problemas que otra cosa. Ha cumplido con su vida, que nos deje vivir la nuestra sentenció Ángel.

Pero aún no hemos vendido el piso

Haz lo que te diga, o te quedas sola añadió el hombre, autoritario.

Dos días después, los trastos de Doña Teresa y ella misma fueron embarcados a toda prisa en el viejo SEAT familiar y llevados a la residencia a las afueras de Valladolid.

Durante el trayecto, la anciana secó con disimulo varias lágrimas. Su corazón le auguraba desgracias.

Ángel ni la acompañó. Dijo que tenía que airear el piso y eliminar olores viejos.

Doña Teresa fue admitida enseguida en la residencia, y Carmen, azorada, se despidió deprisa.

Hija, ¿de verdad vendrás a por mí? preguntó la madre en el último abrazo.

Seguro, mamá musitó Carmen, sin mirarla a los ojos.

Sabía de sobra que mientras dependiese de Ángel, su madre nunca tendría lugar en la nueva casa.

La feliz pareja dio salida al piso rápidamente y, con los setenta mil euros que obtuvieron de la venta, compraron un apartamento en un barrio nuevo de Madrid.

Ángel, precautorio, puso el piso a su nombre. Dijo que Carmen no era de fiar.

Pasados algunos meses, Carmen intentó hablar con Ángel sobre traer de vuelta a su madre, pero él la mandó callar de malos modos.

Como vuelvas a sacar el tema, te echo de casa la amenazó, con gesto hosco.

Carmen reprimió las ganas de insistir. Ni una palabra más de su madre.

Un par de veces pensó en ir a visitarla, pero solo de imaginar el dolor de su madre se le volcaba el corazón.

Durante cinco largos años, Doña Teresa aguardó cada día a que su hija la recogiese. Jamás volvió a verla. La soledad terminó por apagar la vida de la anciana.

Carmen lo supo un año después, cuando Ángel la echó del piso y el remordimiento la golpeó en lo más hondo. Angustiada por el peso de su culpa, entró en un convento a expiar su pecado.

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MagistrUm
—Mientras vendemos el piso, vive en una residencia de mayores— dijo la hija Ludmila se casó bastante tarde. La verdad sea dicha, durante mucho tiempo no tuvo suerte, y ya con cuarenta años, había perdido casi toda esperanza de encontrar, según sus criterios, a un hombre digno. Eduardo, de cuarenta y cinco años, resultó ser todo un príncipe peculiar. Había estado varias veces casado y tenía tres hijos, a los que, por orden judicial, había tenido que ceder su piso. Por eso Ludmila, después de pasar unos meses deambulando por pisos de alquiler, tuvo que llevarse al marido a casa de su madre, María Andrés, de sesenta años. Eduardo, nada más entrar, frunció el ceño y puso cara de desagrado, dejando claro que le molestaba el olor a viejo de la casa. —Aquí huele a ancianía— gruñó con desaprobación—. Habría que ventilar esto. María Andrés oyó perfectamente el comentario de su yerno, pero se hizo la sorda. —¿Dónde vamos a dormir?— suspiró resignado Eduardo, descontento con la nueva vivienda. Ludmila enseguida empezó a menearse, queriendo agradar al marido, y llevó a su madre aparte. —Mamá, Edu y yo nos vamos a quedar en tu habitación— le susurró la hija—. Tú tendrás que dormir mientras tanto en el cuarto pequeño. Así, ese mismo día, María Andrés fue trasladada descaradamente a otra habitación que apenas podía considerarse habitable. Y tuvo que cargar ella sola con sus cosas, porque el yerno se negó a ayudar. A partir de ese día, la vida de la mujer se hizo cuesta arriba. A Eduardo todo le molestaba: la comida, la limpieza, el color de las paredes. Pero, sobre todo, le irritaba el olor. Decía que en la casa olía tanto a viejo que le daba alergia. Eduardo comenzaba a toser de forma exagerada cada vez que Ludmila entraba por la puerta. —¡No se puede seguir así! Hay que hacer algo— declaró, furioso, el marido a Ludmila. —No tenemos dinero para un piso de alquiler— replicó la mujer, desconcertada. —Manda a tu madre a algún sitio— gruñó el hombre—. No se puede ni respirar. —¿A dónde la voy a mandar? —No sé, ¡invéntate algo! Además, ya no hay nada que hacer en este piso. Hay que venderlo y comprar otro— masculló Eduardo—, ¡Exactamente! Eso hay que hacer. Habla con tu madre. —¿Y qué le digo?— preguntó Ludmila, preocupada. —¡Invéntate algo! De todos modos, cuando fallezca el piso será tuyo. Solo estamos adelantando el proceso— respondió el hombre con frialdad. —Me sabe fatal… —No te entiendo, ¿a quién quieres más? ¿A ella o a mí? Yo te recogí con cuarenta años… ¿Quién te iba a querer, a ti, una solterona?— martilleó Eduardo, sabiendo por dónde presionar—. Si me voy, te quedarás sola y dudo que encuentres a alguien que te acoja. Ludmila le lanzó una mirada de reojo al marido y se fue a la diminuta habitación de su madre. —Mamá, seguro que no te gusta mucho vivir aquí, ¿verdad?— comenzó la hija con rodeos. —¿Ya me habéis liberado mi cuarto?— preguntó ansiosa la mujer. —No, tenemos otra propuesta. De todas formas, este piso me lo ibas a dejar a mí, ¿no?— preguntó Ludmila con esperanza. —Claro. —Entonces, no lo alarguemos más. Quiero vender este piso y comprar otro mejor, en una buena zona. —¿Y por qué no reformar este? —No, necesitamos algo mejor. —¿Y yo, hija?— María Andrés tenía los labios temblorosos. —Mientras tanto puedes vivir en una residencia de mayores— anunció Ludmila radiante, soltando la bomba—, pero será algo temporal. Luego te recogeremos, te lo prometo. —¿De verdad?— miró la mujer a su hija, con esperanza. —Por supuesto. Lo dejaremos todo hecho, haremos la reforma y te traeremos— Ludmila tomó la mano de su madre. A María Andrés no le quedó más remedio que creerla y cederle el piso. Cuando los papeles estuvieron listos, Eduardo, frotándose las manos de alegría, sentenció: —¡Prepara las cosas de la abuela! La llevamos a la residencia. —¿Ya?— se sorprendió Ludmila, a la que empezaba a roerle la culpa. —¿A qué esperar? Ni con su pensión la quiero aquí. Da más problemas que ayuda. Tu madre ya ha vivido su vida, que nos deje vivir la nuestra— afirmó Eduardo con tono pragmático. —Pero aún ni hemos vendido el piso… —Haz lo que te digo o te quedarás sola— sentenció el hombre. Dos días después, las pertenencias de María Andrés, con la dueña incluida, ya estaban metidas en el coche rumbo a la residencia. Por el camino, la mujer, a escondidas de su hija, enjugaba lágrimas. Su corazón presentía una desgracia. Eduardo no fue. Dijo que tenía que ventilar el piso del “olor”. La acogida en la residencia fue rápida y Ludmila, avergonzada, se despidió de prisa. —Hija, ¿de verdad vas a venir a por mí?— preguntó otra vez la madre, esperanzada. —Claro, mamá— Ludmila desvió la mirada. Sabía que Eduardo jamás permitiría que María Andrés volviera al nuevo piso. La pareja, tras apropiarse del piso, lo vendió rápido y compró otro. Por supuesto, Eduardo puso el nuevo a su nombre, asegurando que Ludmila no era de fiar. Meses después, Ludmila intentó hablar con el marido sobre su madre. Él reaccionó con agresividad. —Como la nombres otra vez, ¡te largo!— amenazó Eduardo, que odiaba oír hablar de María Andrés. Ludmila se calló, sabiendo que iba en serio. Nunca más mencionó a su madre. Intentó varias veces ir a verla a la residencia, pero el recuerdo de sus lágrimas la detuvo. Durante cinco años, María Andrés esperó cada día que Ludmila volviera por ella. Pero nunca llegó. Incapaz de sobrellevar la soledad, se fue de este mundo. Ludmila lo supo un año después, cuando Eduardo la echó de casa y se acordó, por fin, de su madre. La culpa la consumió tanto que terminó en un convento, tratando de expiar su pecado.