Recuerdo como si fuera ayer aquel viaje a Roma, cuando mi esposa María y yo nos dispusimos a visitar a unos primos lejanos. Éramos jóvenes entonces y, con la ilusión del reencuentro, compramos dos billetes de avión, eligiendo con esmero nuestros asientos; queríamos ambos juntos junto a la ventanilla, para contemplar la salida del sol al atravesar las nubes.
Aquel avión, como era costumbre en aquellos años, tenía filas de tres asientos. Verifiqué varias veces la reserva: todo cuadraba y la ventanilla era nuestra. Sin embargo, al subir por la pasarela y llegar a nuestra fila, vimos que nuestros asientos ya estaban ocupados. Una señora que rondaría los treinta y pocos estaba sentada cómodamente donde debía ir yo, y a su lado su hijo, un chiquillo inquieto y risueño de apenas cinco años, ocupaba el puesto de María.
Pensé que aquello sería simplemente un despiste, pues la señora mostraba total naturalidad, como si nada fuera fuera de lugar. Le dije cortésmente:
Disculpe, estos son nuestros asientos.
Pero la mujer ni se inmutó. María, con ese temple tranquilo suyo, repitió la petición. Entonces la señora se volvió y respondió, en un tono altivo poco propio de alguien de nuestra tierra:
Es que mi hijo quería sentarse en la ventanilla. El que primero llega, elige. No vamos a cambiarnos; ahí en la fila central hay sitios libres, siéntense allí.
Me quedé perplejo. Intenté razonar:
Perdone, pero reservamos estos asientos expresamente. Sea usted amable, por favor, y permítanos ocuparlos, no hay necesidad de complicaciones.
Ella, encogiendo los hombros como quien lava sus culpas, replicó:
¿No ve que el niño está emocionado? Si le cambio ahora, se enfadará. ¿No tienen hijos ustedes? Son adultos, seguro que entienden.
María y yo nos miramos, pesando el dilema. Decidimos no discutir y llamamos a José, el auxiliar de vuelo, que con todo el don de gentes propio de los castellanos, le pidió con firmeza y respeto que ocupase sus asientos asignados. Sólo entonces, refunfuñando, la mujer accedió y nos devolvió lo que era nuestro derecho.
Muchas veces pienso, ¿por qué hay personas que viajan con niños y creen que todo se les debe? Nosotros también tuvimos hijos, y nunca nos tomamos la libertad de adueñarnos de lo ajeno ni de saltarnos la cola.
Por suerte, gracias a la pronta intervención de José, el asunto no pasó a mayores, y la mayoría de pasajeros nos mostró su apoyo, pues en ningún momento levanté la voz ni busqué líos, sino que intenté mantener la paz.
Aquel vuelo transcurrió tranquilo desde ahí, y espero que aquella señora aprendiera por fin a reservar con antelación si quería hacerle un regalo a su hijo, en vez de incomodar al prójimo y dejarse llevar por el capricho. Así funcionan las cosas aquí, y así es como deben ser.







