Dió a luz y abandonó al bebé en la calle. ¿Qué fue lo que sucedió?

Nací en la calle, abandonada. ¿Qué ocurrió? ¡No llores! me decía una voz interior, mientras me lavaba el rostro.

Álvaro me tendió una botella de agua. La tomé con manos temblorosas y, al salir del coche, él se sentó en el asiento del conductor, arrancó el motor y, sin pensarlo, se lanzó a toda velocidad, dejándome sola en el borde del bosque de la Sierra de Gredos.

Me limpié, recogí el cabello despeinado, acomodé la ropa y, con pasos lentos y vacilantes, caminé hacia la ciudad.

Yo había llegado desde un pueblito del interior para estudiar veterinaria. Estaba en el último año del instituto profesional y mis buenas notas mostraban que me tomaba en serio la carrera. Quería una profesión que me permitiera escapar de la pobreza y de los padres borrachos, y al mismo tiempo estar cerca de los animales que amaba.

Esa tarde, unas compañeras me invitaron a una fiesta organizada por un estudiante de familia acomodada. Al principio me lo rechacé, pero decidí que un poco de diversión no estaba de más. La celebración era enorme, había muchísima gente y música a todo volumen, algo que yo no disfrutaba. Por eso, gran parte de la noche la pasé en la terraza, con un vaso de zumo en la mano, contemplando el lago.

Álvaro me propuso dar una vuelta por la ciudad en coche para escapar del ruido. Acepté, aunque pronto comprendí que había sido un error. Me llevó fuera de la urbe, me obligó a subir al asiento trasero

Los recuerdos de ese viaje aparecen en mi mente como destellos dolorosos, y cada músculo me dolía. No sé cómo llegué al albergue; sólo recuerdo cerrar la puerta de mi habitación, desplomarme sobre la cama y llorar en el almohadón durante horas, hasta que caí en un sueño profundo y angustiante.

Perdí varios días de clases. Me debatía entre denunciar a la policía o quedarme callada. ¿Acudir a mi madre? Ella siempre estaba entre copas y la búsqueda desesperada de dinero para el próximo trago. Me quedé sola, con el dolor y la humillación.

Pasaron meses y casi me recuperé. Volví a asistir a clases, hablaba con las compañeras del piso y trataba de no pensar en aquella noche. Casi lo lograba.

Una mañana, desperté con náuseas y corrí al baño. Lo atribuí a una cena de comida rápida, pero el episodio se repitió una y otra vez. Tenía diecisiete años y, poco a poco, comprendí lo que me ocurría. Horas después, con una tira de prueba en la mano, el resultado fue claro: estaba embarazada.

No quiero a ese niño. No será mío. Cada segundo me recordará lo que pasó. Lo odio pensaba, sin saber si era miedo o repulsión.

Lo único que deseaba era deshacerme de él, así que el mismo día me dirigí a la clínica.

Mañica, no es nada complicado me dijo la enfermera, pero debes entender que no quiero ir a juicio. Eres menor y sin el consentimiento de tus padres ni de la autoridad nada saldrá.

De acuerdo, iré con mi madre mañana.

Salí de la consulta sabiendo que mi madre, aunque se despertara, no me ayudaría. Quedaban siete meses hasta la mayoría de edad y seis para el parto; no me quedaba otra opción más que aceptar que aquel bebé viviría dentro de mí.

Pues esperemos. No lo necesito. Lo daré a luz y me libraré dije, mientras los días se convertían en meses.

Terminé los estudios, me alegré de que el embarazo fuera casi invisible aunque ya estaba en el quinto mes. Conseguí trabajo como asistente de veterinario y alquilé un modesto piso en las afueras. Cada día las tareas se hacían más difíciles.

Una mañana, al prepararme para ir al trabajo, un fuerte dolor me atravesó el abdomen y la zona lumbar.

No puede ser, aún es temprano pensé, pero el bebé ya quería salir.

Todo sucedió tan rápido que no tuve tiempo de reaccionar. En cuestión de horas sostenía en mis brazos a un niño que solo emitía suaves sollozos antes de dormirse, como si supiera que cualquier ruido lo irritaría.

Aunque era veterinaria, supe atenderme a mí misma, sin llamar a emergencias. Me recosté en la cama, con mi hijo envuelto en una manta. Luchaba por alimentarlo o simplemente volver a sostenerlo, pero mis fuerzas me fallaban.

Desperté en plena noche; el pequeño seguía allí, respirando tranquilo bajo la frazada.

Perdóname le dije, no puedo.

Quité del cuello el crucifijo que me había regalado mi abuela, quien siempre me decía que con él estaría protegida.

Que te quede a ti. No me ha servido, pero quizá te proteja a ti susurré y se lo puse al niño.

Me sentía repugnante, pero no iba a retroceder. El niño no era mío

Lo envolví más fuerte en la manta y me dirigí al supermercado más cercano. Lo puse dentro de una cesta y, sin mirar atrás, salí.

Regresé a casa, empaqué lo necesario y me dirigí a la estación. En una hora ya estaba en el tren que me llevaba a un destino desconocido. Lo esencial era alejarme de todo lo que me recordara aquel horror. Un nuevo lugar, una nueva vida, sin espacio para el pasado.

Diez años después, había conseguido casi todo lo que había soñado. Llevaba seis años casada, había fundado mi propia clínica veterinaria y, a primera vista, todo parecía perfecto, salvo un pero. Por mucho que lo intentara, los tratamientos y los exámenes, nunca pude dar a mi marido el hijo que deseaba.

Es karma pensaba, el destino me castiga por los errores del pasado.

Una tarde, al llegar a casa, encontré a mi esposo en la cocina con el ceño fruncido.

¿Qué ocurre, Luis? le pregunté.

Lo siento, María. Debería habértelo dicho antes, pero tartamudeó tengo otra mujer.

¿Otra? solté, dejando caer la silla.

Eso no es todo. Me voy con ella. Está embarazada.

Entonces vete. Si eres tan caballero, hazlo respondí, aunque en mi interior pensé que lo había merecido.

Mientras Luis recogía sus cosas, reflexionaba sobre cómo el destino me castigaba por mis propias decisiones: no pude volver a ser madre y esa fue la pena por haberme negado a serlo antes, de forma tan cruel.

Mi marido, al que había entregado el corazón, me abandonó. ¿Dolor? ¿Rabia? Ya era mayor, podía cuidarme sola. Pero, ¿qué sentiría el niño que quedó abandonado en una cesta de supermercado? Solo, indefenso, dejado atrás

El sonido de la puerta cerrándose interrumpió mis pensamientos. Se había ido.

Doctora García, tiene una cita a las nueve anunció la recepcionista, también asistente.

Gracias, Marta. Me cambiaré y estaré lista respondí.

Al cabo de pocos minutos entré en el amplio y luminoso consultorio donde un hombre sostenía a un gato en brazos. A su lado, un niño acariciaba al animal asustado.

Ahora, Tomás, te curaremos, ¿verdad, papá? preguntó el niño.

Vamos, vamos a llevarlo al doctor, y él nos dirá qué pasa. Yo soy Igor, y este es nuestro paciente.

Tomé al gato de las manos de Igor y comencé el examen.

Este gato está en nuestra familia desde hace tiempo. Mi esposa lo recogió de la calle y lo adoraba. Desde que ella falleció, mi hermano no lo suelta. Por favor, curadlo. Lleva dos días sin querer salir a jugar, está muy débil. Sé que ya es viejo, pero ayudadlo.

Claro respondí, cuando de pronto el felino se escapó y empezó a corretear por todo el consultorio, maullando.

Tras varios giros, se metió bajo la mesa y empezó a bufar amenazadoramente cuando intenté acercarme.

Déjame a mí. No me hará daño propuso el niño, deslizando bajo la mesa y abrazando al revoltoso peludo.

En ese momento, el crucifijo que había dejado al hijo cayó de mi camiseta.

¡Mira! Igor, el gatito está bien. ¡Mira cómo corre!

Sí, papá, es genial, ¿no?

Escuchaba la conversación mientras una idea rondaba mi cabeza: «Esto no puede ser».

Igor, quédate en la sala con Marta, y yo le explicaré al padre de Tomás cómo mantener activo al gatito y que no sea flojo. Marta, cuida de él dije, volviéndome hacia la ayudante.

Cuando todos se marcharon, me acerqué al hombre, pero las palabras se me atragantaron.

Ustedes saben No, no

Doctora García, ¿está bien? se preocupó, notando mi palidez. ¿Todo bien?

Sí, todo bien. Lo entiendo ahora.

¿No es por el gato? Dígame, ¿de dónde sacó ese crucifijo, Igor?

¿Qué? No es asunto suyo.

Yo, sin saber por qué, empecé a contarle todo lo que había vivido: el abuso de aquel hombre, la familia disfuncional, el embarazo no deseado. No oculté nada.

El hombre me escuchó en silencio. Cuando terminé, esperé alguna reacción, pero sólo quedó mirando al vacío. Diez minutos transcurrieron en silencio.

Llevamos seis años casados y no tuvimos hijos dijo. Los médicos nos decían que no había esperanza y que dejáramos de gastar en tratamientos inútiles. Entonces adoptamos a Graciano. Tenía tres años, pero ya era un niño alegre y abierto. Nos enamoramos al instante. Lo viste, ¿verdad? Era un niño maravilloso. El año pasado mi esposa falleció y quedamos solos. No le dijimos que era adoptado; para él, soy su padre. Pero ahora resulta que también es suyo.

No piense mal, no pretendo nada. Yo también tomé una decisión. Fue cruel, equivocada, y he vivido odiándome por ello. Pero no quiero romperle la vida otra vez. No imaginaba que volvería a sentir algo por él. Cometí otro error. Usted tiene razón, es un niño magnífico. Pero ya no es mi hijo.

El silencio volvió a llenarse. El sonido de la risa de Graciano se colaba por la puerta cerrada, y mis ojos se humedecieron sin querer.

Entiendo que ya no pueda fingir que nada ocurrió. Yo tampoco. No le diremos nada, pero siempre podrá venir a verlo, si lo desea.

Le levanté la vista, con lágrimas ya corrientes.

¿Está bien?

Sí, Graciano será feliz si tiene su propio doctor. Venga cuando quiera.

¿Mañana? dije, tras una pausa, con gratitud. He perdido tanto tiempo. Necesito recuperarlo.

Dos años después, Graciano presentaba a Tomás su hermana menor, y yo y Igor observábamos con ternura a nuestros hijos.

Así quedó mi vida, marcada por sombras que nunca se borran del todo, pero también por los pequeños destellos de luz que aparecen cuando el recuerdo se vuelve menos pesado.

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Dió a luz y abandonó al bebé en la calle. ¿Qué fue lo que sucedió?