Tras cumplir los setenta años, ya nadie parecía necesitar a Carmen. Ni siquiera su hijo ni su hija recordaron felicitarla por su cumpleaños.
Carmen se encontraba sentada en un banco del jardín del hospital, con las lágrimas deslizándose por sus mejillas. Aquella tarde cumplía setenta años, pero sus hijos no se habían acordado de ella. Solo la compañera de habitación le había dado unas tímidas palabras y un humilde obsequio. Pilar, la enfermera, le regaló una manzana en honor a la fecha. A decir verdad, el hospital estaba bien, pero la atención del personal era distante, como la brisa fría de invierno.
Todos allí sabían que los hijos llevaban a sus mayores cuando ya les resultaban una carga. Carmen había llegado acompañada por su hijo, que le aseguró necesitaba descansar y reponerse; aunque lo cierto era que le estorbaba a la nuera.
Ella era la propietaria del piso familiar, pero su hijo la convenció para firmar una donación a su nombre. Antes de rubricar los papeles le prometió que todo seguiría igual, que viviría con ellos. Pronto se vio rodeada por toda la familia en su propio hogar, y comenzaron las tensiones con la nuera.
La nuera siempre encontraba motivos de queja: que si el cocido salía insípido, que si había agua en el baño Al principio, su hijo salía en defensa de Carmen, pero con el tiempo terminó uniéndose a las voces de protesta. Carmen notó que su hijo y su nuera cuchicheaban de continuo, miradas de complicidad en los pasillos.
Así fue como el hijo comenzó a insinuar lo bien que le vendría un tiempo de descanso y reposo. Carmen le preguntó mirándole a los ojos:
¿Has decidido, hijo mío, meterme en una residencia?
El hijo se tiñó de rubor, bajó la mirada y respondió:
Mamá, no digas eso, solo es un balneario, vas a descansar un mes y luego vuelves a casa.
La llevó allí, firmó unos papeles y le prometió volver pronto. Pero el otoño pasó hace ya dos años y nunca regresó.
Cuando Carmen llamó a su antiguo número de teléfono, le contestó un desconocido, diciéndole que su hijo había vendido el piso. Ya no sabía dónde encontrarle. Lloró muchas noches, porque la dejaron allí sabiendo bien que jamás regresaría. El dolor más grande, sin embargo, era otro: el recuerdo de cómo fue injusta con su hija en favor de su hijo.
Carmen era de un pueblo de la meseta. Tenían una casa grande y huerta. Un día, el vecino convenció a su marido de que en Madrid la vida era mejor: buenos trabajos, vivienda propia.
A su marido enseguida le sedujo la idea. Le insistió, vendieron todo y se instalaron en la ciudad. Ciertamente, el vecino tenía razón; enseguida obtuvieron un piso, lo amueblaron poco a poco y hasta compraron un coche viejo en el que su marido sufriría un accidente.
Su esposo falleció al día siguiente de aquel accidente, por las heridas. Carmen quedó sola con dos hijos. Para sacarlos adelante, fregaba portales por las noches. Esperó siempre que, cuando sus hijos crecieran, le ayudarían, pero la vida no fue así.
Primero, el hijo se metió en líos, y Carmen se vio obligada a pedir prestadas pesetas para evitar males mayores. Más tarde, su hija se casó y tuvo un nieto. Al principio todo iba bien, hasta que el niño enfermó gravemente. Su hija dejó el trabajo para cuidar de él día y noche, pero los médicos no lograban diagnosticarlo.
Finalmente le detectaron una dolencia extraña, tratable solo en el hospital de La Paz, en Madrid. La lista de espera era interminable. En ese tiempo, el marido de su hija la abandonó y ella, entre pasillos hospitalarios, conoció a un viudo cuya hija sufría el mismo mal.
Comenzaron a vivir juntos. Cuatro años después, el nuevo marido de su hija necesitó una operación carísima. Carmen había reunido unos ahorros, reservados para la entrada de un piso para su hijo.
Cuando su hija le pidió el dinero, Carmen se negó a darlo para alguien ajeno a la familia. Su hija se sintió traicionada y le dijo que desde entonces ya no tenía madre. Cerró la puerta y no se vieron más durante once años.
Carmen se levantó del banco y regresó lentamente hacia la residencia. En ese momento, oyó una voz:
¡Mamá!
El corazón casi se le detuvo. Al girarse, reconoció a su hija, que corría hacia ella. Carmen, débil, casi se desploma, pero su hija la sostuvo.
He tardado mucho en encontrarte. El hermano no me quiso dar la dirección. Al final, solo lo confesó cuando le dije que le denunciaría por vender ilegalmente tu piso.
Mamá, perdóname por no venir antes. Primero te guardé rencor, después lo fui postergando y, además, sentía mucha vergüenza. Hace unas semanas soñé que caminabas sola y llorabas en un bosque.
Aquella mañana me levanté con un pesar tremendo. Se lo conté a mi marido y me animó a buscarte y reconciliarnos. Vine, pero ya vivían allí otras personas que no te conocían siquiera. Tuve que averiguar mucho hasta dar con el hermano. Ahora tengo una casa grande frente al mar; mi marido quiere que vengas a vivir con nosotros.
Carmen abrazó a su hija y rompió a llorar, pero las lágrimas que surcaron por fin su rostro lo hicieron de pura alegría.







