¡Y él me entendió!
No fue divertido, supe que había sido una tontería.
Lo vendí. Él creyó que era un juego, pero luego comprendió que lo había vendido.
Al final, los tiempos siempre son diferentes para cada uno. Para algunos, un todo incluido no es tan generoso, y a otros con un trozo de pan con chorizo ya les basta.
Así vivíamos también nosotros, cada cual a su manera.
Era pequeño entonces. Mi tío, el hermano de mi madre, me regaló un cachorro de pastor alemán, y fui el niño más feliz de Madrid. El cachorro me tomó cariño enseguida, me entendía con solo mirarme, esperaba ansioso, ojos fijos en mí, a que yo le diera alguna orden.
¡Echado!decía yo tras una pausa, y él se tumbaba, mirándome fiel, casi como si estuviera dispuesto a dar la vida por mí.
¡Firme!le ordenaba, y el cachorro se tensaba sobre sus patitas regordetas, tragando saliva. Esperaba su premio, un trocito de pan, algo rico.
Pero yo no tenía con qué recompensarle. Nosotros también pasábamos hambre.
Así eran aquellos tiempos.
Mi tío, el tío Antonio, que fue quien me regaló el perro, me dijo un día:
No te pongas triste, chaval, mira qué animal tan noble y leal. Véndelo, y luego le llamas, que volverá a ti corriendo. Nadie se enterará. Y así tendrás unas perrillas. Le compras un dulce a tu madre, a él y a ti. Hazme caso, muchacho, sé lo que digo.
La propuesta me pareció bien. No me planteé entonces que aquello estuviera mal. Un adulto me lo había dicho, sería una broma, y así podría comprar alguna golosina.
Le susurré a Leal, que así se llamaba el cachorro, al oído caliente y peludo, que lo iba a entregar, pero que después le llamaría y que debía escaparse de los extraños y venir hacia mí.
¡Y él me entendió!
Ladró como diciendo que lo haría.
Al día siguiente, le puse la correa y le llevé al mercadillo junto a la estación de Atocha. Allí la gente vendía de todo: flores, pepinos, manzanas.
La gente bajó del tren de cercanías y empezaron las compras, las regateas.
Yo avancé un poco, tirando de la correa del perro. Pero nadie se acercaba.
Ya casi todos se habían marchado, cuando un hombre de rostro serio se aproximó:
Oye, chaval, ¿qué haces aquí? ¿Esperas a alguien o quieres vender al perro? Es buen cachorro, me lo quedoy me puso unos cuantos euros en la mano.
Le tendí la correa, Leal movió la cabeza y estornudó con alegría.
Anda, Leal, ve, amigo, vele susurré, luego te llamo, ve. Y él se fue tras el hombre, mientras yo, escondido, seguí adónde llevaba a mi amigo.
Por la tarde regresé a casa con pan, chorizo y bombones. Mi madre preguntó, severa:
¿De dónde has sacado eso, chico? ¿Lo has robado?
No, mamá, qué va, ayudé a unos en la estación y me dieron esto.
Muy bien, hijo, vete a dormir, que estoy cansada. Come y a la cama.
Ni siquiera preguntó por Leal, ni le importaba mucho.
Tío Antonio vino por la mañana siguiente. Yo tenía que ir al colegio, aunque solo pensaba en correr donde Leal, a buscarle.
¿Qué?rió, ¿vendiste a tu amigo?y me revolvió el pelo. Me zafé sin contestar.
No dormí en toda la noche, ni probé el pan ni el chorizo, no podía tragar.
No era divertido, entendí que había cometido una estupidez.
Mi madre no soportaba a mi tío Antonio.
Es un necio, no le hagas casome decía.
Cogí la mochila y salí corriendo de casa.
La casa a la que llevaron a Leal estaba a unas tres manzanas; las recorrí corriendo, sin aliento.
Leal estaba detrás de una verja alta, atado con una cuerda gruesa.
Le llamé, pero me miró con tristeza, apoyando la cabeza sobre sus patas, moviendo el rabo, intentó ladrar pero se le quebró la voz.
Lo vendí. Él había creído que era un juego, pero entendió que lo había vendido.
Entonces salió el dueño y riñó a Leal. Él agachó el rabo y supe que todo estaba perdido.
Por la tarde, en la estación, cargué bultos para los viajeros. Pagaban poco, pero logré reunir lo justo. Avergonzado pero decidido, fui a la puerta de la casa y llamé. El hombre salió:
¿Qué haces aquí, chaval?
Señor, mire, he cambiado de opinión. Aquí tieney le devolví el dinero que me había dado por Leal. El hombre me miró entornando los ojos, cogió el dinero y soltó la cuerda de Leal:
Venga, llévatelo, echa de menos tu casa, no vale para guarda, pero cuidado, quizá no te perdone.
Leal me miró cabizbajo.
El juego se convirtió en castigo para los dos.
Luego, se acercó, me lamió la mano y apoyó el hocico en mi barriga.
Ya han pasado muchos años, pero aprendí que nunca, ni en broma, se venden los amigos.
A mi madre aquello le alegró:
Ayer estaba tan cansada luego pensé, ¿y el perro? Ya le he cogido cariño, es nuestro, Leal.
Mi tío Antonio apenas volvió a aparecer por casa; sus bromas ya no nos hacían gracia.







