Siempre estaré contigo, mamá. Una historia real que podrías creer La abuela Valeria no podía esperar a que llegara la tarde. Su vecina Natalia, una mujer soltera cercana a los cincuenta, le había contado algo tan sorprendente que le daba vueltas la cabeza. Y para demostrarlo, le había invitado a pasar por su casa al caer la noche, asegurando que le enseñaría algo especial. Todo empezó con una simple conversación. Natalia, de camino al supermercado aquella mañana, se asomó a casa de la abuela Valeria: —¿Te traigo algo, Valeria? Voy al súper de la esquina, quiero hornear una empanada y comprar alguna cosita dulce. —Mira que eres buena persona, Natalia, siempre tan atenta. Te recuerdo desde que eras una niña. Es una pena que no hayas formado una familia, que siempre te veo sola. Pero te observo, y no te veo triste ni quejarte, no como otras personas. —¿Y por qué iba a lamentarme, Valeria? Yo tengo a alguien a quien quiero, aunque todavía no podamos vivir juntos. Ya te contaré el motivo. Jamás le habría contado esto a nadie, pero confío en ti. Y además, hoy vengo con otra historia que quiero compartirte. —Sé que eres discreta y, aunque por casualidad lo cuentes, nadie lo creería —rió Natalia—. ¿Entonces, qué necesitas? Luego, cuando vuelva del súper, me sirves un té y te explico cómo me va la vida. Ya verás, te alegrarás por mí y dejarás de sentir lástima. La abuela Valeria realmente no necesitaba nada ese día, pero le pidió a Natalia que le trajera una barra de pan y unos caramelos para el té. La curiosidad la devoraba: ¿qué historia querría contarle su vecina? Natalia regresó del súper y, mientras Valeria preparaba un té aromático, se sentó a escucharla. —Valeria, ¿te acuerdas de lo que me pasó hace unos veinte años? Yo tenía casi treinta. Salía con un buen hombre, pensábamos casarnos. No era que lo amara, pero era decente y pensaba: “¿Cómo voy a quedarme sin familia y sin hijos?” Solicitamos los papeles y se mudó conmigo. Me quedé embarazada. En el octavo mes, nació una niña. Vivió dos días y falleció. Creí volverme loca de dolor. Mi pareja y yo nos separamos, no teníamos ya ningún vínculo. Al poco de aquello, empecé a reponerme poco a poco, a dejar de llorar. Y entonces… Natalia miró a Valeria esperando su reacción: —No sé cómo explicártelo. Había preparado una cunita para mi hija en mi dormitorio. Ya sabes lo que se dice, que da mala suerte comprar cosas antes de tiempo. Pero yo no creía en supersticiones, lo tenía todo listo, la ropa, los juguetes. Una noche, me despertó el llanto de un bebé. Pensé que mi cabeza me jugaba una mala pasada. Pero no, volvía a oírlo, llorando. Fui a la cuna y… allí estaba, ¡una niña pequeña! La tomé en brazos y casi no podía respirar de felicidad. Ella me miró, cerró los ojos y… se durmió. Y desde entonces, cada noche vuelve mi niña conmigo. Hasta le compré leche en polvo y biberones. Pero apenas comía. Lloraba, la tomaba en brazos y me sonreía, cerraba los ojitos y dormía. —¿Pero cómo puede ser eso?, —la abuela Valeria la escuchaba hechizada—. ¿De verdad sucede algo así? —Pues yo tampoco lo creía —Natalia se sonrojó de la emoción. —¿Y luego qué pasó? —dijo Valeria incrédula, llevando una pastilla a la boca y sorbiendo el té. —Pues así sigue siendo. Mi niña vive en otro mundo, allí tiene otra madre y otro padre. Pero no se olvida de mí. Me visita cada noche, aunque sólo sea un rato. Y un día me lo dijo: —Siempre estaré contigo, mamá. Nos une un hilo invisible que jamás se romperá. A veces me pregunto si lo sueño. Pero hasta me trae regalos de ese otro mundo. Eso sí, no duran mucho aquí: se deshacen como la nieve en primavera. —¿En serio?, —Valeria bebió otro sorbo de té, boquiabierta ante aquella historia. —Por eso quiero que vengas a mi casa. Que lo veas tú misma y me confirmes que lo que veo es real. Aunque yo lo creo… quiero que alguien más lo vea. Esa noche, Valeria fue a casa de Natalia. Sentadas en la penumbra, conversaron largamente. No había nadie más en casa, solo Natalia y Valeria. Cuando ya tenían sueño, una luz suave iluminó la estancia y… apareció una joven dulce: —¡Hola, mamá! Hoy tuve un día maravilloso y quería compartirlo contigo. Y aquí tienes un regalo —dejó unas flores sobre la mesa. —¡Ay, buenas noches! —dijo la joven al notar a Valeria—. ¡Casi se me olvida! Mamá me dijo que vendrías a verme. Soy Marianna… Al cabo de un rato, la joven se despidió y se desvaneció en el aire. Valeria permaneció en silencio, asombrada. Tardó en reaccionar: —Natalia, ahora sí que lo creo. Tienes una hija preciosa, se parece a ti. Me alegro mucho por ti, Natalia. Eres una mujer afortunada, quizá más que nadie. Quién lo diría… ¡Si no lo veo, no lo creo! Es algo maravilloso. Te estoy muy agradecida. Es como si me hubieras abierto los ojos. El mundo es mucho más grande de lo que creemos, la vida sigue en todas partes, ya no me da miedo morir. ¡Te deseo toda la felicidad, Nati! Las flores sobre la mesa se volvían cada vez más pálidas, hasta que desaparecieron por completo. Pero Natalia, después de despedir a su vecina, sonreía feliz pensando en el mañana. Mañana sería un día especial: se reencontraría con Arcadio, el hombre al que amaba y que la amaba a ella; de eso, Natalia estaba convencida. ¿Cómo lo sabía? Hay cosas que no se pueden explicar. Y sabía que algún día los presentaría. A sus dos personas más queridas: Marianna y Arcadio.

Siempre estaré contigo, mamá. Una historia en la que se puede creer

La abuela Consuelo no podía esperar a que anocheciera. Su vecina Lucía, una mujer soltera ya cerca de los cincuenta, le había contado algo tan insólito que todo le daba vueltas en la cabeza.

Y como prueba de sus palabras, incluso la había invitado esa tarde, que fuese a su casa, que le enseñaría algo.

Todo empezó durante una conversación sencilla. Lucía había salido por la mañana, camino del mercado, y pasó por casa de la abuela Consuelo:

¿Necesitas que te compre algo, doña Consuelo? Voy al mercado de la esquina que quiero hacer una empanada, y comprar unas cosillas más.

Qué buena mujer eres, Lucía. Siempre atenta y amable. Te recuerdo siendo una chiquilla. Lástima que no hayas tenido suerte, siempre sola, hija mía. Pero te veo animada, nunca te quejas, no como otras.

¿Y para qué voy a quejarme, doña Consuelo? Si yo a un hombre sí que quiero, pero, por ahora, no podemos vivir juntos. Ya te lo contaré. A ti sí. ¿Sabes qué? Además, tengo algo que enseñarte, que no le mostraría a nadie más.

Porque te conozco, y si acaso lo cuentas, da igual nadie lo va a creer, dijo Lucía riendo. Tú dime, ¿qué te compro? Luego, cuando vuelva, tomamos un té y te cuento cómo es mi vida. Seguro te alegras por mí, y dejas de sentir lástima.

La abuela Consuelo no necesitaba realmente nada, pero la curiosidad pudo más, así que le encargó pan y unos caramelos para el té.

La intriga la devoraba: ¿qué podría tener Lucía para contarle?

Cuando Lucía volvió, le trajo el pan y los caramelos, y la abuela Consuelo preparó una tetera con té recién hecho y se sentó a escuchar.

Doña Consuelo, seguro recuerdas lo que me pasó hace veinte años. Ya estaba cerca de los treinta. Salía con un buen hombre, íbamos a casarnos. No le amaba, pero era buena persona y pensé: ¿qué será de mi vida sin familia ni hijos?. Solicitamos los papeles, él se mudó conmigo.

Me quedé embarazada. En el octavo mes, nació una niña. Vivió dos días y se fue. Yo pensé que me ahogaba en el dolor. Me separé de mi marido, ya nada nos unía. Pasaron un par de meses.

Empecé, poco a poco, a volver a la vida. Dejé de llorar.

Y, de repente

Lucía miró a la abuela Consuelo esperanzada:

No sé cómo decírtelo, pero en el dormitorio tenía preparada la cunita de mi hija.

Dicen que es mal agüero comprar cosas antes de que nazca, pero yo no creía en eso. Ya tenía todo, las sábanas puestas, los peluches.

Y esa noche, me despierta un llanto de bebé. Pensé que estaba perdiendo la cabeza, que era por la pena. Pero no, otra vez el llanto. Me acerqué a la cuna y allí estaba una niña pequeña.

La cogí en brazos y casi no podía respirar de alegría. Me miró, cerró los ojos y se durmió.

Y así comenzó: cada noche, mi hija conmigo.

Le compré hasta leche y biberón, aunque comía poco. Lloraba, la abrazaba, y al mirarme sonreía, cerraba los ojos y dormía.

¿Pero cómo puede ser?, la abuela Consuelo estaba hechizada . ¿Eso es posible?

¡Si yo también pensaba que era imposible! Lucía se ruborizó de la emoción.

¿Y qué pasó luego? la abuela Consuelo, poco convencida, se metió un caramelo en la boca y sorbió el té.

Pues así seguimos Lucía sonreía. Mi niña vive en otro mundo, allí tiene madre y padre. Pero no se olvida de mí. Por las noches viene, sólo un rato, casi cada día.

Hasta un día me dijo:

Yo siempre estaré contigo, mamá. Nos une un hilo invisible, que nunca se rompe.

A veces creo que todo esto es un sueño. Pero es que incluso me trae regalos de ese otro mundo. Aunque aquí se deshacen enseguida, como la escarcha en primavera.

¿De verdad? la abuela Consuelo bebía té como si el relato le secara la garganta.

Por eso quiero que vengas, que lo veas. Que me digas que lo que yo veo, de verdad existe.

Yo lo creo, pero

Más tarde, ya de noche, fue la abuela Consuelo a casa de Lucía. Se sentaron en la penumbra, conversando.

Estaban solas. Y ya les entraba sueño cuando de pronto la habitación se llenó de una luz suave. El aire titiló y apareció una joven encantadora:

¡Hola, mamá! He tenido un día maravilloso y quiero compartirlo contigo. Y aquí tienes un regalo y la joven dejó un ramo de flores sobre la mesa.

Hola, señora al ver a la abuela Consuelo, la joven saludó, casi se me olvida que quería conocerme. Soy Jimena

Poco después, la joven se despidió y desapareció como si fuera aire.

La abuela Consuelo seguía atónita, enmudecida, sin encontrar palabras.

Caramba, Lucía. Parece que es verdad.

Menuda muchacha guapa tienes, hija, y tan parecida a ti.

Me alegro por ti, Lucía. Eres más afortunada de lo que imaginabas, ¡quizás más incluso que los demás!

Vivir para ver, nunca lo habría creído si no lo veo con mis ojos. ¡Qué maravilla todo esto!

Gracias, hija.

Como si me hubieras abierto los ojos. El mundo es enorme, la vida sigue en todas partes. Ahora ya no me da miedo la muerte.

Sé feliz, Lucía.

Las flores sobre la mesa se iban volviendo cada vez más pálidas, diluyéndose, hasta desaparecer del todo.

Pero Lucía, al despedir a la abuela Consuelo, sonreía envuelta en sus pensamientos. Mañana sería otro día, fantástico y lleno de promesas. Se encontraría con Álvaro, aquel a quien quería tanto. Y él también la amaba, Lucía lo sentía.

¿Cómo?

Eso no se explica.

Y algún día, los presentaría.

A las dos personas más queridas para ella: Jimena y Álvaro.

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MagistrUm
Siempre estaré contigo, mamá. Una historia real que podrías creer La abuela Valeria no podía esperar a que llegara la tarde. Su vecina Natalia, una mujer soltera cercana a los cincuenta, le había contado algo tan sorprendente que le daba vueltas la cabeza. Y para demostrarlo, le había invitado a pasar por su casa al caer la noche, asegurando que le enseñaría algo especial. Todo empezó con una simple conversación. Natalia, de camino al supermercado aquella mañana, se asomó a casa de la abuela Valeria: —¿Te traigo algo, Valeria? Voy al súper de la esquina, quiero hornear una empanada y comprar alguna cosita dulce. —Mira que eres buena persona, Natalia, siempre tan atenta. Te recuerdo desde que eras una niña. Es una pena que no hayas formado una familia, que siempre te veo sola. Pero te observo, y no te veo triste ni quejarte, no como otras personas. —¿Y por qué iba a lamentarme, Valeria? Yo tengo a alguien a quien quiero, aunque todavía no podamos vivir juntos. Ya te contaré el motivo. Jamás le habría contado esto a nadie, pero confío en ti. Y además, hoy vengo con otra historia que quiero compartirte. —Sé que eres discreta y, aunque por casualidad lo cuentes, nadie lo creería —rió Natalia—. ¿Entonces, qué necesitas? Luego, cuando vuelva del súper, me sirves un té y te explico cómo me va la vida. Ya verás, te alegrarás por mí y dejarás de sentir lástima. La abuela Valeria realmente no necesitaba nada ese día, pero le pidió a Natalia que le trajera una barra de pan y unos caramelos para el té. La curiosidad la devoraba: ¿qué historia querría contarle su vecina? Natalia regresó del súper y, mientras Valeria preparaba un té aromático, se sentó a escucharla. —Valeria, ¿te acuerdas de lo que me pasó hace unos veinte años? Yo tenía casi treinta. Salía con un buen hombre, pensábamos casarnos. No era que lo amara, pero era decente y pensaba: “¿Cómo voy a quedarme sin familia y sin hijos?” Solicitamos los papeles y se mudó conmigo. Me quedé embarazada. En el octavo mes, nació una niña. Vivió dos días y falleció. Creí volverme loca de dolor. Mi pareja y yo nos separamos, no teníamos ya ningún vínculo. Al poco de aquello, empecé a reponerme poco a poco, a dejar de llorar. Y entonces… Natalia miró a Valeria esperando su reacción: —No sé cómo explicártelo. Había preparado una cunita para mi hija en mi dormitorio. Ya sabes lo que se dice, que da mala suerte comprar cosas antes de tiempo. Pero yo no creía en supersticiones, lo tenía todo listo, la ropa, los juguetes. Una noche, me despertó el llanto de un bebé. Pensé que mi cabeza me jugaba una mala pasada. Pero no, volvía a oírlo, llorando. Fui a la cuna y… allí estaba, ¡una niña pequeña! La tomé en brazos y casi no podía respirar de felicidad. Ella me miró, cerró los ojos y… se durmió. Y desde entonces, cada noche vuelve mi niña conmigo. Hasta le compré leche en polvo y biberones. Pero apenas comía. Lloraba, la tomaba en brazos y me sonreía, cerraba los ojitos y dormía. —¿Pero cómo puede ser eso?, —la abuela Valeria la escuchaba hechizada—. ¿De verdad sucede algo así? —Pues yo tampoco lo creía —Natalia se sonrojó de la emoción. —¿Y luego qué pasó? —dijo Valeria incrédula, llevando una pastilla a la boca y sorbiendo el té. —Pues así sigue siendo. Mi niña vive en otro mundo, allí tiene otra madre y otro padre. Pero no se olvida de mí. Me visita cada noche, aunque sólo sea un rato. Y un día me lo dijo: —Siempre estaré contigo, mamá. Nos une un hilo invisible que jamás se romperá. A veces me pregunto si lo sueño. Pero hasta me trae regalos de ese otro mundo. Eso sí, no duran mucho aquí: se deshacen como la nieve en primavera. —¿En serio?, —Valeria bebió otro sorbo de té, boquiabierta ante aquella historia. —Por eso quiero que vengas a mi casa. Que lo veas tú misma y me confirmes que lo que veo es real. Aunque yo lo creo… quiero que alguien más lo vea. Esa noche, Valeria fue a casa de Natalia. Sentadas en la penumbra, conversaron largamente. No había nadie más en casa, solo Natalia y Valeria. Cuando ya tenían sueño, una luz suave iluminó la estancia y… apareció una joven dulce: —¡Hola, mamá! Hoy tuve un día maravilloso y quería compartirlo contigo. Y aquí tienes un regalo —dejó unas flores sobre la mesa. —¡Ay, buenas noches! —dijo la joven al notar a Valeria—. ¡Casi se me olvida! Mamá me dijo que vendrías a verme. Soy Marianna… Al cabo de un rato, la joven se despidió y se desvaneció en el aire. Valeria permaneció en silencio, asombrada. Tardó en reaccionar: —Natalia, ahora sí que lo creo. Tienes una hija preciosa, se parece a ti. Me alegro mucho por ti, Natalia. Eres una mujer afortunada, quizá más que nadie. Quién lo diría… ¡Si no lo veo, no lo creo! Es algo maravilloso. Te estoy muy agradecida. Es como si me hubieras abierto los ojos. El mundo es mucho más grande de lo que creemos, la vida sigue en todas partes, ya no me da miedo morir. ¡Te deseo toda la felicidad, Nati! Las flores sobre la mesa se volvían cada vez más pálidas, hasta que desaparecieron por completo. Pero Natalia, después de despedir a su vecina, sonreía feliz pensando en el mañana. Mañana sería un día especial: se reencontraría con Arcadio, el hombre al que amaba y que la amaba a ella; de eso, Natalia estaba convencida. ¿Cómo lo sabía? Hay cosas que no se pueden explicar. Y sabía que algún día los presentaría. A sus dos personas más queridas: Marianna y Arcadio.