Ni siquiera tengo con quién hablar. Relato —Mamá, ¿pero qué cosas dices? ¿Cómo que no tienes con quién hablar? ¡Si te llamo dos veces al día! —preguntó la hija, cansada. —No, hija mía, no es eso —suspiró tristemente Nina Antónova—, es que ya no me quedan amigos ni conocidos de mi edad. De mi tiempo. —Mamá, no digas tonterías. Tienes a tu amiga del colegio, Irene. Además, eres muy moderna y pareces mucho más joven. Mamá, ¿qué te pasa? —se preocupó la hija. —Sabes que Irene tiene asma y no puede hablar mucho por teléfono, empieza a toser. Y vive lejos, al otro lado de la ciudad. Éramos tres amigas inseparables; te lo he contado muchas veces. Pero Marisa ya no está. Ayer vino Tania, la vecina. Le invité a tomar un té, es buena mujer, viene a menudo. Trajo bollitos, los había hecho para los suyos. Me contó cosas de sus hijos, de sus nietos. También tiene nietos, aunque es quince años menor que yo. Pero sus recuerdos de infancia y de escuela no tienen nada que ver con los míos. Y yo solo quiero hablar con alguien de mi generación, como yo —Nina Antónova se lo decía todo a su hija, sabiendo que no la iba a entender. Es joven todavía. Su tiempo aún no ha pasado, está ahí fuera, tras la ventana. Aún no le tira la nostalgia. Svetlana es maravillosa y cariñosa, la cuestión no es ella. —Mamá, tengo entradas para un recital de romanzas el martes. ¿Recuerdas que querías ir? Y deja de estar triste, ponte ese vestido burdeos, ¡estás guapísima con él! —Vale, hija, todo bien, no sé qué me ha pasado, buenas noches, hablamos mañana. Acuéstate temprano y descansa bien —Nina Antónova cambió de tema. —Sí, mamá, hasta mañana, buenas noches —y Svetlana colgó. Nina Antónova miró en silencio por la ventana las luces titilantes de la noche… Décimo curso, también era primavera. Tantos sueños entonces. Qué reciente parece. A su amiga Irene le gustaba Sergio Malagón, del mismo curso. Pero a Sergio le gustaba ella, Nina. Él la llamaba por las noches al teléfono fijo, la invitaba a pasear. Pero Nina solo lo quería como amigo, no quería darle falsas esperanzas. Luego, Sergio se fue a la mili. Volvió, se casó. Vivía en la antigua casa de Irene. Aquel teléfono… fijo. El número… Nina Antónova marcó, recordándolo. La señal no salió enseguida, luego alguien descolgó. Sonó un crujido y luego una voz masculina y suave respondió: —¿Sí? Le escucho, adelante. ¿Será demasiado tarde? ¿Para qué llamé? ¿Igual ya ni se acuerda de mí, o ni siquiera es él? —Buenas noches —la voz de Nina Antónova tembló de emoción. El teléfono volvió a crujir, y de repente escuchó una exclamación sorprendida: —¿Nina? ¡No puede ser! Claro que eres tú. Tu voz nunca se olvida. ¿Cómo me has encontrado? Yo estoy aquí de casualidad… —¡Sergio, lo has reconocido! —una oleada de recuerdos felices inundó a Nina Antónova. Nadie la llamaba por su nombre, solo le decían “mamá”, “abuela” o “Nina Antónova”. Solo Irene, a veces. Y escuchar solo “Nina” sonaba tan maravilloso, tan primaveral, como si los años no pesaran. —Nina, ¿qué tal estás? Me alegro tanto de oírte —esas palabras le emocionaron. Temía no ser reconocida, o ser inoportuna. —¿Recuerdas el décimo curso? Cómo Vítor Vassutín y yo os llevábamos en barca a ti y a Irena. Acabó con las manos hechas polvo, lo disimulaba. Luego comimos helado en el paseo marítimo. Había música —la voz de Sergio era suave, soñadora. —Claro que me acuerdo —rió feliz Nina— ¿y la noche que nos fuimos al bosque con la clase? No éramos capaces de abrir las conservas y moríamos de hambre. —Sí, sí —rió Sergio—. Al final Vasska lo consiguió; después, canciones con guitarra junto al fuego, ¿te acuerdas? Luego quise aprender a tocarla. —¿Y aprendiste? —la voz de Nina sonaba rejuvenecida por los recuerdos. Sergio hacía revivir su pasado común, detallándolo todo. —¿Y tú? —preguntó Sergio y, sin dejarle contestar—: Bueno, qué pregunto, si tu voz demuestra que eres feliz. ¿Hijos, nietos? ¿Verdad? ¿Y sigues escribiendo poemas? ¡Por supuesto, aquél! “Disolverse en la noche, y resucitar al alba” ¡Eso es vitalidad! Siempre fuiste como el sol. Contigo se puede calentar el alma, no se pasa frío. Tus seres queridos son afortunados, una madre y abuela así es un tesoro. —Vamos, Sergio, deja de alabarme. Mi tiempo ya pasó, yo… Él la interrumpió: —¡Déjate de tonterías, desprendes una energía! ¡Hasta el teléfono se calienta! Es broma. No creo que hayas perdido las ganas de vivir. No lo parece. Así que, Nina, vive y disfruta. El sol brilla para ti. Y el viento mueve las nubes sobre el cielo por ti. Y los pájaros cantan para ti. —Sergio, sigues siendo un romántico… ¿Y tú? Qué pesadita yo, siempre yo… —de repente crujidos, un clic y la llamada se interrumpió. Nina Antónova se quedó un rato con el teléfono en la mano. Quiso devolver la llamada, pero pensó que quizá era tarde y no quedaba bien. Mejor otro día. ¡Qué conversación tan bonita! ¡Cuánto recordaron! Un brusco timbrazo la sobresaltó. Era su nieta. —Sí, Dashenka, cariño, no, no duermo. ¿Qué ha dicho mamá? Estoy bien, de buen humor. Vamos al concierto. ¿Vienes mañana? Perfecto, te espero. Un beso. Con el corazón alegre, Nina Antónova se acostó. ¡Qué de planes tenía! Al dormirse, iba componiendo versos nuevos en su cabeza… Por la mañana, decidió visitar a su amiga Irene. Unas paradas en tranvía. ¡Todavía no es tan vieja! Irene se alegró mucho: —¡Por fin! Cuánto lo habías prometido… ¿Has traído pastel de albaricoque? ¡Mi favorito! Cuenta, cuenta —Irene tosió y se llevó la mano al pecho. Pero enseguida hizo un gesto restándole importancia—: Todo bien, nuevo inhalador, estoy mejor. Vamos a por el té. Ninka, ¡te veo rejuvenecida! Venga, dime, ¿qué ha pasado? —No sé, será mi quinta juventud… Ayer llamé por casualidad a Sergio Malagón. ¿Recuerdas? Tu amor del décimo curso… Y empezó a recordar tantas cosas… ¡Hasta lo que yo ya había olvidado! ¿Por qué te callas, Irena, tienes otro ataque? Irene palideció y miró a su amiga fijamente. Finalmente susurró: —Nina, ¿no sabías que Sergio falleció hace un año? Y además vivía en otro barrio, ya no en ese piso. —¿Cómo…? ¿Con quién hablaba entonces? Sabía todos los detalles de nuestra juventud. Me animó, y comprendí que la vida sigue, que aún tengo fuerzas y ganas de vivir… ¿Pero cómo puede ser? —Nina no daba crédito—. Era su voz, lo oí. Me dijo cosas tan bonitas: “El sol brilla para ti. Y el viento mueve las nubes por el cielo para ti. Y los pájaros cantan para ti.” Irene negó con la cabeza, como dudando de lo contado por su amiga. Pero de pronto sentenció: —Nina, no sé cómo puede ser, pero parece que realmente fue él. Lo reconocería, por su forma de hablar. Sergio te quería. Quizá quiso animarte… desde allí. Y desde luego, lo consiguió. Hacía tiempo que no te veía tan alegre y con tanta energía. Algún día alguien recogerá tu corazón maltrecho pedazo a pedazo. Y entonces recordarás por fin que eres… sencillamente feliz.

No tenía ni con quién conversar. Relato

Mamá, pero ¿cómo dices eso? ¿Que no tienes con quién hablar? Si te llamo dos veces al día preguntó la hija con cansancio.

No, Lucía, no es eso, cielo suspiró tristemente doña Carmen Fernández. Es solo que ya no me quedan amigas ni conocidos de mi edad. Gente de mi tiempo.

Mamá, no digas tonterías. Tienes a tu amiga del colegio, Rosario. Y además eres muy moderna y pareces mucho más joven de lo que eres. Venga, mamá, ¿qué te pasa? se apenó la hija.

Ya sabes que Rosario tiene asma, no puede hablar por teléfono, le da la tos enseguida. Además vive lejos, al otro extremo de Madrid. Éramos tres inseparables, ¿te acuerdas cómo te contaba? Pero Clara ya nos dejó hace años. Ayer pasó por casa Lola, la vecina de al lado. Le ofrecí un té, es buena mujer, viene a menudo. Se fue un momento y volvió con unos bollos que había horneado para los suyos. Hablamos de los hijos y de los nietos. Ella también es abuela, aunque es quince años más joven que yo. Pero tiene recuerdos tan distintos de su infancia, del colegio.

Y yo lo que quiero es charlar con alguien de mi quinta, con quien compartir nostalgias Carmen le decía esto a su hija, pero sabía perfectamente que Lucía no podría entenderla. La juventud aún le brillaba. Su tiempo estaba en la calle, no en las memorias. Lucía era buenísima y atenta, no era cosa de ella.

Mamá, para el martes tengo entradas para la velada de zarzuela, ¿te animas? Dijiste que querías ir. Y deja ya la tristeza, ponte tu vestido granate, con él estás guapísima.

Bueno, Lucía, está bien, no sé ni yo lo que me pasa… Que descanses, hablamos mañana. Acuéstate pronto, que siempre andas cansada Carmen cambió de tema.

Sí, mamá, hasta mañana. Que duermas bien Lucía colgó.

Doña Carmen quedó mirando en silencio las luces titilantes del Madrid vespertino…

Curso de sexto en el Instituto, también era primavera. Tantos planes. Qué cerca parece. A su amiga Rosario le gustaba Felipe Miranda, de la clase. A él, en realidad, le gustaba ella, Carmen. Por las tardes le llamaba al fijo, la invitaba a pasear. Pero Carmen solo lo veía como un amigo, ¿para qué darle ilusiones?

Felipe se fue a la mili. Volvió y se casó. Vivía en el antiguo portal de Rosario. Aún tenía teléfono de los de disco. El número… Carmen lo marcó, de pronto lo recordó perfectamente. Tardó en sonar, y después contestó…, una voz masculina, baja:

¿Sí? Dígame.

¿Será ya muy tarde? ¿Para qué le llamé? ¿Quizá Felipe ni me recuerde, o ni siquiera sea él?
Buenas noches la voz de Carmen tembló nerviosa.

Del otro lado hubo un pequeño chisporroteo y, de repente, escuchó, sorprendido:

¿Carmen? ¿Eres tú? Claro que sí. Nunca olvidaría tu voz. ¿Cómo me encontraste? Estoy aquí por casualidad…

¡Felipín! Una oleada de alegría recorrió a doña Carmen. Hacía mucho que no la llamaban por su nombre, solo mamá, abuela, o doña Carmen. Bueno, solo Rosario la llamaba así.

Pero el simple Carmen, sonaba a gloria, rejuvenecía, como si no hubieran pasado los años.

Carmen, ¿cómo te va? Me alegra tanto oírte esas palabras le llenaron el alma. Temía que ni la reconociera, o que fuese inoportuno.

¿Te acuerdas del sexto? Cuando Vïctor García y tú nos llevasteis a Rosario y a mí a remar en el Retiro. Se hizo callos en las manos y los escondía. Luego nos tomamos un helado en la Plaza de Oriente. Sonaba música su voz era baja, soñadora.

Claro que me acuerdo Carmen rió de felicidad. Y nuestra acampada en la Sierra, ¡cómo costó abrir aquellas latas, y qué hambre!

Sí… rió Felipe. Fue Víctor quien las abrió al final. Luego cantamos con la guitarra junto al fuego, ¿te acuerdas? Después yo quise aprender a tocar.

¿Y aprendiste? la voz de Carmen chispeaba joven otra vez, sumergida en el torrente de recuerdos. Felipe iba desenterrando detalles de su pasado compartido.

¿Y cómo te encuentras ahora? preguntó Felipe, y él mismo contestó. Aunque vamos, se te oye feliz. ¿Tienes hijos, nietos? ¿Sigues con tus versos? Me acuerdo: Fundirme en la noche, renacer con el alba… ¡Puro entusiasmo!

Siempre fuiste como el sol, a tu lado se calienta el alma. ¡Cuánto deben apreciarte tus hijos y nietos!

¡Vaya, Felipe, te has pasado! Mi tiempo ya pasó…

La interrumpió:

Nada de eso, contigo esto se anima, hasta quema el teléfono bromeó. No me creo que hayas perdido el gusto por la vida. No es tu estilo. Así que Carmen, a vivir, que el sol brilla para ti…

El viento mueve las nubes para ti.

¡Y los pájaros cantan para ti!

Felipe, sigues igual de romántico. ¿Y tú, qué tal? Siempre hablo de mí… pero en ese momento un chasquido y se cortó.

Carmen se quedó, teléfono en mano, pensando en devolver la llamada, pero era tarde, mejor dejarlo para otro día.

Cuánto bien le había hecho esa conversación… Cuántos recuerdos. Un timbrazo la sobresaltó. Era su nieta.

¿Sí, Andrea? Despierta estoy, hija. ¿Qué dice mamá? No, estoy contenta. Vamos las dos al concierto. ¿Vienes mañana? Genial, te espero.

Doña Carmen se acostó de buen humor, ideando planes. Antes de dormirse componía en su mente versos nuevos…

A la mañana siguiente decidió visitar a Rosario. Unos cuantos trayectos en el tranvía, después de todo, no era ninguna vieja cascarrabias.

Rosario la recibió encantada:

¡Por fin! ¡Cuánto lo dijiste! Anda, ¿has traído una tarta de albaricoque? ¡Mi favorita! Cuenta, cuenta… Rosario tosió, apretándose el pecho, pero alzó la mano restándole importancia.

Tranquila, el inhalador nuevo va bien. Vamos a tomar té. Te veo rejuvenecida, Carmen, dime la verdad.

No sé, será mi quinta juventud, imagínate Carmen cortaba tarta. Ayer, sin querer, llamé a Felipe Miranda. ¿Te acuerdas, tu flechazo del instituto? Se puso a recordar, y desenterró cosas que ni yo… ¿Qué pasa, Rosario? ¿Te encuentras bien?

Rosario había palidecido y la miraba en silencio. Luego susurró:

Carmen… ¿no sabías que Felipe murió hace un año? Y vivía en otro barrio, esa casa la dejó hace tiempo…

¿Qué dices? ¿Entonces con quién hablé yo? Él sabía todos los detalles de nuestra juventud. Estaba algo triste antes de llamarle…

Pero después sentí que la vida seguía, que me quedaba fuerza y ganas… ¿Cómo es posible? Carmen no daba crédito.

Pero era él, era su voz. Me dijo: El sol brilla para ti. El viento empuja nubes para ti. ¡Y los pájaros cantan para ti!

Rosario negó con la cabeza, dudando del relato de su amiga. Pero entonces concluyó:

Carmen, no sé cómo, pero yo creo que sí era él. Así hablaba, tan suyo. Felipe te quería. Quizás solo quiso darte un último empujón… desde donde esté. Y bien que lo logró. Hacía mucho que no te veía así de dichosa.

Al final, siempre habrá quien recoja los trocitos de tu maltrecho corazón. Y un día recordarás, simplemente, que eres… feliz.

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MagistrUm
Ni siquiera tengo con quién hablar. Relato —Mamá, ¿pero qué cosas dices? ¿Cómo que no tienes con quién hablar? ¡Si te llamo dos veces al día! —preguntó la hija, cansada. —No, hija mía, no es eso —suspiró tristemente Nina Antónova—, es que ya no me quedan amigos ni conocidos de mi edad. De mi tiempo. —Mamá, no digas tonterías. Tienes a tu amiga del colegio, Irene. Además, eres muy moderna y pareces mucho más joven. Mamá, ¿qué te pasa? —se preocupó la hija. —Sabes que Irene tiene asma y no puede hablar mucho por teléfono, empieza a toser. Y vive lejos, al otro lado de la ciudad. Éramos tres amigas inseparables; te lo he contado muchas veces. Pero Marisa ya no está. Ayer vino Tania, la vecina. Le invité a tomar un té, es buena mujer, viene a menudo. Trajo bollitos, los había hecho para los suyos. Me contó cosas de sus hijos, de sus nietos. También tiene nietos, aunque es quince años menor que yo. Pero sus recuerdos de infancia y de escuela no tienen nada que ver con los míos. Y yo solo quiero hablar con alguien de mi generación, como yo —Nina Antónova se lo decía todo a su hija, sabiendo que no la iba a entender. Es joven todavía. Su tiempo aún no ha pasado, está ahí fuera, tras la ventana. Aún no le tira la nostalgia. Svetlana es maravillosa y cariñosa, la cuestión no es ella. —Mamá, tengo entradas para un recital de romanzas el martes. ¿Recuerdas que querías ir? Y deja de estar triste, ponte ese vestido burdeos, ¡estás guapísima con él! —Vale, hija, todo bien, no sé qué me ha pasado, buenas noches, hablamos mañana. Acuéstate temprano y descansa bien —Nina Antónova cambió de tema. —Sí, mamá, hasta mañana, buenas noches —y Svetlana colgó. Nina Antónova miró en silencio por la ventana las luces titilantes de la noche… Décimo curso, también era primavera. Tantos sueños entonces. Qué reciente parece. A su amiga Irene le gustaba Sergio Malagón, del mismo curso. Pero a Sergio le gustaba ella, Nina. Él la llamaba por las noches al teléfono fijo, la invitaba a pasear. Pero Nina solo lo quería como amigo, no quería darle falsas esperanzas. Luego, Sergio se fue a la mili. Volvió, se casó. Vivía en la antigua casa de Irene. Aquel teléfono… fijo. El número… Nina Antónova marcó, recordándolo. La señal no salió enseguida, luego alguien descolgó. Sonó un crujido y luego una voz masculina y suave respondió: —¿Sí? Le escucho, adelante. ¿Será demasiado tarde? ¿Para qué llamé? ¿Igual ya ni se acuerda de mí, o ni siquiera es él? —Buenas noches —la voz de Nina Antónova tembló de emoción. El teléfono volvió a crujir, y de repente escuchó una exclamación sorprendida: —¿Nina? ¡No puede ser! Claro que eres tú. Tu voz nunca se olvida. ¿Cómo me has encontrado? Yo estoy aquí de casualidad… —¡Sergio, lo has reconocido! —una oleada de recuerdos felices inundó a Nina Antónova. Nadie la llamaba por su nombre, solo le decían “mamá”, “abuela” o “Nina Antónova”. Solo Irene, a veces. Y escuchar solo “Nina” sonaba tan maravilloso, tan primaveral, como si los años no pesaran. —Nina, ¿qué tal estás? Me alegro tanto de oírte —esas palabras le emocionaron. Temía no ser reconocida, o ser inoportuna. —¿Recuerdas el décimo curso? Cómo Vítor Vassutín y yo os llevábamos en barca a ti y a Irena. Acabó con las manos hechas polvo, lo disimulaba. Luego comimos helado en el paseo marítimo. Había música —la voz de Sergio era suave, soñadora. —Claro que me acuerdo —rió feliz Nina— ¿y la noche que nos fuimos al bosque con la clase? No éramos capaces de abrir las conservas y moríamos de hambre. —Sí, sí —rió Sergio—. Al final Vasska lo consiguió; después, canciones con guitarra junto al fuego, ¿te acuerdas? Luego quise aprender a tocarla. —¿Y aprendiste? —la voz de Nina sonaba rejuvenecida por los recuerdos. Sergio hacía revivir su pasado común, detallándolo todo. —¿Y tú? —preguntó Sergio y, sin dejarle contestar—: Bueno, qué pregunto, si tu voz demuestra que eres feliz. ¿Hijos, nietos? ¿Verdad? ¿Y sigues escribiendo poemas? ¡Por supuesto, aquél! “Disolverse en la noche, y resucitar al alba” ¡Eso es vitalidad! Siempre fuiste como el sol. Contigo se puede calentar el alma, no se pasa frío. Tus seres queridos son afortunados, una madre y abuela así es un tesoro. —Vamos, Sergio, deja de alabarme. Mi tiempo ya pasó, yo… Él la interrumpió: —¡Déjate de tonterías, desprendes una energía! ¡Hasta el teléfono se calienta! Es broma. No creo que hayas perdido las ganas de vivir. No lo parece. Así que, Nina, vive y disfruta. El sol brilla para ti. Y el viento mueve las nubes sobre el cielo por ti. Y los pájaros cantan para ti. —Sergio, sigues siendo un romántico… ¿Y tú? Qué pesadita yo, siempre yo… —de repente crujidos, un clic y la llamada se interrumpió. Nina Antónova se quedó un rato con el teléfono en la mano. Quiso devolver la llamada, pero pensó que quizá era tarde y no quedaba bien. Mejor otro día. ¡Qué conversación tan bonita! ¡Cuánto recordaron! Un brusco timbrazo la sobresaltó. Era su nieta. —Sí, Dashenka, cariño, no, no duermo. ¿Qué ha dicho mamá? Estoy bien, de buen humor. Vamos al concierto. ¿Vienes mañana? Perfecto, te espero. Un beso. Con el corazón alegre, Nina Antónova se acostó. ¡Qué de planes tenía! Al dormirse, iba componiendo versos nuevos en su cabeza… Por la mañana, decidió visitar a su amiga Irene. Unas paradas en tranvía. ¡Todavía no es tan vieja! Irene se alegró mucho: —¡Por fin! Cuánto lo habías prometido… ¿Has traído pastel de albaricoque? ¡Mi favorito! Cuenta, cuenta —Irene tosió y se llevó la mano al pecho. Pero enseguida hizo un gesto restándole importancia—: Todo bien, nuevo inhalador, estoy mejor. Vamos a por el té. Ninka, ¡te veo rejuvenecida! Venga, dime, ¿qué ha pasado? —No sé, será mi quinta juventud… Ayer llamé por casualidad a Sergio Malagón. ¿Recuerdas? Tu amor del décimo curso… Y empezó a recordar tantas cosas… ¡Hasta lo que yo ya había olvidado! ¿Por qué te callas, Irena, tienes otro ataque? Irene palideció y miró a su amiga fijamente. Finalmente susurró: —Nina, ¿no sabías que Sergio falleció hace un año? Y además vivía en otro barrio, ya no en ese piso. —¿Cómo…? ¿Con quién hablaba entonces? Sabía todos los detalles de nuestra juventud. Me animó, y comprendí que la vida sigue, que aún tengo fuerzas y ganas de vivir… ¿Pero cómo puede ser? —Nina no daba crédito—. Era su voz, lo oí. Me dijo cosas tan bonitas: “El sol brilla para ti. Y el viento mueve las nubes por el cielo para ti. Y los pájaros cantan para ti.” Irene negó con la cabeza, como dudando de lo contado por su amiga. Pero de pronto sentenció: —Nina, no sé cómo puede ser, pero parece que realmente fue él. Lo reconocería, por su forma de hablar. Sergio te quería. Quizá quiso animarte… desde allí. Y desde luego, lo consiguió. Hacía tiempo que no te veía tan alegre y con tanta energía. Algún día alguien recogerá tu corazón maltrecho pedazo a pedazo. Y entonces recordarás por fin que eres… sencillamente feliz.