Ni se te ocurra tocar las cosas de mi madre, dice el marido.
Esa ropa es de mi madre. ¿Para qué la has sacado? pregunta él, con una voz tan fría que parece la de un extraño.
Vamos a tirarla. ¿Para qué la queremos, Javier? Está ocupando el armario entero y yo necesito ese espacio para guardar los edredones de invierno y las almohadas de repuesto. Mira cómo está todo de revuelto en casa.
Lucía, con gesto firme, sigue quitando de las perchas las chaquetas, faldas y vestidos sencillos de su difunta suegra, doña Carmen García. Carmen siempre cuidaba su ropa con esmero, tenía todo ordenado al detalle, y lo mismo inculcó a su hijo. En cambio, los armarios de Lucía eran un caos absoluto; cada mañana hundía la cabeza entre montañas de prendas, buscando una camiseta o blusa, que siempre parecían esconderse. Protestaba porque nunca tenía nada que ponerse y acababa desenrollando y planchando a toda prisa jerséis arrugados que parecían salidos de la boca de una vaca.
No hacía ni tres semanas que Javier había despedido a su madre para siempre. A Carmen, que llevaba meses necesitando cuidadosya sin esperanza realy paz. El cáncer en fase avanzada avanzó demasiado rápido. Javier se la llevó a casa y allí se apagó tras apenas un mes. Ahora, al volver del trabajo, encuentra sus cosas tiradas en medio del pasillo como si fueran trastos, y se queda helado. ¿Ya está? ¿Así tratamos la memoria de su madre? ¿Fuera a la basura y ya ni se menciona?
¿Por qué me miras como si fuera Franco pasando revista? protesta Lucía, echándose a un lado.
Que no toques sus cosas, le responde Javier con un hilo de voz, los dientes apretados. Siente la sangre subirle tan de golpe a la cabeza, que se le entumecen las manos y las piernas.
¡Pero si es sólo ropa vieja! gruñe Lucía, perdiendo ya la calma. ¿Vas a montar un museo en casa o qué? Ya no está, Javier, asúmelo. Más te valía haber cuidado de ella en vida. Si la hubieras visitado más, habrías sabido cuánto sufría.
Estas palabras caen sobre Javier como una bofetada.
Vete antes de que haga una tontería de la que me arrepienta, le suelta, con voz entrecortada.
Lucía bufa:
Cuando alguien no piensa como tú, ya está loco.
Todo el que lleva la contraria a Lucía pasa, automáticamente, a ser tachado de desequilibrado.
Sin quitarse los zapatos, Javier cruza el recibidor y abre las puertas altas del armario del pasillo. Se sube a una banqueta y saca una de las bolsas de cuadros que usan para la mudanza a la nueva casa. Mete allí la ropa de Carmen, doblando cada pieza con el mismo cuidado que ponía su madre, en vez de amontonarla. Encima coloca la chaqueta y una bolsa con sus zapatos. Su hijo menor, un niño de tres años, le ronda alrededor, ayudando: incluso mete su tractor de juguete en la bolsa. Al terminar, Javier busca una llave en el cajón y se la guarda en el bolsillo.
Papá, ¿adónde vas?
Javier fuerza una sonrisa amarga mientras agarra el pomo de la puerta.
Enseguida vuelvo, campeón, ve con mamá.
¡Espera! grita Lucía desde el salón, nerviosa. ¿A dónde vas a estas horas? ¿Y la cena?
No te preocupes. De tu actitud hacia mi madre ya he tenido suficiente para hoy.
No montes un drama, hombre. Quítate los zapatos. ¿A dónde piensas ir ahora?
Javier sale sin mirar atrás, con la bolsa a cuestas. Arranca el coche y pone rumbo a la A-6, dejando atrás el bloque de pisos en Alcorcón. Conduce sin pensar en el tráfico; lo demás trabajo, vacaciones de verano, los chistes del grupo WhatsApp se desdibuja. Sólo queda el peso de la culpa y el dolor, el sentimiento de que lo importante se pierde mientras él anda enredado con mil cosas secundarias.
A medio camino para en una cafetería de carretera, toma un café y un pincho, y sigue sin detenerse tres horas más. Sólo una vez se fija en el ocaso: el cielo gris se rasga de repente por hilos rojos, como si el sol se resistiera a irse. Ya en plena oscuridad llega al pueblo de su infancia, recorre las calles estrechas de tierra y deja el motor junto a la casa materna.
No se ve nada, sólo oscuridad y el aroma dulzón y denso de las flores de saúco, que atraen a mariposas nocturnas. Las ventanas opacas devuelven el reflejo del cielo. Javier abre la verja, se ayuda con la linterna del móvilcinco llamadas perdidas de Lucía. Esta noche no piensa responder a nadie. Deja el teléfono en silencio. El aire huele a mueble antiguo y humedad: la casa necesita leña en la estufa para no enmohecer. En el mueble del recibidor, aún están el peine de Carmen y su neceser; encima de la silla, el abrigo azul que le regaló Javier hace diez años y que llevaba hasta en verano.
Javier se detiene un momento junto a las zapatillas de estar por casa de su madre, ahora tan vacías. Se acerca a la puerta de su antiguo dormitorioahora de su madrey enciende la luz. La cama pequeña está igual, cubierta con su colcha y la pirámide de almohadas. Javier se sienta en el borde.
Antes él dormía allí y los padres al otro lado; al fondo, la cama de su hermano mayor y, junto a la ventana, un escritorio. Ahora, la máquina de coser de su madre ocupa ese espacio y la cama del hermano la sustituyó un armario. Todo sigue impregnado del olor y la presencia de Carmen.
Javier mira fijamente ese armario: le parece ver el fantasma de su madre. Mete la cabeza entre las manos, se encoge, y rompe a llorar. Lloraba porque en el último suspiro de su madre, cuando ella le apretaba la mano, no fue capaz de decir nada. Se quedó mudo, petrificado, con miles de palabras atragantadas en la garganta sin salir jamás. Carmen susurró: «No pasa nada, Javier, no me mires así He sido feliz». Y él quería gritarle gracias, hablarle del amor, de la infancia feliz, de la gratitud, de la seguridad y el calor de hogar, de ese refugio único, siempre abierto a sus hijos y lleno de perdón.
Pero fue incapaz. A veces las palabras justas cuestan más que cualquier proeza. Todo le sonaba anticuado y fuera de lugar, absurdo en estos tiempos de prisas, ironía y distancia emocional. La época no ha inventado aún palabras para la ternura; sólo sabemos ser duros y cínicos.
Apaga la luz y se duerme vestido, procurando no deshacer la cama. Encuentra una manta de lana y se la echa por encima. El sueño, inesperadamente dulce, lo vence. Se despierta a las siete, como siempre, sin alarma, como si su madre aún le llamara a desayunar justo a tiempo para ir al trabajo.
Sale a por la bolsa al coche. Las acacias, cubiertas de hojas frescas, parecen doncellas en fila junto a la tapia. El aire limpio, el canto de los gorriones… Javier da gracias por haberse criado en un pueblo y no en un bloque de ladrillos. Se estira, respira hondo e introduce la bolsa en casa.
Uno a uno, va colocando los vestidos y chaquetas de Carmen en su sitio, colgadas en las perchas que ella llamaba perchitas. Los zapatos y zapatillas, cuidadosamente abajo. Cuando termina, mira el armario y se imagina a su madre con esas ropas; sonríe, tierna y en silencio, sólo con la mirada, esa sonrisa de madre que lo decía todo. Javier acaricia las prendas suspendidas y, casi por inercia, las abraza y huele el aroma familiar. No sabe qué más hacer. Por fin reacciona, saca el móvil.
Don Mariano, hoy no podré ir al trabajo, tengo que resolver un asunto personal. ¿Se apañan sin mí? Gracias.
A Lucía sólo le escribe: Perdona por antes, vuelvo esta noche. Un beso.
El sendero del jardín está flanqueado por narcisos ya abiertos y tulipanes a punto. Arranca unos cuantos y añade unas ramas de lirios silvestres junto a las groselleras. El ramo es extraño, sí, pero decide hacerlo en tres partes: en el cementerio lo esperan tres. Camino de la panadería recuerda que no ha comido, compra leche, una baguette y se da un capricho de chocolate.
¡Javier! ¿Pero tú otra vez por aquí? le dice, sorprendida, la dueña de la tienda, Pilar.
Sí He venido por mi madre, responde Javier, bajando la mirada.
Lo entiendo ¿Quieres queso manchego? Me lo trae fresquísimo el pastor de la aldea. Tu madre siempre compraba
Javier la mira, cansado. ¿Será una broma? No, sólo es una mujer sencilla.
Bueno sí, deme un poco. ¿Y usted, qué tal, Pilar?
No me hables, se encoge de hombros. Era amiga íntima de Carmen. Mi Luis sigue igual, todo el día en el bar
Javier desayuna en el cementerio, delante de las tumbas. Los ramos: narcisos, lirios, tulipanes. Hermano, padre y madre. El hermano murió joven, cayó del tejado al cambiar unas tejas. No era alto, pero bastó. Tenía sólo veinte años. El padre, cinco años atrás. Ahora, la madre. Javier deja un trozo de chocolate en cada tumba y queso para su madre. Ellos le sonríen desde las fotos en las lápidas. Y él les habla en silencio.
Recuerda las limonadas y las bromas de niños con su hermano, las mañanas de pesca con el padre cómo lanzaba la caña como un vaquero. Y su madre, gritándole a todo el pueblo: ¡Javi, a comer!. Le daba vergüenza entonces, pero ojalá volviera a oírlo.
Javier acaricia la cruz de la tumba recién puesta, la tierra aún blandita bajo el sol.
Mamá, perdóname No estuve a la altura. ¿Por qué, si vivíamos cada uno por su cuenta, todo está ahora tan vacío? Hay tantas cosas que quiero deciros, a ti y a papá. Sois los mejores padres del mundo Os doy las gracias por todo, y a ti también, Andrés. Nosotros no somos tan generosos, ni Lucía ni yo: somos egoístas. Gracias por haber sido como fuisteis.
Ya era hora de irse. Javier regresa por el sendero del campo, mascando tallos tiernos. Se topa en la primera calle del pueblo con Luis, el hijo de la tendera. Va bastante bebido y con aspecto desaliñado.
¡Eh, Javi! ¿Otra vez aquí? murmura Luis, pastoso y descarado.
Sí, he venido a ver a los míos. ¿Tú sigues bebiendo?
Pues claro, será por la ocasión.
¿Y qué celebramos?
Luis rebusca entre los bolsillos de su chándal y saca un calendario de propaganda. Dobla la hoja:
¡El Día Mundial de la Tortuga! lee con orgullo.
Ya responde Javier, irónico. Cuida de tu madre, Luis. Es oro puro, no es eterna. Acuérdate.
Se aleja, dejando a Luis perplejo. El otro le grita cuando Javier ya se pierde de vista:
¡Vale, lo haré Cuídate, Javi!
Sí, adiós, responde Javier sin mirar atrás.







