Casarse con un inválido. Relato
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Recuerdo que mi hija regresó tarde aquella noche del hospital, donde trabajaba como auxiliar de enfermería en la sección de traumatología. Estuvo un buen rato en el baño y, tras ponerse la bata, vino a la cocina.
En la sartén tienes filetes rusos y macarrones le ofrecí, mirándola a los ojos, tratando de adivinar qué le pasaba. ¿Estás cansada, Jimena? ¿Y ese ánimo?
No quiero cenar, ya soy bastante fea. Si encima me doy un atracón, no me mirará nadie contestó Jimena con expresión sombría, sirviéndose una taza de té.
¿Pero qué tonterías dices? me alarmé. Tú estás estupenda, tienes una mirada muy viva, una nariz bonita y unos labios normales. No digas eso de ti, hija, ¡no seas injusta!
Lo digo porque todas mis amigas llevan años casadas y yo nada. Solo atraigo a chicos que no interesan a nadie. Los que me gustan ni me miran. ¿Qué tengo de malo, mamá? su voz era dura y esperaba mi respuesta.
Solo que no ha llegado tu momento, simplemente no has conocido aún a la persona que te corresponda intenté tranquilizarla, pero Jimena se encendió aún más.
Pues será por mis “ojitos”, que son pequeños, los labios, que los tengo finos, y mira qué nariz… Si tuviéramos dinero me haría cirugía, ¡pero como somos pobres! Así que he pensado casarme con alguien lisiado. En el hospital hay varios muchachos que sus novias han dejado tras un accidente. Ya no puedo esperar más, tengo treinta y tres años.
Ay, Jimena, ¿qué dices? Si tu padre tampoco anda bien de las piernas. Yo pensaba que al menos el yerno podría ayudarnos en la huerta, siempre viene bien un apoyo… me escapó decir en un arranque, y enseguida intenté retractarme. No me malinterpretes, hija, pero ¿por qué un inválido? ¿Y Andrés, el vecino? Es buen chico, te mira desde hace años, fuerte como un toro, seguro que tendríais hijos sanos
¡Mamá, por favor! Tu Andrés ni se queda en un trabajo ni uno, le gusta la jarra más de lo debido y no sabe conversar. ¿Y de qué iba a hablar yo con él? protestó Jimena, indignada.
¿Y para qué quieres hablar tanto? Yo le digo: Andrés, cava la huerta y luego comemos. O le mando a por pan al mercado, ya verás que es aplicado y servicial. Dadle una oportunidad proponía yo con voz humilde, pero Jimena apartó su taza casi llena y se levantó.
Me voy a dormir, mamá. Pensé que al menos tú me entenderías, pero resulta que también me consideras una desgraciada.
¡Hija, no digas eso! corrí tras ella, pero Jimena cerró la puerta de su cuarto agitadamente. ¡Ya basta, mamá!
Esa noche escuché sus pasos hasta tarde. Se acostó inquieta, pensando en aquel chico que habían traído no hacía mucho, al que amputaron la pierna cerca del tobillo.
Le cayó encima una losa en una casa medio derruida. Él entró allí por alguna razón y tardaron en sacarlo. La pierna no pudo salvarse.
Nadie venía a verle. Era joven, ni llegaba a los treinta.
Al principio, cuando Jimena le atendía tras la operación, la miraba con tal tristeza, le cogía la mano y la miraba a los ojos buscando consuelo.
Pero cuando tomó conciencia de su situación, se volvió hosco y sólo miraba al techo, en silencio y con rencor. Quizá le dolía más porque nunca venía nadie a verle, pensaba mi hija.
¿Crees que podré volver a caminar? preguntó recientemente, sin mirar a Jimena. Ella le respondió firme y segura:
Por supuesto que sí. Eres joven, te recuperarás.
Eso dicen todos, pero a ver si tú aguantarías una vida así, sin pierna respondió de pronto, irritado, dándole la espalda, y era como si fuera ella la culpable.
¿Y para qué entraste tú allí? ¡La culpa es tuya! replicó Jimena, también enfadada.
Vi algo moverse, no sé gruñó a regañadientes. Desde entonces, cuando ella entraba en la sala, él se giraba contra la pared.
Jimena se fijó bien en él: tenía los ojos claros, fríos como el hielo, pero su rostro era muy agradable. Le apenaba que su vida se hubiera roto de ese modo
¿Te doy lástima? adivinó un día al sorprenderle la mirada. Claro que sí, ¿qué otra cosa se puede sentir por un tipo como yo? ¿Quién va a quererme ahora?
A gente como yo tampoco nos quiere nadie, aunque tengamos todas las extremidades. Será que no soy de las que merecen compasión, ni eso Mejor perder una pierna, al menos así tendrías una excusa soltó Jimena, y no pudo evitar que se le humedecieran los ojos.
Por primera vez el chico, llamado Mateo, sonrió mirándola:
Menuda boba estás hecha. ¿Tú fea? Ojalá pudiera yo elegirte y qué suerte el que lo consiga, ¿me crees?
Jimena se quedó mirándole, y, extrañamente, sí, le creyó. Entonces, le dijo lo que llevaba tiempo queriendo decir:
Y si yo te elijo a ti ¿te casarías conmigo? Callas, eso es porque mientes. ¡Ya lo veo!
Jimena se levantó, dolida, y fue hacia la puerta.
Mateo, incorporándose con esfuerzo sobre sus codos, casi intentó ponerse de pie dos veces. Al recordar que no podía, le gritó:
¡Cásate conmigo, Jimena! Te juro que pronto nadie notará mi pierna. Pondré todo de mi parte, ¡no te vayas!
Jimena se detuvo en el pasillo, al borde de las lágrimas, pero con el presentimiento sereno de que él era el elegido. Ya no importaba si tenía la nariz torcida o los ojos pequeños, ni que a él le faltase una pierna: simplemente se habían encontrado.
Había llegado su momento, como decía mamá.
Mateo se volcó en su rehabilitación. Ahora tenía un objetivo: casarse con esa muchacha extraordinaria, y debía estar sobre sus propios pies para compartir el futuro juntos.
Quería que Jimena no se sintiera nunca más poca cosa ni pensara que nadie la necesitaba, porque para él era imprescindible. Solo con ella quería vivir.
¿Te has enamorado, hija mía? me preguntó de repente, dándome cuenta de lo radiante que estaba y que ahora nunca protestaba por su aspecto.
Jimena ni lo negó: la alegría le salía por los ojos. Ahora sólo deseaba que Mateo caminara normalmente y se adaptara al uso de la prótesis.
Se les veía paseando cada vez más tiempo, al principio por los jardines del hospital, después por las calles de Madrid, engalanadas de luces para la Navidad, bajo la nieve.
Aquí estaba la casa que se vino abajo encima de mí me contó un día Mateo. Justo aquí.
¿Y para qué entraste? Nunca me lo contaste le recordó Jimena.
Te reirás, pero vi un perrillo abandonado, flaco y negro con manchas blancas. Pensé que moriría de frío, y quise llevármelo a casa, para no estar solo explicó Mateo.
¡Mira, allí hay un perro delgaducho, nos mira con temor pero no se acerca!
¡Ese parece el mismo! se alegró Mateo, y el perro corrió junto a ellos, siguiéndolos hasta casa.
¡Qué suerte tuvo Jimena, encontró un marido más joven, guapo, con piso y sin suegra! bromeaban sus amigas en la boda.
Yo, su madre, lloré de emoción cuando Mateo empezó a llamarme “mamá”. Él era huérfano, criado en un orfanato, sin familia ninguna. Pero de buen corazón y, lo más importante, se amaban sinceramente.
Y la huerta ya puede esperar, que bien podemos arreglarnos; aunque al final, Mateo se animó con entusiasmo y todo le sale bien.
Ahora viven los tres: Jimena, Mateo y el perro, al que llamaron Rufián. Pero pronto serán cuatro, pues Jimena espera una niña
Nunca hay que desesperar, porque a veces por perder la esperanza dejamos pasar la felicidad sin reconocerla.
La vida es maravillosa por lo imprevisible que es.







