Casarse con un hombre discapacitado. Relato Gracias de corazón por vuestro apoyo, vuestros “me gusta”, los comentarios, incomodidades y suscripciones, y un AGRADECIMIENTO ENORME de parte mía y de mis cinco mininos por todas las donaciones recibidas. No dudéis en compartir los relatos que más os gusten en vuestras redes sociales; ¡también es un gesto que se agradece mucho! La hija llegó tarde de la clínica donde trabajaba como enfermera de traumatología. Tardó mucho en la ducha, luego apareció con la bata en la cocina. —En la sartén tienes filetes rusos y macarrones —le ofreció la madre, mirándola a la cara y tratando de adivinar qué le pasaba—. ¿Has llegado muy cansada, Lucía? ¿Qué te pasa hoy? —No voy a cenar, ya soy bastante fea y, si como más, nadie se va a fijar nunca en mí —replicó Lucía sombría, sirviéndose una taza de té. —¿Pero cómo puedes decir eso? —se alarmó la madre—. ¡Si tienes de todo en su sitio, tienes unos ojos listos, una nariz y una boca bien formadas, no digas tonterías, Lucía! —Pues porque todas mis amigas ya están casadas y yo sigo sola. A nadie decente le gusto, sólo atraigo a los tíos más desastre. Y los que a mí me gustan ni me miran. ¿Qué tengo de malo, mamá? —inquirió su hija, mirándola esperando respuesta. —Simplemente no has conocido todavía a tu destino, no ha llegado el momento —intentó consolarla la madre, pero Lucía se enfadó más. —Sí, claro, como tengo “ojitos” porque son pequeños, labios finos y fíjate qué nariz tengo. Si tuviéramos dinero, me operaría, pero somos pobres. Por eso he decidido que me casaré con cualquiera que esté discapacitado, en el hospital hay chicos que, después de accidentes o lesiones, sus novias les han abandonado. ¿Qué me queda ya? ¡Ya tengo treinta y tres años, no puedo esperar más! —Pero Lucía, no digas eso, tu padre también está mal de las piernas. Yo pensaba que, al menos, el yerno ayudaría en la huerta del chalet, eso sí que nos vendría bien… ¿cómo vamos a arreglárnoslas si no? —dijo la madre, y enseguida trató de justificarse—, pero no te lo tomes a mal, Lucía, no todos nacen con suerte. ¿A ti para qué te hace falta un hombre discapacitado? Si el vecino Álex es buen chaval, te mira mucho, es fuerte y los niños os saldrían sanos… —Mamá, por favor, tu Álex no dura ni un mes en un trabajo, le gusta beber y además, ¿de qué puedo hablar yo con él? —protestó Lucía. —¿Para qué vas a hablar tanto? Ya le diré yo que coja el motocultor y remueva la tierra, o que baje al supermercado, que es un chico muy majo y trabajador, igual hay suerte y encajáis —sugirió la madre, rogando, pero Lucía apartó la taza y se levantó: —Me voy a dormir, mamá. No me puedo creer que ni tú me tomes en serio, eres igual que los demás, piensas que soy un adefesio… —¡Lucía, hija, no digas eso! —la madre la siguió, pero Lucía hizo un gesto y cerró la puerta de su cuarto. Luego estuvo mucho rato pensando, recordando aquel chico al que trajeron hace poco, al que le amputaron la pierna hasta el tobillo. Le pilló una viga en una casa medio derruida. La casa iba a ser demolida y él se metió dentro, le rescataron tarde y su pierna no pudo salvarse. No recibía visitas, y era joven, ni siquiera tenía treinta años. Al principio la miraba mucho, le cogía de la mano y la miraba a los ojos después de la operación. Pero luego, al recobrar la conciencia, entendió su situación y miraba malhumorado al techo. Lucía sentía más compasión por él que por ninguno, tal vez porque nadie le visitaba. —¿Crees que podré volver a andar? —le preguntó sin mirarla hace poco, y Lucía le contestó firmemente: —Por supuesto, en cuanto cicatrice, eres joven, todo irá bien. —Eso lo decís todos. Te vería yo a ti sin pierna, vaya vida —de repente, el chico se enfadó y se volvió a la pared, como si fuera ella la culpable. —¿Y para qué entraste allí? —se enfadó a su vez Lucía—. ¡La culpa fue tuya! —Me pareció ver algo… —murmuró a regañadientes él, y ahora, cuando ella entraba, se volvía a la pared. Lucía lo observó, tenía los ojos claros y fríos como el hielo. Y el rostro muy agradable. Era una pena que le hubiese pasado aquello… —¿Te doy lástima? —la sorprendió un día—. Lo veo, me tienes pena, claro, ahora soy de esos a los que sólo se puede compadecer, a tipos como yo ya no nos quiere nadie. —A las de mi tipo tampoco. Tengo piernas y brazos, pero a mí tampoco me mira nadie, ni lástima me tienen, a veces preferiría ser coja, al menos me compadecerían por eso —respondió Lucía, sintiéndose tan desgraciada que casi le daban ganas de llorar. Entonces, Mikel, por primera vez, sonrió mirándola. —Vaya tontería, ¿fea tú? ¿Se te ha ido la cabeza? Yo te miro y, en serio, envidio al que te elija, ¿te lo crees? Lucía le miró con los ojos muy abiertos y, por increíble que pareciera, le creyó. Y de repente le dijo lo que tanto le rondaba la cabeza: —¿Y si te eligiera yo a ti, te casarías conmigo? Si no respondes, es que mientes, ya lo pillo. Lucía se levantó y fue hacia la puerta, ofendida. Mikel, como pudo, se incorporó entre las sábanas, como si fuese a ir tras ella; recordó enseguida que no podía, pero gritó: —¡Cásate conmigo, Lucía! Te juro que dentro de nada nadie notará lo de mi pierna. Me recuperaré rápido, no te vayas, Lucía… Lucía y Mikel Se detuvo en el pasillo, al borde del llanto pero sintiendo de repente que ÉL era el elegido. No importaba si sus ojos, su nariz o lo de la pierna; simplemente se habían encontrado. El momento había llegado, como decía mamá… Mikel se voló en la rehabilitación con tremendo entusiasmo. Ahora tenía una meta: casarse con una chica maravillosa, y debía estar en pie para construir juntos su futuro. No quería que Lucía volviese a entristecerse ni a creer que nadie la necesitaba. Porque él sí, la necesitaba más que nadie, solo quería vivir y estar con ella… —¿Estás enamorada, hija? —le preguntó con picardía su madre—. ¡Si parece que floreces! Y dices que eras fea… Lucía no lo negó; parecía volar, y ahora su mayor deseo era que Mikel superara la adaptación al nuevo miembro. Pasaban cada vez más tiempo juntos, primero por el patio de la clínica, luego por las calles nevadas y luminosas de la ciudad en vísperas de Navidad… —Ya han derribado la casa… aquí fue donde me cayó la viga —le enseñó un día Mikel. —¿Y para qué entraste? ¿Qué viste ahí? Nunca me lo contaste —recordó Lucía. —Te vas a reír: vi un perrillo sin hogar, flaco, negro con manchas blancas, y pensé en llevármelo para no estar tan solo —le explicó Mikel. —Mira, allí hay un perro flaco mirándonos con pena pero no se atreve a acercarse. —¡Si parece él! —exclamó contento Mikel, y el perro, desde ese día, les seguía hasta casa. —¡Vaya suerte la de Lucía! ¡Qué marido más apuesto se ha echado, jovencito, con piso propio y sin suegra! —bromeaban las amigas en su boda. La madre de Lucía hasta soltó unas lágrimas cuando Mikel empezó a llamarla “mamá”. Él, que creció en un orfanato, no tenía familia ninguna. Es un buen chico, de buen corazón, y sobre todo, se quieren y se merecen ser felices. Y la huerta, ¡que le den! Se puede vivir sin ella, aunque Mikel ayuda en todo y todo le sale bien. Ahora Lucía y Mikel viven con el perro Cosme. Y pronto serán uno más: Lucía y Mikel esperan una hija… Nunca hay que perder la esperanza, o puedes dejar pasar la felicidad sin reconocerla. La vida es tan maravillosa justamente por lo imprevisible que es…

Casarse con un inválido. Relato

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Recuerdo que mi hija regresó tarde aquella noche del hospital, donde trabajaba como auxiliar de enfermería en la sección de traumatología. Estuvo un buen rato en el baño y, tras ponerse la bata, vino a la cocina.

En la sartén tienes filetes rusos y macarrones le ofrecí, mirándola a los ojos, tratando de adivinar qué le pasaba. ¿Estás cansada, Jimena? ¿Y ese ánimo?

No quiero cenar, ya soy bastante fea. Si encima me doy un atracón, no me mirará nadie contestó Jimena con expresión sombría, sirviéndose una taza de té.

¿Pero qué tonterías dices? me alarmé. Tú estás estupenda, tienes una mirada muy viva, una nariz bonita y unos labios normales. No digas eso de ti, hija, ¡no seas injusta!

Lo digo porque todas mis amigas llevan años casadas y yo nada. Solo atraigo a chicos que no interesan a nadie. Los que me gustan ni me miran. ¿Qué tengo de malo, mamá? su voz era dura y esperaba mi respuesta.

Solo que no ha llegado tu momento, simplemente no has conocido aún a la persona que te corresponda intenté tranquilizarla, pero Jimena se encendió aún más.

Pues será por mis “ojitos”, que son pequeños, los labios, que los tengo finos, y mira qué nariz… Si tuviéramos dinero me haría cirugía, ¡pero como somos pobres! Así que he pensado casarme con alguien lisiado. En el hospital hay varios muchachos que sus novias han dejado tras un accidente. Ya no puedo esperar más, tengo treinta y tres años.

Ay, Jimena, ¿qué dices? Si tu padre tampoco anda bien de las piernas. Yo pensaba que al menos el yerno podría ayudarnos en la huerta, siempre viene bien un apoyo… me escapó decir en un arranque, y enseguida intenté retractarme. No me malinterpretes, hija, pero ¿por qué un inválido? ¿Y Andrés, el vecino? Es buen chico, te mira desde hace años, fuerte como un toro, seguro que tendríais hijos sanos

¡Mamá, por favor! Tu Andrés ni se queda en un trabajo ni uno, le gusta la jarra más de lo debido y no sabe conversar. ¿Y de qué iba a hablar yo con él? protestó Jimena, indignada.

¿Y para qué quieres hablar tanto? Yo le digo: Andrés, cava la huerta y luego comemos. O le mando a por pan al mercado, ya verás que es aplicado y servicial. Dadle una oportunidad proponía yo con voz humilde, pero Jimena apartó su taza casi llena y se levantó.

Me voy a dormir, mamá. Pensé que al menos tú me entenderías, pero resulta que también me consideras una desgraciada.

¡Hija, no digas eso! corrí tras ella, pero Jimena cerró la puerta de su cuarto agitadamente. ¡Ya basta, mamá!

Esa noche escuché sus pasos hasta tarde. Se acostó inquieta, pensando en aquel chico que habían traído no hacía mucho, al que amputaron la pierna cerca del tobillo.

Le cayó encima una losa en una casa medio derruida. Él entró allí por alguna razón y tardaron en sacarlo. La pierna no pudo salvarse.

Nadie venía a verle. Era joven, ni llegaba a los treinta.

Al principio, cuando Jimena le atendía tras la operación, la miraba con tal tristeza, le cogía la mano y la miraba a los ojos buscando consuelo.

Pero cuando tomó conciencia de su situación, se volvió hosco y sólo miraba al techo, en silencio y con rencor. Quizá le dolía más porque nunca venía nadie a verle, pensaba mi hija.

¿Crees que podré volver a caminar? preguntó recientemente, sin mirar a Jimena. Ella le respondió firme y segura:

Por supuesto que sí. Eres joven, te recuperarás.

Eso dicen todos, pero a ver si tú aguantarías una vida así, sin pierna respondió de pronto, irritado, dándole la espalda, y era como si fuera ella la culpable.

¿Y para qué entraste tú allí? ¡La culpa es tuya! replicó Jimena, también enfadada.

Vi algo moverse, no sé gruñó a regañadientes. Desde entonces, cuando ella entraba en la sala, él se giraba contra la pared.

Jimena se fijó bien en él: tenía los ojos claros, fríos como el hielo, pero su rostro era muy agradable. Le apenaba que su vida se hubiera roto de ese modo

¿Te doy lástima? adivinó un día al sorprenderle la mirada. Claro que sí, ¿qué otra cosa se puede sentir por un tipo como yo? ¿Quién va a quererme ahora?

A gente como yo tampoco nos quiere nadie, aunque tengamos todas las extremidades. Será que no soy de las que merecen compasión, ni eso Mejor perder una pierna, al menos así tendrías una excusa soltó Jimena, y no pudo evitar que se le humedecieran los ojos.

Por primera vez el chico, llamado Mateo, sonrió mirándola:

Menuda boba estás hecha. ¿Tú fea? Ojalá pudiera yo elegirte y qué suerte el que lo consiga, ¿me crees?

Jimena se quedó mirándole, y, extrañamente, sí, le creyó. Entonces, le dijo lo que llevaba tiempo queriendo decir:

Y si yo te elijo a ti ¿te casarías conmigo? Callas, eso es porque mientes. ¡Ya lo veo!

Jimena se levantó, dolida, y fue hacia la puerta.

Mateo, incorporándose con esfuerzo sobre sus codos, casi intentó ponerse de pie dos veces. Al recordar que no podía, le gritó:

¡Cásate conmigo, Jimena! Te juro que pronto nadie notará mi pierna. Pondré todo de mi parte, ¡no te vayas!

Jimena se detuvo en el pasillo, al borde de las lágrimas, pero con el presentimiento sereno de que él era el elegido. Ya no importaba si tenía la nariz torcida o los ojos pequeños, ni que a él le faltase una pierna: simplemente se habían encontrado.

Había llegado su momento, como decía mamá.

Mateo se volcó en su rehabilitación. Ahora tenía un objetivo: casarse con esa muchacha extraordinaria, y debía estar sobre sus propios pies para compartir el futuro juntos.

Quería que Jimena no se sintiera nunca más poca cosa ni pensara que nadie la necesitaba, porque para él era imprescindible. Solo con ella quería vivir.

¿Te has enamorado, hija mía? me preguntó de repente, dándome cuenta de lo radiante que estaba y que ahora nunca protestaba por su aspecto.

Jimena ni lo negó: la alegría le salía por los ojos. Ahora sólo deseaba que Mateo caminara normalmente y se adaptara al uso de la prótesis.

Se les veía paseando cada vez más tiempo, al principio por los jardines del hospital, después por las calles de Madrid, engalanadas de luces para la Navidad, bajo la nieve.

Aquí estaba la casa que se vino abajo encima de mí me contó un día Mateo. Justo aquí.

¿Y para qué entraste? Nunca me lo contaste le recordó Jimena.

Te reirás, pero vi un perrillo abandonado, flaco y negro con manchas blancas. Pensé que moriría de frío, y quise llevármelo a casa, para no estar solo explicó Mateo.

¡Mira, allí hay un perro delgaducho, nos mira con temor pero no se acerca!

¡Ese parece el mismo! se alegró Mateo, y el perro corrió junto a ellos, siguiéndolos hasta casa.

¡Qué suerte tuvo Jimena, encontró un marido más joven, guapo, con piso y sin suegra! bromeaban sus amigas en la boda.

Yo, su madre, lloré de emoción cuando Mateo empezó a llamarme “mamá”. Él era huérfano, criado en un orfanato, sin familia ninguna. Pero de buen corazón y, lo más importante, se amaban sinceramente.

Y la huerta ya puede esperar, que bien podemos arreglarnos; aunque al final, Mateo se animó con entusiasmo y todo le sale bien.

Ahora viven los tres: Jimena, Mateo y el perro, al que llamaron Rufián. Pero pronto serán cuatro, pues Jimena espera una niña

Nunca hay que desesperar, porque a veces por perder la esperanza dejamos pasar la felicidad sin reconocerla.

La vida es maravillosa por lo imprevisible que es.

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MagistrUm
Casarse con un hombre discapacitado. Relato Gracias de corazón por vuestro apoyo, vuestros “me gusta”, los comentarios, incomodidades y suscripciones, y un AGRADECIMIENTO ENORME de parte mía y de mis cinco mininos por todas las donaciones recibidas. No dudéis en compartir los relatos que más os gusten en vuestras redes sociales; ¡también es un gesto que se agradece mucho! La hija llegó tarde de la clínica donde trabajaba como enfermera de traumatología. Tardó mucho en la ducha, luego apareció con la bata en la cocina. —En la sartén tienes filetes rusos y macarrones —le ofreció la madre, mirándola a la cara y tratando de adivinar qué le pasaba—. ¿Has llegado muy cansada, Lucía? ¿Qué te pasa hoy? —No voy a cenar, ya soy bastante fea y, si como más, nadie se va a fijar nunca en mí —replicó Lucía sombría, sirviéndose una taza de té. —¿Pero cómo puedes decir eso? —se alarmó la madre—. ¡Si tienes de todo en su sitio, tienes unos ojos listos, una nariz y una boca bien formadas, no digas tonterías, Lucía! —Pues porque todas mis amigas ya están casadas y yo sigo sola. A nadie decente le gusto, sólo atraigo a los tíos más desastre. Y los que a mí me gustan ni me miran. ¿Qué tengo de malo, mamá? —inquirió su hija, mirándola esperando respuesta. —Simplemente no has conocido todavía a tu destino, no ha llegado el momento —intentó consolarla la madre, pero Lucía se enfadó más. —Sí, claro, como tengo “ojitos” porque son pequeños, labios finos y fíjate qué nariz tengo. Si tuviéramos dinero, me operaría, pero somos pobres. Por eso he decidido que me casaré con cualquiera que esté discapacitado, en el hospital hay chicos que, después de accidentes o lesiones, sus novias les han abandonado. ¿Qué me queda ya? ¡Ya tengo treinta y tres años, no puedo esperar más! —Pero Lucía, no digas eso, tu padre también está mal de las piernas. Yo pensaba que, al menos, el yerno ayudaría en la huerta del chalet, eso sí que nos vendría bien… ¿cómo vamos a arreglárnoslas si no? —dijo la madre, y enseguida trató de justificarse—, pero no te lo tomes a mal, Lucía, no todos nacen con suerte. ¿A ti para qué te hace falta un hombre discapacitado? Si el vecino Álex es buen chaval, te mira mucho, es fuerte y los niños os saldrían sanos… —Mamá, por favor, tu Álex no dura ni un mes en un trabajo, le gusta beber y además, ¿de qué puedo hablar yo con él? —protestó Lucía. —¿Para qué vas a hablar tanto? Ya le diré yo que coja el motocultor y remueva la tierra, o que baje al supermercado, que es un chico muy majo y trabajador, igual hay suerte y encajáis —sugirió la madre, rogando, pero Lucía apartó la taza y se levantó: —Me voy a dormir, mamá. No me puedo creer que ni tú me tomes en serio, eres igual que los demás, piensas que soy un adefesio… —¡Lucía, hija, no digas eso! —la madre la siguió, pero Lucía hizo un gesto y cerró la puerta de su cuarto. Luego estuvo mucho rato pensando, recordando aquel chico al que trajeron hace poco, al que le amputaron la pierna hasta el tobillo. Le pilló una viga en una casa medio derruida. La casa iba a ser demolida y él se metió dentro, le rescataron tarde y su pierna no pudo salvarse. No recibía visitas, y era joven, ni siquiera tenía treinta años. Al principio la miraba mucho, le cogía de la mano y la miraba a los ojos después de la operación. Pero luego, al recobrar la conciencia, entendió su situación y miraba malhumorado al techo. Lucía sentía más compasión por él que por ninguno, tal vez porque nadie le visitaba. —¿Crees que podré volver a andar? —le preguntó sin mirarla hace poco, y Lucía le contestó firmemente: —Por supuesto, en cuanto cicatrice, eres joven, todo irá bien. —Eso lo decís todos. Te vería yo a ti sin pierna, vaya vida —de repente, el chico se enfadó y se volvió a la pared, como si fuera ella la culpable. —¿Y para qué entraste allí? —se enfadó a su vez Lucía—. ¡La culpa fue tuya! —Me pareció ver algo… —murmuró a regañadientes él, y ahora, cuando ella entraba, se volvía a la pared. Lucía lo observó, tenía los ojos claros y fríos como el hielo. Y el rostro muy agradable. Era una pena que le hubiese pasado aquello… —¿Te doy lástima? —la sorprendió un día—. Lo veo, me tienes pena, claro, ahora soy de esos a los que sólo se puede compadecer, a tipos como yo ya no nos quiere nadie. —A las de mi tipo tampoco. Tengo piernas y brazos, pero a mí tampoco me mira nadie, ni lástima me tienen, a veces preferiría ser coja, al menos me compadecerían por eso —respondió Lucía, sintiéndose tan desgraciada que casi le daban ganas de llorar. Entonces, Mikel, por primera vez, sonrió mirándola. —Vaya tontería, ¿fea tú? ¿Se te ha ido la cabeza? Yo te miro y, en serio, envidio al que te elija, ¿te lo crees? Lucía le miró con los ojos muy abiertos y, por increíble que pareciera, le creyó. Y de repente le dijo lo que tanto le rondaba la cabeza: —¿Y si te eligiera yo a ti, te casarías conmigo? Si no respondes, es que mientes, ya lo pillo. Lucía se levantó y fue hacia la puerta, ofendida. Mikel, como pudo, se incorporó entre las sábanas, como si fuese a ir tras ella; recordó enseguida que no podía, pero gritó: —¡Cásate conmigo, Lucía! Te juro que dentro de nada nadie notará lo de mi pierna. Me recuperaré rápido, no te vayas, Lucía… Lucía y Mikel Se detuvo en el pasillo, al borde del llanto pero sintiendo de repente que ÉL era el elegido. No importaba si sus ojos, su nariz o lo de la pierna; simplemente se habían encontrado. El momento había llegado, como decía mamá… Mikel se voló en la rehabilitación con tremendo entusiasmo. Ahora tenía una meta: casarse con una chica maravillosa, y debía estar en pie para construir juntos su futuro. No quería que Lucía volviese a entristecerse ni a creer que nadie la necesitaba. Porque él sí, la necesitaba más que nadie, solo quería vivir y estar con ella… —¿Estás enamorada, hija? —le preguntó con picardía su madre—. ¡Si parece que floreces! Y dices que eras fea… Lucía no lo negó; parecía volar, y ahora su mayor deseo era que Mikel superara la adaptación al nuevo miembro. Pasaban cada vez más tiempo juntos, primero por el patio de la clínica, luego por las calles nevadas y luminosas de la ciudad en vísperas de Navidad… —Ya han derribado la casa… aquí fue donde me cayó la viga —le enseñó un día Mikel. —¿Y para qué entraste? ¿Qué viste ahí? Nunca me lo contaste —recordó Lucía. —Te vas a reír: vi un perrillo sin hogar, flaco, negro con manchas blancas, y pensé en llevármelo para no estar tan solo —le explicó Mikel. —Mira, allí hay un perro flaco mirándonos con pena pero no se atreve a acercarse. —¡Si parece él! —exclamó contento Mikel, y el perro, desde ese día, les seguía hasta casa. —¡Vaya suerte la de Lucía! ¡Qué marido más apuesto se ha echado, jovencito, con piso propio y sin suegra! —bromeaban las amigas en su boda. La madre de Lucía hasta soltó unas lágrimas cuando Mikel empezó a llamarla “mamá”. Él, que creció en un orfanato, no tenía familia ninguna. Es un buen chico, de buen corazón, y sobre todo, se quieren y se merecen ser felices. Y la huerta, ¡que le den! Se puede vivir sin ella, aunque Mikel ayuda en todo y todo le sale bien. Ahora Lucía y Mikel viven con el perro Cosme. Y pronto serán uno más: Lucía y Mikel esperan una hija… Nunca hay que perder la esperanza, o puedes dejar pasar la felicidad sin reconocerla. La vida es tan maravillosa justamente por lo imprevisible que es…