La futura suegra arruina las vacaciones: entre ruinas milenarias y secretos familiares, o cómo un viaje a Tailandia con la madre de tu novio puede cambiarlo todo

Vacaciones arruinadas por mi futura suegra

Irme sola con mi hija me da miedo, ya sabes dos mujeres, sin saber el idioma… si pasa algo… comentó mi suegra con un gesto despreocupado. Pero yendo los tres, pues, la cosa no da tanto respeto.
Y además, así estaremos cerca para cualquier imprevisto.
En ese momento, ni me imaginaba lo cerca que íbamos a estar.
Qué rabia… suspiré aquella tarde.

Llevábamos meses planeando las vacaciones con Carmen, mi novia, junto a su hermano Juan y su cuñada Teresa. Los cuatro, con gustos e intereses muy parecidos, formábamos el grupo ideal: nos daba igual acabar en el bar, en la playa o recorriendo castillos, porque todo nos apetecía juntos.

El año anterior habíamos viajado juntos dos veces y siempre acabábamos encantados. Pero, claro, justo ahora, todo se complicó.

No podía culpar a Teresa por ponerse enferma en mal momento. Eso nunca se planea. Pero ¿acaso no tenía derecho a sentirme decepcionado?

Qué se le va a hacer dijo Juan con resignación . Os toca dar vueltas por los restos de la antigua Hispania sin nosotros.
Estaba claro que él lo sentía tanto como nosotros. Pero era impensable dejar a Teresa sola, ni como broma.

El problema era el dinero de los vuelos y hoteles: a estas alturas ya no nos devolvían ni la mitad. Y perder el plan daba coraje.

Aquella tarde, la madre de Carmen y Juan, la señora Mercedes Martín, apareció por nuestro piso con aire de tenerlo todo solucionado. Sus visitas eran frecuentes: Carmen y ella estaban muy unidas. La señora Mercedes solía ser agradable, aunque, como toda buena madre castiza, no perdía oportunidad de enseñar a su futura nuera cómo llevar la casa. Pero de todas las suegras de las amigas de Carmen, Mercedes era la menos pesada, según ellas.

Así que Carmen aceptó de buen grado la idea: Mercedes compraría las plazas que Juan y Teresa no usarían, se llevaría de paso a su hija pequeña, Ángeles, y nos vendríamos los cuatro a la Costa del Sol a tomar el sol y cambiar de aires.

Irme sola con mi niña me da miedo, ya sabes repitió Mercedes. Pero con vosotros, pues, todo tranquilos.

Ni de lejos me imaginaba lo pegados que íbamos a estar. Si lo hubiera sabido, quizá me lo habría pensado.

Sin embargo, visto con distancia, menos mal que pude ver la verdadera cara tanto de la familia como de Carmen antes del compromiso definitivo y no más adelante, que los líos serían mayores.

Las amigas de Carmen le preguntaban si estaba en sus cabales: ¿cómo se le ocurría irse de viaje con su futura suegra? Que acabaría mandando sobre todos y montando guardia alrededor de su hijo.

A lo que Carmen replicaba con sensatez que Ángeles, su hermana, con diecinueve años, no necesitaba que la entretuvieran ni se metería en nuestras cosas.

Total, que aceptamos. A fin de cuentas, Mercedes no parecía tan terrible y el viaje era solo por dos semanas. Si no funcionaba, siempre podríamos excusarnos en el futuro con cualquier pretexto razonable.

Además, rechazar sin haberlo probado era de mala educación, así me enseñaron en mi casa. Y por mucho que alzaran cejas los conocidos, a mí me daba ilusión que mi futura suegra viniera contenta y Carmen estuviera satisfecha de llevar a su madre a la playa.

El primer toque de atención llegó ya en el avión. Ángeles se sentó en la ventanilla; a nadie le molestó, ya que yo, por trabajo, vuelo mucho y la ventana me importa poco. Carmen estaba a su bola con las series descargadas y yo, por mi parte, prefiero sentarme en el pasillo para levantarme sin molestar.

Al otro lado del pasillo estaba Mercedes, visiblemente inquieta. Cuando empezamos a atravesar turbulencias, la vi casi al borde del llanto. Así que, por supuesto, acepté de buen grado cambiarme de sitio para que estuviera al lado de Carmen; así se calmaba.

Eso sí, cuando las turbulencias pasaron, nadie mencionó devolverme mi asiento. De hecho, la señora Mercedes se quedó allí y hasta se puso a ver una película con Carmen, y terminó durmiéndose plácidamente apoyada en su hombro.

Intenté quitarme la rabia: no pasa nada, estuvo nerviosa y ahora está agotada; no tiene sentido despertarla solo por mi asiento, me dije. Pero no es menos cierto que, mágicamente, se despertó justo cuando repartían la comida. Y, además, podía haberse cambiado con Ángeles, que ya estaba aburrida de mirar por la ventanilla y se habia puesto a ver una serie como Carmen.

Al ver la idílica escena familiar, noté cómo mi fastidio iba en aumento, que solo empeoró al aterrizar.

Carmen ni me miró; salió disparada a ayudar a su madre con el equipaje y después con el agua. Empecé a sentirme invisible. Un estorbo. Como si hasta el mismísimo aire les estorbara menos que yo.

Hombre, tampoco tienes por qué ponerte así dijo Carmen cuando le comenté el asunto. Mi madre está en un sitio nuevo y le has visto: los aviones le dan pánico.

¿Y entonces para qué se vino? pensé, pero me callé. Después de todo, ¿quién sería yo si no pienso también en los demás? Eso me enseñaron de pequeño. Mi suegra había pasado un mal rato y tenía todo el sentido que Carmen, como hija, la atendiera más que a mí. Nadie salía dañado porque yo no tuviera ayuda con la maleta.

Pero no sabía entonces que aquello solo era el principio.

Esa misma noche, doña Mercedes desembarcó en nuestro apartamento al son de sus palabras triunfantes, casi como si lo tuviese planeado de antemano…

Hoy, al recordarlo, me queda una lección: nunca subestimes lo familiares que van a ser las vacaciones con la familia política. Y, sobre todo, es mejor conocer el verdadero carácter de tus futuros parientes antes de dar el gran paso. Más vale prevenir que lamentar; y la próxima vez, las vacaciones, solo con Carmen o, si no queda más remedio, que me toque la lotería y, aunque sea en euros, viaje bien lejos.

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