Oye, tío, déjame contarte lo que me está pasando. Resulta que siempre he sentido que mis papás, Dolores y Antonio, tenían más cariño por mi hermana Almudena que por mí. Eso quedó más claro cuando decidieron que ella y sus dos niños, una niña y un niño de tres años, pudieran quedarse en su piso de la calle Gran Vía, y me dijeron a mí que tenía que largarme de inmediato porque, con tu curro de teletrabajo ya puedes pillar un piso por tu cuenta.
Cuando Almudena empezó la carrera en la Universidad, ellos la seguían a todas partes como si fuera una niña pequeña: se encargaban de los trámites con la secretaría, la avisaban de cada reunión, y ahora están cuidando a sus pequeños mientras ella estudia. Yo, por mi parte, nunca he recibido ni una sola ayuda, y ahora me echan de su casa.
Mi padre siempre dice que, siendo hombre, debería valerme por mí mismo, pero a su vez parece que el marido de Almudena, que además es mayor que yo, no tiene que ganarse la vida para mantener a la familia.
Durante la discusión por la mudanza, hice la tontería de decir que yo también tenía derecho a quedarme en el piso, que me merecía una parte. Entonces mi madre me soltó que ella y mi padre siguen viviendo allí, que era un cerdo por pensar en repartir la propiedad, y Almudena añadió que estaba intentando echarla a ella y a sus niños del piso.
Legalmente no veo salida: estoy convencido de que pronto van a redactar un testamento y me van a dejar sin herencia.
¿Te imaginas que una familia se deshaga por un piso? Yo sigo siendo su hijo, pero me tratan como a un extraño. Me pregunto entonces, ¿para qué han tenido dos hijos si ahora soy tan dispensable?
En fin, eso es todo. Ya me contarás qué opinas.







