Mudanzas llegan con los muebles a un piso nuevo y se quedan de piedra al reconocer en la dueña a una estrella de la música desaparecida

Hacía mucho tiempo, en un barrio humilde de Madrid, dos mozos de mudanzas llegaron con un cargamento de muebles a un modesto piso sin ascensor.

“Oye, Paco, ¿has visto el pedido?” refunfuñó Javier, dejando caer la factura sobre el salpicadero de la furgoneta. “Un armario, un sofá, dos butacas y una mesa ¡y encima quinto piso! Por lo que nos pagan, que lo suba el propio Sergio.”

“Tranquilo, Javi,” respondió Paco sin apartar los ojos de la carretera. “Es el último encargo hoy. Mi mujer está haciendo cocido.”

“Tu cocido estará a salvo, pero mi espalda no me lo perdonará,” suspiró Javier, mirando las viejas fachadas del barrio. “¿A quién se le ocurre vivir en un quinto sin ascensor?”

“Al menos no tienes vecinos arriba,” bromeó Paco.

La furgoneta se detuvo frente a un edificio de ladrillo visto, con la pintura descascarillada. Bajaron la carretilla y Javier llamó a la clienta.

“¿Marina Delgado? Buenos días, de ‘Muebles La Comodidad’. Hemos llegado con su pedido.”

Minutos después, una mujer de unos cuarenta años, vestida sencillamente con unos vaqueros y una camiseta holgada, les abrió la puerta. Su pelo castaño estaba recogido en un moño desaliñado, y apenas llevaba maquillaje.

“Pasen, por favor. Es el quinto piso,” dijo con una sonrisa amable.

Mientras subían el sofá por las estrechas escaleras, Javier notó algo familiar en su voz, suave y melodiosa. Algo le decía que la había escuchado antes.

La vivienda era luminosa y espaciosa, con pocos muebles. En un rincón había un piano, lo único que delataba algún vínculo con el arte.

“¿Toca usted?” preguntó Paco mientras colocaban el sofá.

“Un poco, por afición,” respondió ella con evasiva.

Al terminar de llevar todo, una canción sonó en la radio de otra habitación. Una balada antigua, de esas que Javier recordaba de su juventud. De pronto, lo comprendió.

“¡Marina Estrella! ¡Usted es Marina Estrella!” exclamó, mirándola con asombro.

Paco casi suelta la puerta del armario. “¡Es verdad! ¡La cantante que desapareció hace años!”

Ella palideció levemente, pero mantuvo la compostura. “Se equivocan. Soy Marina Delgado, una profesora de música.”

Javier no se dejó convencer. “¡Conozco todas sus canciones! ‘No te vayas’, ‘La última lluvia’, ‘Cielo estrellado’ Mi mujer las adoraba. Y luego, de pronto, desapareció. Los periódicos decían que había abandonado la música.”

Marina suspiró y se sentó en el sofá recién llegado. “Bueno ya que me han reconocido, les contaré. Pero les ruego que esto quede entre nosotros.”

Les invitó a un café, y mientras lo tomaban, les explicó cómo, años atrás, los médicos le habían diagnosticado un problema en las cuerdas vocales. Podía operarse o guardar reposo absoluto.

“Elegí el silencio,” dijo. “La fama ya no me hacía feliz. Solo quería una vida normal, sin presión, sin falsas sonrisas. Me fui a un pueblo de Castilla, cambié de nombre, y aquí estoy.”

“¿Y no echa de menos los escenarios?” preguntó Javier.

“A veces,” admitió. “Pero ahora enseño canto a niños y escribo canciones anónimamente. Por primera vez en años, me siento libre.”

Paco y Javier intercambiaron miradas. Nunca habían imaginado que detrás del brillo de la fama pudiera haber tanta soledad.

Al despedirse, Marina les sonrió. “Gracias por guardar mi secreto.”

Bajaron las escaleras en silencio, reflexionando sobre lo efímero de la gloria.

“¿Sabes, Paco?” dijo Javier al arrancar la furgoneta. “A lo mejor no estamos tan mal. Tú llegarás a casa y tu mujer tendrá el cocido listo. Ella está ahí arriba, sola, con su piano.”

“Sí, pero hace lo que ama,” respondió Paco. “A su manera.”

Mientras la furgoneta se alejaba, en el quinto piso, Marina Delgado, antes Marina Estrella, se sentó al piano y comenzó a tocar una nueva melodía. Una canción sobre perderlo todo para encontrarse a sí misma.

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Mudanzas llegan con los muebles a un piso nuevo y se quedan de piedra al reconocer en la dueña a una estrella de la música desaparecida