El taller en vez de la oficina
Carmen quitó los auriculares y los sostuvo un segundo en la mano, sintiendo el leve calor que se escapaba del aro a los dedos. En la sala de videoconferencias se empezaba a cerrar el ambiente. En la pantalla mostraba una tabla de columnas de colores; alguien de la sede de Madrid explicaba monótonamente por qué en el tercer trimestre había que recortar los huesos, y la flecha del gráfico descendía despacio.
Yo sabía que pronto le pedirían su opinión. Sabía que tendría que hablar de optimizar procesos y redistribuir cargas. Las palabras ya estaban ensayadas en su cabeza como un discurso previamente practicado. Pero su pecho estaba vacío. Todos esos procesos, iniciativas, colaboración horizontal existían en una esfera aparte, lejos de ella.
Carmen, ¿está con nosotros? la voz del monitor sonó más áspera de lo necesario.
Ella se estremeció y volvió a colocar los auriculares sobre la cabeza.
Sí, sí, le escucho. Desde mi lado hizo clic en el ratón y abrió sus notas. Veo potencial en redistribuir tareas entre los equipos regionales. Pero es vital considerar el factor humano para no perder la motivación del personal.
Varias cabezas en pequeñas ventanas asintieron. Alguien anotó su frase en el acta, otro ya estaba revisando el correo. Carmen hablaba y en su mente surgió factor humano, una ironía cruel. ¿Cuándo fue la última vez que se sintió humana y no como directora del área de atención al cliente?
Al terminar la reunión, todos se dispersaron rápidamente a sus despachos. El pasillo olía a café y a bollería de la máquina. Carmen se quedó junto a la ventana. A sus pies, bajo un cielo gris de marzo, se extendía el flujo de coches; la gente apuraba su paso hacia el metro, aferrando bufandas al rostro. Vio su reflejo en el cristal: chaqueta impecable, cabello recogido, maquillaje ligero. Treinta y tres años, buen puesto, salario decente, hipoteca, un hijo adolescente. Todo en su sitio.
Solo dentro sentía que cada día se ponía no solo la chaqueta, sino la piel de otro.
El móvil vibró. Un mensaje de una vieja compañera del instituto: ¿Sigues viva? Siempre en el curro. Salgamos este fin de semana. Carmen respondió de forma automática: Después, proyecto enorme, y lo borró. Escribió: Hablamos el sábado.
Volvió al despacho. Sobre la mesa, al lado del portátil, había una pequeña caja de plástico con agujas. La semana pasada, durante una llamada nocturna con la oficina de Barcelona, había tirado la manga de la silla y rasgó la forro de su chaqueta. Recordó que en el cajón había un kit de costura de viaje lo había comprado por si acaso hace tiempo.
En aquel momento, en una oficina tenue, la luz del monitor le quemaba los ojos, y ella, quitándose la chaqueta, remendó la forro con puntadas gruesas pero uniformes. Sus manos recordaron cómo se sostiene una aguja, cómo se pasa la bobina sin que se enrede. De pequeña cosía vestidos a sus muñecas con retazos de faldas de su madre. Después, en la universidad, readeñaba sus vaqueros y abrigos para destacar entre tantas chaquetas iguales.
Empezó en un banco, después en este holding. Cursos nocturnos, informes, proyectos. La máquina de coser, comprada alguna vez como premio, reposaba cubierta en un rincón del dormitorio. Cuando tenga tiempo, se decía. El tiempo nunca llegaba.
Carmen García, ¿puedo? asomó la asistente en la puerta. Desde Madrid piden urgente el informe consolidado de reclamaciones del trimestre, preferiblemente antes del fin del día.
Envíame la plantilla contestó ella y volvió a la pantalla.
Al atardecer, sus ojos picaban, la cabeza latía. Cerró el portátil, lo guardó en la mochila, apagó la luz. En el ascensor se miró en el espejo y vio claramente el cansancio, la ojeras que la base de maquillaje no ocultaba.
En casa, en la cocina, su hijo Arturo mordía espaguetis frente a la tablet. En la cocina se enfriaba la salsa de lata que había calentado apenas a tiempo para dejar el abrigo.
¿Cómo va el cole? preguntó ella, desabrochando la chaqueta.
Normal respondió sin despegar la vista de la pantalla.
Prendió la tetera, sacó queso del frigorífico. La mochila con el portátil cayó pesada sobre el taburete. En su cabeza seguían girando cifras, planes, presentaciones. En algún momento sintió que su vida era una lista interminada de tareas en el planificador corporativo.
Esa noche no pudo conciliar el sueño. En la oscuridad escuchaba el leve susurro de Arturo en la habitación contigua, el ruido ocasional de los coches fuera. Recordaba los dedos que sujetaban la aguja y la línea recta del punto en la forro. Recordó que una vez había soñado con abrir un pequeño taller de arreglos de ropa. Pero entonces se casó, nació Arturo, necesitó dinero y estabilidad. El sueño quedó atrás como una maleta vieja en el ático.
A la mañana siguiente, el correo le esperaba con una sorpresa. Un mensaje del departamento de recursos humanos con asunto Cambios en la estructura organizativa. En el cuerpo, frases secas sobre reestructuración, ampliación de áreas y optimización de la gestión. En el adjunto, el nuevo organigrama. Su área se integraba a otro bloque, y surgía un nuevo puesto: director de experiencia del cliente. Un apellido desconocido la acompañaba.
Una hora después, la citó el director general. En su despacho olía a perfume caro y a café recién hecho. El director sonreía con tensión.
Carmen, sabe que los tiempos son difíciles empezó. Necesitamos ser más ágiles, responder rápido al mercado. Por eso hemos decidido fusionar áreas. Su experiencia es valiosa, pero hizo una pausa. Le ofrecemos el puesto de asesora del nuevo director. Formalmente es una degradación, pero mantiene el salario durante seis meses. Después veremos.
Ella asintió, sintiendo algo descender en su interior. Asesora. Es decir, alguien a quien pueden mover en cualquier momento.
Entiendo dijo. ¿Podría tomarme un día para reflexionar?
El director se sorprendió, pero aceptó.
Salió del despacho y recorrió el pasillo, donde colgaban carteles motivacionales con lemas de liderazgo y éxito. En el baño, cerró la puerta, apoyó la frente contra el azulejo frío. De pronto surgió en su mente: Si no es ahora, ¿cuándo?.
Al caer la noche, en vez de volver directamente a casa, se bajó de la parada antes de tiempo. Quería caminar, airear sus ideas. Avanzó por la calle, pasando por farmacias, salones de belleza, pequeñas tiendas. En un sótano había una luz amarilla cálida. En la fachada colgaba un letrero: Reparación y confección de ropa. Debajo, un papel con horarios y número de teléfono.
Carmen redujo la marcha. A través del cristal se veía un local estrecho, lleno de mesas. En una ventana, una mujer de unos cincuenta años, con gafas, manejaba la tela bajo la aguja de una máquina de coser. En los percheros colgaban abrigos, vestidos, pantalones de hombre. En una silla junto a la puerta reposaba un montón de vaqueros.
Mientras ella observaba, alguien la empujó ligeramente por detrás.
¿Entra o no? gruñó un hombre con una bolsa.
Carmen dio un paso atrás, dejándole el paso. La puerta se abrió y se escuchó el golpeteo sordo de la máquina y el aroma a tela, plancha caliente y jabón. Algo muy familiar la cocina de su infancia cuando su madre planchaba la ropa.
De pronto comprendió que estaba allí y sonreía, aunque también le invadía el miedo. Era como si aquel pequeño taller fuera una vida distinta, a la que temía entrar.
En casa rondó de habitación en habitación. Arturo seguía con los auriculares. En el correo había un borrador de carta al departamento de recursos humanos con asunto Solicitud. Lo abrió, miró el cuerpo vacío y lo cerró.
Esa noche volvió a estar en vela. Las cifras le daban vueltas en la cabeza: hipoteca, comunidad, alimentación, la cuota del club de baloncesto de Arturo. Su salario actual cubría todo con holgura. El taller bajo tierra representaba ingresos mínimos, inestabilidad, sin seguro.
Al día siguiente, en el trayecto al trabajo, volvió al sótano. La puerta tintineó con una campanilla. Dentro hacía calor. Sobre una mesa había madejas de hilos de colores, alfileres, una cinta métrica. La mujer con gafas alzó la cabeza.
Buenas dijo Carmen, sintiendo la boca reseca. Quería preguntar ¿buscan a alguien?
La mujer la observó, evaluando su chaqueta, su bolso ordenado, sus tacones modestos.
¿Sabe coser? preguntó sin rodeos.
Un poco. Antes cosía para amigas, para mí. Hace tiempo que no lo hago, pero mis manos recuerdan.
Todos dicen eso sonrió la mujer. Yo soy Zinaida. Tengo una ayudante, pero a veces le cuesta estar de pie todo el día. El trabajo hay, pero no es oficina, ya se ve. Polvo, hilos, clientes de todo tipo. Y el dinero encogió de hombros. No es una corporación.
La palabra corporación le sonó extraña.
Lo sé respondió Carmen, bajando la voz. ¿Podría probar? Quizá un par de días. Trabajo ahora, pero quizá pronto pueda liberarme.
Zinaida la miró con más atención.
Venga el sábado. Veamos qué sale.
Al salir, Carmen sintió temblar las piernas. Sostuvo en la mano la tarjeta con el número del taller. En su mente luchaban dos voces. Una le decía: Estás loca, tienes hijo, hipoteca, ¿un sótano y hilos?. La otra, más suave, le recordaba lo placentero que era pasar la aguja por la tela.
En la oficina la esperaban nuevos correos, nuevas reuniones. En el descanso imprimió una solicitud de dimisión y la dejó en el cajón. Al atardecer no logró sacarla.
El sábado amaneció gris. Arturo se fue con sus amigos, prometiendo volver para cenar. Carmen tardó en decidir qué ponerse. Finalmente se quedó con vaqueros y una camiseta sencilla. La chaqueta colgaba en el perchero, como ajena.
El taller estaba animado. En la silla junto a la puerta había una joven con una bolsa voluminosa.
Necesito que me arreglen unos vaqueros decía. Y cambiar la cremallera.
Zinaida, al ver a Carmen, asintió.
Pasa. Es nuestra aprendiz dijo a la clienta. Siéntese aquí.
Carmen se sentó delante de una máquina antigua pero bien cuidada. A su lado había un montón de pantalones. Zinaida le mostró cómo marcar la longitud y fijar con alfileres.
Lo importante es no apresurarse le aconsejó. La gente paga por la precisión.
Los primeros puntos fueron duros. El pedal le resultó extraño, la hebra se enredaba varias veces. La espalda se cansó rápido. Pero tras media hora tomó el ritmo. La tela susurraba bajo los dedos, la aguja entraba y salía con una línea recta.
Al mediodía le dio una ligera marea del esfuerzo. Zinaida le sirvió té de una tetera vieja y dejó la taza al borde de la mesa.
¿Cómo va? preguntó.
Cansada admitió Carmen. Pero me gusta. Se ve que lo hago bien.
Eso es lo esencial comentó Zinaida. No te engañes, es trabajo duro. Hombros, ojos, piernas. Y poco dinero. Pero si te gusta, aguanta.
Ese día ganó una suma simbólica Zinaida le entregó varios billetes.
Por la práctica dijo. Piensa si quieres seguir así.
Carmen dejó el dinero sobre la mesa. Era apenas una décima de lo que ganaba en la oficina. La comparó con los cafés y taxis que antes se gastaba sin pensar.
El lunes entró al despacho con decisión. Por la mañana firmó la dimisión y la entregó al departamento de recursos humanos. La empleada con gafas alzó la vista.
¿Está segura? preguntó. Tiene un buen puesto, antigüedad.
Estoy segura respondió Carmen, sorprendida de la calma en su voz.
La noticia se esparció rápido. Los compañeros se acercaron, preguntando a dónde iba.
A un pequeño taller de arreglos explicó a una colega.
La colega se rió, pensando que era broma. Luego comprendió que no y se quedó perpleja.
Pero ¿por qué? Allí el dinero titubeó. Es mucho peor.
Lo sé replicó Carmen.
Esa tarde le contó a Arturo.
¿Renuncias? quitó los auriculares. ¿Y la hipoteca?
No dejo de trabajar contestó ella. Solo cambiaré de lugar. El dinero será menos, tendremos que ahorrar: menos entregas, menos compras. Pero volveré a casa antes, podré cocinar y pasear contigo.
Yo ya salgo con los amigos murmuró él. ¿Y si no funciona?
Pensó un segundo.
Entonces buscaré otro empleo. Pero quiero intentarlo.
Él se encogió de hombros, volvió a colocarse los auriculares y, en voz baja, añadió:
Si gritas menos por la noche, eso ya es un punto a favor.
El periodo de preaviso se alargó. Carmen pasó los asuntos, redactó instrucciones, respondió preguntas. Los compañeros le regalaron flores, tarjetas, buenos deseos. Algunos la miraban con curiosidad, como a quien decide vivir bajo otras reglas.
El último día, al salir del edificio, miró la fachada de cristal. Dentro quedaban la luz, el aire acondicionado, las reuniones sin fin. Allí había estabilidad, seguro, primas. Y el cansancio que había formado parte de su cuerpo.
Dos días después salió al taller, ya no como aprendiz, sino como trabajadora. Zinaida le dio un delantal, le mostró dónde estaban las tijeras, los hilos, las cintas.
No temas a los clientes aconsejó. Son distintos. Algunos se quejan, otros agradecen. Lo esencial es no tomarse todo a pecho.
Las primeras semanas fueron duras. Al final del día le dolía la espalda y el cuello, los dedos estaban marcados por los alfileres. Carmen confundía números de pedido, a veces equivocaba la longitud del dobladillo y Zinaida tenía que rehacer.
Es una mujer inteligente regañó Zinaida. Trabajó en una corporación. Aquí son cosas simples. Mide, cuenta, no te distraigas.
Un día se desató un conflicto real. Entró una anciana con un abrigo caro.
¿Qué ha hecho con mi traje? casi gritó, tirando una bolsa sobre la mesa. Pedí que acortara las mangas dos centímetros y usted lo ha recortado más. Ahora sobresalen los puños.
Carmen reconoció el encargo. Ella misma había marcado la longitud y cosido. Evidentemente había leído mal la nota.
Veamos intentó decir con calma.
La mujer sacó el abrigo. Las mangas estaban, efectivamente, más cortas de lo solicitado.
Fue mi error confesó Carmen, sintiendo un nudo en la garganta. Puedo intentar arreglarlo: añadir un detalle decorativo.
No quiero adornos replicó la clienta. Este traje cuesta más que lo que usted gana al mes. Lo ha estropeado.
Zinaida intervino, trató de calmar la situación, ofreció descuento y reparaciones gratuitas en otras prendas. La mujer se fue, cerrando la puerta y amenazando con dejar una reseña negativa.
Carmen se sentó, cubriéndose el rostro con las manos. El error no era fatal, pero golpeó su orgullo. En la oficina sus fallos se diluían en informes; aquí cada error era visible y tangible.
Basta dijo Zinaida. Admitir, disculparse, aprender. No te mates. Y sí, el dolor de espalda vuelve.
Esa noche llegó a casa cansada. Arturo, al verla, quitó los auriculares.
¿Qué ha pasado?
Ella le contó del traje, del grito, de la amenaza de reseña.
Todos cometemos errores respondió él inesperadamente. En los videojuegos también. Lo importante es no repetirAl fin comprendió que la verdadera riqueza estaba en los hilos que tejía entre sus decisiones y las sonrisas que cosechaba cada día.







