¡La vecina ha decidido que puede pedirlo todo! ¡Ahora solo le falta mudarse a mi casa!

Hace ya varios años recuerdo cómo mi vecina, Doña Carmen, decidió que podía pedirme cualquier cosa. Yo sólo necesitaba el consejo de un tercero para entender la situación.

Mi hijo, Alejandro, había hecho amistad con Joaquín, el niño de la calle de al lado, unos años mayor que él. Yo solía encontrarme con la madre de Joaquín, Doña Carmen, en la puerta del edificio, aunque nunca la consideré una amiga.

Al principio, por culpa de los niños, empezamos a coincidir con frecuencia. Salíamos a pasear por el Retiro y ella me entregaba ropa que le quedaba pequeña a su hijo y que él no podía usar. Yo devolvía lo que no servía y siempre llevaba zumos y dulces como muestra de gratitud. Con el tiempo, decidí no aceptar nada más de su parte; me parecía mejor comprar todo yo mismo y no sentirme obligada.

Los tranquilos paseos se transformaron en una extraña relación. Doña Carmen empezó a pedirme cosas sin cesar. Lo que empezaba como una simple solicitud terminaba en: «¡Dame un café!». Si a alguien le gusta el café, debía comprarlo él mismo y no mendigarlo cada día. Ella se aparecía en nuestra casa sin que yo la invitara y, al ver los juguetes de Alejandro, se entusiasmaba y se llevaba algo para que su hijo jugara. Quería todo. Ya nos había quitado varias cosas.

Nunca nos invitaba a su casa, siempre con la excusa de que su madre estaba enferma, aunque la madre vivía en una habitación aparte. No dudaba en pedir medicinas cuando su hijo estaba enfermo y solicitaba artículos que cualquier botiquín familiar debería contener. A veces, incluso exigía cosas para ella misma. No comprendía cómo alguien podía vivir así; un simple antigripal debería estar siempre al alcance de cualquier madre. Regalaba paquetes y botellas casi vacíos y, de hecho, compró uno para mi bebé, que ahora ya no puedo usar.

Pero eso no era todo. Preguntaba a menudo si teníamos comida para su hijo, aunque nunca yo le había pedido nada a ella ni a los demás vecinos. Yo cocinaba para mi niño y eso era todo. Usaba nuestro carrito de la compra sin siquiera preguntar. Siempre quería cosas que ella no tenía y siempre le faltaba algo.

Un día, su desfachatez me dejó helada. Cuando toda mi familia estaba enferma, me llamó y me dijo que pasaría a tomar café, pero que estaba con su hijo. Me encantan los niños, pero ya estaba harta de que los niños ajenos entraran en casa como si fuera una tienda, rebuscaran entre los juguetes de mi hijo y eligieran con qué jugar. Le dije que estábamos todos enfermos y que podríamos contagiarla. Debería haberle dicho que no la invitábamos.

Sus visitas nunca iban acompañadas del típico «¿Puedo entrar?». Aparecía sin invitación y exigía: «Dámelo». No le importaba si estaba ocupada o si no quería darle nada. Era como si ocupase mi espacio personal.

Desde entonces dejé de llamarla y de invitarla a pasear. Sin embargo, ella seguía llamándome y mandándome mensajes. Un amigo me comentó que sólo tenía dos opciones: seguir tolerando su descaro o cortar el vínculo. No quería pelear con ella; los niños eran amigos y vivíamos tan cerca que pronto los llevaríamos juntos al colegio. Y yo, que nunca supe cómo enfrentar los conflictos, me quedé sin saber qué hacer.

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¡La vecina ha decidido que puede pedirlo todo! ¡Ahora solo le falta mudarse a mi casa!