Derecho en la cola

José Antonio García se levanta temprano, antes de que su despertador suene en el móvil viejo. De costumbre sigue poniendo la alarma a las siete, recuerdo de los días en que trabajaba en la fábrica y temía perder el turno. Ahora no hay nada que temer, pero cada noche su mano se dirige al teléfono y arranca la hora; al acostarse siente una extraña tranquilidad al pensar en el timbre de mañana.

Suele despertarse a las cinco y media. Está en la cama escuchando cómo se cierran las puertas del portal, cómo el vecino de arriba, un joven apresurado, deja caer algo pesado al suelo mientras se va al trabajo. La habitación está fresca; la ventana tiene el marco viejo y los cristales simples, porque nunca ha gastado en doble acristalamiento. Sobre el alféizar reposa una taza con la mancha seca del té de ayer. «Debería lavarla», piensa, y se da la vuelta para retrasar un poco el momento de levantarse.

El piso le llegó en trueque a él y a su difunta esposa Dolores en los noventa. Dos habitaciones, una cocina y un pasillo estrecho. Cada rincón le es familiar, hasta las manchas del linóleo. En el dormitorio hay un viejo aparador donde guarda vajilla, fotografías y varios sobres con papeles. No le gusta tocar esos sobres; en ellos están su vida laboral, certificados, copias de órdenes, cartas. Al mirarlos siente el peso del cansancio.

Se levanta, se pone una bata caliente y va a la cocina. Enciende la campana de gas y pone a hervir la tetera. Sobre el alféizar están las macetas que Dolores cuidó; ahora él las riega según un horario que él mismo ha creado y les habla cuando el silencio lo envuelve.

Su nieto Diego le ha prometido venir por la tarde, ayudarle con el móvil y traerle en una memoria USB las fotos de su bisnieta. Diego siempre habla rápido, salpicando sus frases con anglicismos que José Antonio no entiende, pero asiente para no parecer desfasado. Su hijo, Andrés, vive en el barrio de Carabanchel, trabaja en un taller de coches, llega los fines de semana con la compra y siempre se muestra apurado.

La pensión de José Antonio apenas le alcanza para la comunidad, la medicación y la comida. Cuando logra ahorrar un poco se compra unas anchoas y una loncha de jamón. En verano guarda algo para ir a la casa de campo, que ya parece más un huerto salvaje que un refugio, pero allí hay una casita que le recuerda que todavía puede hacer algo con sus propias manos.

Se considera una persona sin conflictos. Siempre ha evitado los enfrentamientos y las exigencias. En la fábrica, donde trabajó más de treinta años, le respetaban por no buscar problemas y cumplir siempre la producción. Cuando llegó el momento de tramitar la jubilación, firmó los documentos sin leerlos mucho, diciendo: «Lo que den, lo tomaremos, no necesitamos mucho».

Dolores falleció hace seis años y a veces habla con la silla vacía frente a él, sobre todo al cenar mientras enciende la tele. La silla sigue allí, sin atreverse a moverla.

Ese día, para recoger los resultados de unos análisis, va al centro de salud. El invierno le ha provocado un problema cardíaco; el médico le recetó pastillas y le pidió que hiciera análisis de sangre periódicamente. En la recepción siempre hay fila. Gente sentada en sillas duras, murmurando o mirando al suelo.

José Antonio se coloca junto a la pared y espera. Dos mujeres delante de él discuten animadamente.

Le han recalculado la pensión dice una, con un gorro tejido, ajustando su bolso. ¿Te imaginas? Le han puesto dos mil euros más. Antes les pagaban menos, no tenían en cuenta todo el tiempo.

¿En serio? responde la otra, incrédula. ¿Se lo han vuelto a calcular?

No es cosa de ellos. Su hijo encontró en internet un formulario, hicieron la solicitud y descubrieron que había trabajado en la cooperativa agrícola y no habían contado esos años. Ahora le van a pagar de más.

José Antonio levanta ligeramente la cabeza. «Cooperativa», «archivos», «años de servicio» le suenan. Recuerda haber trabajado unos años en una constructora en otra ciudad antes de volver a la fábrica. Cuando tramitó la jubilación le dijeron que los documentos se habían perdido en un incendio de archivos, y él, encogido de hombros, firmó el acuerdo.

«Si no hay nada, no pasa nada», pensó entonces. Esa ha sido su actitud siempre.

Las mujeres siguen hablando, pero a él le retumba la frase «dos mil euros más». Dos mil euros serían el medicamento del mes, la factura de la calefacción o, con mucho esfuerzo, un viaje a la finca en primavera.

Al salir del centro, la nieve cruje bajo sus pies. En la parada hay gente apretada. Se sube al autobús, se apoya en la ventanilla y vuelve a calcular sus gastos mensuales: pastillas, comida, luz. Se pregunta cómo esos dos mil euros podrían mover un poco las cosas.

«Tonterías», se dice. «¿Qué más me queda por correr de un instituto? Sólo me irrita».

Llega a casa, prepara un té y se sienta a la mesa. En la tele hay un programa de debate sobre precios y tarifas, pero no presta atención. Sus ojos caen en el aparador, en la repisa inferior donde están los sobres.

Se queda un rato mirando, luego se levanta, abre el cajón y saca el sobre titulado «Documentos». Lo coloca sobre la mesa y lo abre. Hay hojas amarillentas, cuidadosamente encuadernadas: el libro de trabajo, copias de órdenes, certificados de salario. Recorre los nombres de los talleres, de los departamentos, los jefes. Entre ellos hay el documento de la jubilación que indica los años de cotización y el importe.

Al día siguiente, llega Diego. Se quita la chaqueta, estornuda fuerte y va a la cocina.

¡Abuelo, qué tal! dice Diego.

Bien, responde José Antonio. Oye, ¿puedes buscar en internet cómo funciona el recálculo de la pensión?

Diego arquea una ceja.

¿De qué hablas?

José Antonio le narra lo que escuchó en la fila, la cooperativa, el archivo. Diego escucha, se rasca la nuca.

Pues sí, ahora todo se puede tramitar en la Sede Electrónica de la Seguridad Social. Hay que presentar la solicitud y los documentos. Si falta el archivo, se pueden pedir certificados al ayuntamiento donde trabajaste.

¿Y si no tengo los papeles? pregunta José Antonio. En la constructora dijeron que el archivo se quemó.

Entonces habrá que solicitar certificaciones, primero al ayuntamiento y después al Ministerio de Trabajo. Yo te ayudo, pero lleva tiempo contesta el nieto.

José Antonio asiente. Dentro de él luchan dos voces: una que le dice que no se meta y viva tranquilo, y otra que le susurra que no es justo olvidar sus años de labor.

Cuando Diego se va, José Antonio se queda mirando el libro de trabajo. Finalmente vuelve a guardarlo, pero esta vez lo deja sobre la silla, a mano, como si pudiera necesitarlo mañana.

Dos días después se dirige a la Oficina de Pensiones. Se pone los calcetines de lana y el mejor suéter, y elige cuidadosamente los papeles que va a llevar: el libro de trabajo, los certificados, incluso la carta amarillenta de la constructora donde agradecían su esfuerzo.

La oficina está llena. Dentro hace calor, huele a polvo y a café barato de la máquina. En la pared hay carteles informativos y una pantalla táctil donde la gente se pierde sin saber qué pulsar. José Antonio observa a una madre con su hijo intentando usar la pantalla y se acerca a una joven.

Disculpe, ¿me puede indicar cómo saco el talón de atención? pregunta.

La joven pulsa unos botones y le entrega un papel.

Aquí tiene, el número es el 132.

Él agradece, se sienta y observa cómo pasan los números en la pantalla. Cuando su número aparece, se levanta y se dirige a la ventanilla. La recepcionista, una mujer de cuarenta y cinco años con gafas y el pelo recogido, le entrega la hoja.

Buenas tardes. ¿En qué le ayudo?

Vengo a preguntar por el recálculo de mi pensión. Me dijeron que quizá no contabilizaron todo mi periodo laboral.

La recepcionista suspira, revisa su identificación y escribe en el ordenador.

Veamos Su pensión se calculó en 2006, con los años que aparecen. ¿Qué periodo falta?

Trabajé cinco años en la constructora de la que les hablé, y nunca se contó. Tengo una copia del libro de trabajo.

Ella revisa el archivo y dice:

Tenemos constancia de ese empleo, pero sin documentos oficiales no podemos añadirlo. Necesitará solicitar certificación al ayuntamiento correspondiente.

¿Y si el ayuntamiento no tiene nada? insiste José Antonio.

Entonces, según la normativa, no podemos incluir esos años responde ella. Puede presentar un recurso administrativo, pero sin pruebas será complicado.

José Antonio siente una mezcla de resignación y determinación. Sabe que dirá «está bien, lo dejo», pero ahora su nieto le ha recordado que tiene derecho.

¿Puedo presentar una solicitud de recálculo? pregunta, sorprendido de su propia voz firme.

Puede hacerlo, pero sin nuevos documentos el resultado será negativo. Si quiere, le paso el formulario.

Él acepta, firma y entrega la hoja. Le indican que la respuesta llegará por correo en un mes.

Sale de la oficina, el aire es frío y limpio. Siente el peso del bolso en su mano y el leve temblor de la esperanza.

Esa noche llama a su hijo.

Andrés, he ido a la Seguridad Social, he presentado la solicitud para que reconsideren mi pensión dice.

Papá, ¿es necesario? responde Andrés, preocupado. Ya sabes que estas cosas nunca cambian. Te van a dar excusas.

Me dijeron que puedo pedir el certificado al ayuntamiento. Quizá encuentre algo.

Está bien, papá. Yo te ayudo con lo que necesites, pero no te desgastes demasiado.

José Antonio cuelga y se queda mirando el móvil, escuchando la voz de su hijo mientras el televisor murmura de fondo. Sabe que no solo se trata de los dos mil euros; se trata de que su vida laboral sea reconocida.

Dos días después, Diego vuelve con su portátil.

Abuelo, he encontrado la web del ayuntamiento. Podemos enviar la solicitud en línea. Solo hay que rellenar el formulario.

Se sientan juntos y rellenan los campos: nombre, apellidos, años trabajados, lugar de trabajo, cargo. José Antonio recuerda el nombre del jefe en la constructora, la zona del proyecto.

¿Y si me equivoco? pregunta.

No pasa nada, lo importante es que los datos coincidan. Después veremos.

Al pulsar «Enviar», el sitio muestra el mensaje: solicitud registrada. José Antonio siente una ligera punzada de orgullo; el hombre que apenas podía manejar un móvil ha enviado una petición oficial por internet.

Diego le sonríe.

Bien hecho, abuelo. Ahora esperamos.

Pasaron dos semanas y llegó una carta de la Oficina de Pensiones. José Antonio la abre con cautela. El texto indica que, tras revisar la documentación adicional, se mantiene la decisión anterior por falta de pruebas suficientes. No hay cambios.

Se sienta, mira la carta y siente una mezcla de desilusión y serenidad. No era la respuesta que esperaba, pero al menos ha intentado.

Unos días después, el ayuntamiento responde. Le informan que parte de los archivos de la constructora se conservan, pero no encuentran el expediente personal. Solicitan más datos sobre el lugar exacto, el cargo y el periodo.

Andrés llega a casa con la compra y se sienta a la mesa.

¿Qué tal la pensión? pregunta.

Me han vuelto a negar, pero el ayuntamiento dice que guarda algo. Necesitan más información responde José Antonio.

Andrés frunce el ceño.

¿De verdad quieres seguir con esto? dice, preocupado. Ya me estás cansando.

No es que quiera, es que esos cinco años fueron mi vida. No pueden desaparecer replica José Antonio con firmeza.

Andrés suspira y accede a ayudar a redactar la respuesta al ayuntamiento, indicando el nombre del proyecto, la calle y los años exactos.

El proceso se alarga. Cada visita a la oficina de pensiones le lleva a hablar con diferentes empleados: una joven que le dice que es un caso complicado, pero no se rinda, otro hombre cansado que le asegura que sin certificado no hay nada que hacer. José Antonio anota nombres y números de ventanilla, como hacía antes con los planos en la fábrica.

En abril recibe otra carta de la Seguridad Social. Esta vez el encabezado dice que, gracias a la documentación adicional, se ha reconocido el periodo faltante y su pensión aumenta en 150 euros al mes. No son los dos mil que escuchó en la fila, pero es algo.

Se sienta a la mesa, la taza de té humeante a su lado, y lee los números. No siente gran alegría, pero sí una quieta satisfacción. La autoridad ha admitido, aunque sea en parte, que esos años contaban.

El móvil vibra; es Andrés.

¿Te ha llegado? pregunta.

Sí, han subido mi pensión contesta José Antonio. Un poco más.

Pues bien, al menos no ha sido en vano dice Andrés. No tendrás que ir a los tribunales.

No, creo que dejaré eso para quien tenga más fuerzas. Lo importante es que ahora sé que puedo decir: tengo derecho responde José Antonio.

Diego vuelve a la cocina y propone escribir un relato en internet para que otros pensionistas sepan qué hacer cuando su vida laboral no se reconoce. José Antonio duda un momento, pero al final acepta que compartir su experiencia puede servir.

Pone la carta de la Seguridad Social en la repisa más alta, a la vista, no oculta en el fondo del aparador. Ya no es una carga, sino una prueba de que ha luchado.

Se sirve otra taza de té, mira por la ventana cómo se encienden las farolas del barrio y escucha el murmullo de la calle. Los niños juegan, la gente vuelve a sus casas, cada uno con sus colas y sus derechos.

José Antonio se sienta, apoya las manos en la mesa y, en medio del silencio, siente claramente que, aunque le queden pocos años, esos meses no han sido en vano. Ha pasado de decir «viviré como sea» a afirmar con calma: «Tengo derecho», y no necesita gritarlo más.

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