Mi padre, Antonio Fernández, de setentaydos años, me confesó que iba a casarse con su antigua compañera de clase.
Cuando lo escuché, el mundo se me vino abajo. ¡Setenta y dos años! ¿Cómo podía estar pensando en una boda? Durante veinte años había vivido solo, desde que su esposa, María, falleció. Yo me había mudado a Madrid hace treinta años, formé mi propia familia y, junto a mi mujer Lucía y nuestros hijos Sofía y Javier, visitábamos a Antonio cada Navidad y en los veranos; siempre con la excusa de ayudarle a podar el huerto o a cortar leña para el invierno.
Hace unos días, por teléfono, me soltó que era hora de traer a una mujer a casa. Resultó que se trataba de Pilar, una vieja amiga de la escuela; se habían perdido de vista cuando cada una se trasladó a otra ciudad, y ahora, ya mayores, habían decidido reencontrarse y vivir juntos. ¿Qué clase de burla?
Al enterarme de la boda, le dije al instante que no podíamos asistir a la ceremonia, pero él no se inmutinó. Hace unos meses contrajeron matrimonio y organizaron una pequeña celebración en la finca familiar. Me pregunto qué le faltó en su larga vida para no haber esperado hasta el final.
La casa de Antonio es una enorme hacienda en la sierra de Segovia, con extensas tierras y un gran granero. Su nueva esposa, Pilar, tiene varios hijos y nietos que probablemente querrán adueñarse de la propiedad. Por eso me surgen mil dudas: ¿será este matrimonio solo un negocio?
Lucía y yo vivimos en un piso de tres habitaciones en el centro de Madrid, pagando la hipoteca durante veinte años. Tenemos dos hijos y siempre creímos que dejaríamos nuestro hogar a los mayores y que los más jóvenes heredarían la casa de Antonio. Ahora, sin saber quién la recibirá, la incertidumbre nos atormenta.
Hace seis meses que no visitamos a mi padre; ni siquiera queremos hacerlo, ahora que él está construyendo una nueva vida. Los parientes nos llaman a gritos, diciendo que deberíamos alegrarnos de que nuestro padre haya encontrado la felicidad a su edad. Claro que me alegraría verlo bien, pero la idea de que Pilar solo lo aproveche y que tengamos que pelear con una maraña de parientes por la finca donde he pasado la mitad de mi vida me vuelve loco.
No sé qué hacer. No puedo seguir ignorando a mi padre, pero tampoco tengo fuerzas para fingir que todo está bien. ¿Qué me aconsejas para librarme de este entuerto?







