– ¿Quién es esa?
El móvil de Diego estaba tirado sobre la mesa de la cocina, la pantalla hacía cara arriba, y Catalina lo cogió antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Un mensaje emergente: «Te echo de menos, mi vida». Corazón, beso y un nombre que no conocía Olga.
Diego se giró bruscamente del cafetera y una sombra cruzó por sus ojos no fue miedo, fue una molestia ligera, esa que siempre se esconde tras una sonrisa de fastidio.
¿Te estás metiendo en mi móvil?
Se ha activado solo. Catalina levantó el móvil, desbloqueó la pantalla con el gesto de siempre. Ya sabían las contraseñas del otro. ¿Quién es esa, Olga?
Diego se dio la vuelta, pulsó un botón de la cafetera.
Una colega.
¿Una colega te manda «te echo de menos, mi vida»?
Catalina fue deslizando la conversación y, con cada mensaje, sus dedos se enfriaban. Fotos, notas de voz, planes de fin de semana que Diego, según él, pasaba en una conferencia en Bilbao. Chistes que solo ellos entendían. Y la primera fecha, en marzo. Ahora estamos en septiembre. Medio año. Seiscientos ochentados días en los que ella le preparaba desayunos, lo esperaban al volver del trabajo, planeaban vacaciones y pensaba que eran felices.
Diego, aquí hay medio año de mensajes.
La cafetera se quedó muda. Diego tomó la taza, dio un sorbo y Catalina, con una extraña claridad, notó que su marido estaba totalmente tranquilo.
Cata, no empieces.
¿No empezar? le dijo, mirando a Diego, intentando encontrar en su cara alguna señal de culpa o vergüenza. Nada. Solo el cansancio de quien ha sido interrumpido en su café matutino.
¿Me engañas seis meses y yo tengo que quedarme callada?
Diego dejó la taza, se llevó la mano a la cara.
Mira, es complicado de explicar. Hablemos esta noche, llego tarde.
Se marchó. Sólo tomó el maletín, le dio un beso en la mejilla con su gesto habitual y salió. La puerta se cerró con un suave crujido y Catalina se quedó plantada en medio de la cocina.
Volvía a leer los mensajes una y otra vez, intentando encontrar alguna explicación. ¿Será una broma? ¿Lo habrá entendido mal? Pero las fotos no mentían: Diego y una rubia desconocida en un restaurante, en el paseo del Riazor, en el piso de alguien. Selfies con sonrisas idénticas y dedos entrelazados.
Cata intentó recordar cuándo empezó todo a ir mal. Sus charlas matutinas, las cenas juntos, los planes de comprar una casa más grande, quizá hasta pillar un perro. Nada había anunciado la catástrofe. Absolutamente nada.
¿O simplemente no quería verlo?
¡Cata, llegan en cuarenta minutos! exclamó Ana, su mejor amiga, entrando con un bolso lleno de croissants y sentándose en el sofá.
Cuéntame.
Catalina le soltó la historia, saltando entre detalles y emociones. Ana la escuchaba en silencio, su cara se iba poniendo más seria.
No entiendo repitió Catalina, pasándose los dedos por el pelo por décima vez. Todo estaba bien, éramos felices. ¿De dónde sale esto?
Ana se quedó callada un momento y luego preguntó con delicadeza:
¿De verdad no notaste nada? ¿Nada en absoluto?
¿Qué iba a notar? Llegaba a casa, cenábamos, los fines de semana íbamos al campo. ¡Una familia normal!
Vale. Ana tomó aire, y Catalina supo que venía lo peor. ¿Recuerdas cómo os conocisteis?
Catalina parpadeó.
¿Y eso qué tiene que ver?
Todo. Os conocisteis hace tres años en la comida de empresa. Tú trabajabas en contabilidad externa para su compañía.
¿Y?
Y que Diego estaba casado con María. Dos años, Cata. Dos años de relación mientras él estaba casado. Después se divorció y se casó contigo.
Catalina abrió la boca, la cerró. La cabeza dio vueltas, los croissants olían a perfume barato.
Eso es otra cosa logró decir. Nos amamos. Con María ya llevaba tiempo acabado, él mismo lo decía. Simplemente se estaban tomando su tiempo para divorciarse.
Ana la miró con una mirada penetrante.
Diego engañó a su mujer. Dos años. Contigo. ¿Por qué pensaste que contigo sería diferente?
¡Porque todo es distinto! exclamó Catalina, abrazándose a sí misma. Porque me eligió. Diego cambió, Ana. Cuando nos casamos, de verdad cambió.
Ana negó con la cabeza.
No cambió, Cata. Es como es. ¿Sabes? Diego es un tipo que solo se quiere a sí mismo. El resto son decoraciones: mujer, amantes, trabajo. Toma lo que quiere cuando quiere. La fidelidad le aburre, las ataduras son para los demás.
No lo conoces.
Conozco a gente así. Ana tomó la mano de Catalina. ¿Recuerdas que soñabas con que dejara a María? Que esperabas su llamada, que te convencías de que pronto estaríais solos?
Catalina se quedó muda. Claro que lo recordaba: cada noche sin dormir, cada cena cancelada, cada mentira para cubrir sus encuentros. Dos años como amante fueron humillantes, dolorosos, pero ella aguantó. Esperó. Creyó.
Lo lograste prosiguió Ana, suave pero sin piedad. Se divorció, se casó contigo y, ¿sabes qué? Se quedó sin amante. A él le gusta la adrenalina del prohibido. Tú pasaste a ser la esposa legal, y eso le aburre.
¡Yo no soy aburrida!
Catalina volvió al sofá, con la voz quebrada. Las palabras de Ana eran duras, pero dentro algo aceptó la verdad.
Desde abril Diego empezó a ir de viajes de trabajo cada dos semanas, a veces más. No pensó nada malo, es trabajo. Retrasos, negociaciones eternas, eventos corporativos a los que las esposas no pueden ir.
Y la cama. Catalina recordaba, con dolor, los últimos meses: Diego llegaba cansado, la besaba en la frente, se giraba hacia la pared. Lo culpaba al estrés, a la edad, a todo lo que fuera para no mirar la realidad.
Necesito verlo con mis propios ojos exhaló Catalina.
Vigilar a su marido resultó humillante pero fácil. Se sacó una baja médica y, durante tres días, lo siguió después del curro. Al segundo día tuvo suerte.
Salió de la oficina a las siete de la tarde, se subió al coche, pero no se fue a casa. Catalina tomó un taxi, sintiéndose una detective de serie barata. Diego aparcó frente a una terraza en el centro y, a los cinco minutos, se subió una chica. Joven, veinticinco o veintiséis años, rubia, corte de moda y sonrisa segura. La misma Olga de los mensajes, la reconoció de las fotos.
Diego tomó su mano, la llevó a los labios, le dijo algo y ella se rió, echando la cabeza para atrás. El gesto le resultó familiar; Catalina había hecho lo mismo tres años atrás. El mismo restaurante, la misma terraza. Él le pidió el pato a la naranja y el postre de Sopa de Almendras (un clásico de la casa). Hablaba de su infancia en Sevilla y de su sueño de recorrer el mundo. Le lanzaba a Olga la mirada de quien busca algo que siempre ha tenido.
La escena se repitió al detalle. Diego no se molestó en inventar una nueva trama; el guion viejo funcionaba.
Catalina volvió a casa y esperó a su marido. Llegó a las once, con un perfume floral que no era el suyo.
Tenemos que hablar dijo ella.
Diego suspiró, se quitó la chaqueta y la dejó en la silla.
¿Qué pasa ahora, Cata? Estoy cansado
Te vi hoy.
Diego se quedó inmóvil un segundo, luego encogió de hombros.
¿Entonces me has estado observando?
Contesta.
Sí, he salido con Olga. Se sentó, cruzó las piernas. No significa nada, Cata. Escucha. Se acercó, y la expresión que puso fue la misma de siempre, sincera y convincente. Te quiero. Eres mi esposa. Olga es solo una aventura, no afecta a lo nuestro.
¿Le estabas mintiendo a María también?
Diego se interrumpió.
Eso es diferente.
¿Sí? Catalina se sentó frente a él. La engañaste con ella, ahora me la engañas a mí con ella. ¿Qué diferencia hay?
He cambiado, Cata. Después de casarnos quería ser fiel. Pero hizo un gesto con las manos. Así ha sido. Terminaré con Olga, lo prometo. Desde hoy solo tú.
La promesa sonó pulida, ensayada. Catalina lo miró y vio el vacío detrás de las bonitas palabras. Una costumbre de mentir que se había convertido en segunda piel. Egoísmo disfrazado de encanto. Diego no sabía amar a nadie fuera de sí mismo. No sabía ni quería aprender.
No.
¿No qué?
No necesito tus promesas.
Diego frunció el ceño.
Cata, no dramatices. Todas las parejas pasan por esto. Lo superaremos.
Catalina negó con la cabeza. Sentía un frío en el pecho, pero por primera vez en mucho tiempo, claridad.
No vas a cambiar. Nunca. Para ti es un asunto sin importancia, una rutina. La esposa en casa, la amante al lado, cómodo.
Estás diciendo tonterías.
Yo digo la verdad. Se levantó. Hace tres años pensé que eras especial, que serías diferente. Pero solo ocupé el sitio de María.
Salió hacia Ana esa misma noche.
El divorcio tardó tres meses. Diego no puso resistencia. En noviembre ya vivía con Olga, según lo que contaban los conocidos. La nueva pareja parecía feliz. Olga se mostraba radiante en Instagram, con hashtags de amor y destino, planeando boda.
Ana le mostró una de sus publicaciones.
Mira. «Él dice que soy única, que nunca había amado así».
Catalina apagó el móvil.
No quiero verlo.
¿Estás enfadada?
No. Y era cierto. Me da lástima. En dos años estará sentada con una amiga, llorando como yo.
Ana la abrazó.
¿Te sientes mejor?
Catalina pensó. No, al menos no más. Pero algo dentro dejó de aferrarse a un espejismo, a la persona que se había inventado.
¿Sabes lo más tonto? sonrió sin ganas. Lo supe desde el principio. Yo era su amante. Veía sus mentiras a su mujer. Escuchaba las excusas que inventaba. Y, por alguna razón, pensé que contigo sería distinto.
Te enamoraste.
Fui tonta y cegada. No son lo mismo.
Ana guardó silencio.
¿Y ahora?
Catalina miró por la ventana.
Ahora buscaré a alguien que no tenga que ser reformado. Alguien que sea fiel desde el principio. ¿Existen?
Empezó a llover a cántaros. Catalina observaba las gotas deslizarse por el cristal y, por primera vez en meses, no pensó en Diego, ni en su boda, ni en los planes.
No sabía que dentro de un año tendría una boda con un hombre que no mirara a otraspensó. Dos años después nos nacería una hija, luego un hijo. Nuestra familia crecería y, por fin, entendería lo que es un matrimonio basado en amor verdadero.







