Querido diario,
Si no fuera por la curiosidad innata que me legó mi padre, antiquario de la Gran Vía, habría pasado de largo aquel destello extraño entre los escombros de la obra del barrio de Arganzuela. Pero no me incliné y recogí aquel objeto de un negro azabache.
Era un antiguo sello de plata oscura con una gran piedra que había perdido el brillo del tiempo. A la luz de la lámpara, la gema titiló tenuemente con un azul aterciopelado.
Yo, Alejandro García, siempre he entendido más de objetos antiguos que de la gente. Mis dedos, como de costumbre, palpaban el interior del anillo, descubriendo la talla gastada y la inscripción casi borrada. El corazón me dio un salto. Miré alrededor; el callejón estaba vacío y guardé el hallazgo en el bolsillo.
En casa, bajo la lupa, no quedó duda: era un zafiro auténtico. Mi padre siempre me repetía que esa piedra era amuleto de fe, esperanza y amor. Tras limpiarlo con un paño suave, el zafiro reveló su verdadero tono, un azul cobalto casi ahumado, no perfecto pero sí impactante. No era una fortuna, pero sí una suma muy seria para mi ajustado presupuesto: unos cinco mil euros, suficiente para el enganche de un piso o para un viaje al paraíso.
¿Qué hubierais hecho vosotros?
Instintivamente busqué excusas para no contarle a nadie sobre el hallazgo. El sello había estado tirado entre los restos de una casa derribada, sin dueño, destinado al vertedero. Lo encontré, pues eso me daba derecho. Entonces recordé a Begoña, mi exnovia. Hace un mes, entre lágrimas, me dijo: «Eres fiable como un reloj suizo, pero la vida necesita locuras, riesgos. Lo siento, me voy con Sergio».
«¿Una locura?», musité para mis adentros, haciendo rodar el pesado sello entre mis manos. «Te daré una locura que haría que todos tus Sergios te envidien. Me iré a Ibiza seis meses, publicaré fotos y tú las verás llorar de celos».
Aún desconocía el valor exacto del anillo, pero la casa de antigüedades a la que llamé me dio una cifra preliminar que me dejó sin aliento. Imaginé el regalo del destino y sentí un temblor recorrer mis dedos. Realicé una auténtica investigación: busqué información sobre el sello, comparé la piedra con fotos de catálogos. Todo coincidía. Entonces me senté a trazar planes. La emoción me embriagó; aquella noche no cerré los ojos, sólo imaginaba el mar y las palmeras.
¿Yo dormiría? No, la ansiedad me mantenía en vela
Miraba desde el alféizar la ciudad dormida y pensaba: «Venderlo sería despedirse para siempre, pero esa historia merece ser contada». El pragmatismo ganó. Necesitaba un comprador que apreciara su valor histórico, no quien lo fundiera. Con ese tesoro, mis fantasías podrían desplegarse. Ibiza, decidido.
¿Qué vendría después? «Podría finalmente reformar el piso», reflexioné, «o comprar esa lente que he ahorrado tres años para conseguir». Me levanté y, mirando la ciudad que aún dormía, pensé: «O simplemente depositar el dinero y no preocuparme por el mañana».
A la mañana siguiente, un viejo amigo me llamó para ir de excursión, algo a lo que siempre declinaba por el trabajo. «Esta vez sí voy», pensé, mirando el sello sobre la mesa, y volví a conciliar el sueño, arrullado por dulces sueños.
Al despertar, lo primero que busqué fue el anillo; no había sido un sueño. Decidido a marcar el inicio de una nueva etapa, me dirigí al restaurante de lujo con ventanales panorámicos que siempre me había intimidado por sus precios. Allí, en la barra, la vi: Begoña, sola, tomando un café, el rostro triste y perdido.
Me acerqué al camarero.
¿Ve a la chica? dije en voz baja. Quiero pagarle la cuenta. Y entregue esto.
Saqué del bolsillo el pesado sello. Lo dejé sobre la palma, como guardián de secretos de antiguos dueños.
¿Qué? Pero se sorprendió el camarero.
Solo pásaselo. Dile que es de alguien capaz de un acto. Dile que le desea toda la felicidad del mundo. Con sinceridad.
No esperé reacción. Me di la vuelta y salí, sintiendo que el suelo se desvanecía bajo mis pies. No había entregado solo un anillo, sino mi boleto a la libertad. ¿Para qué? Para demostrar que no era avaricioso, que no era calculador, que su reproche no merecía tanto peso. Quizá, sólo para ver en sus ojos asombro y no envidia. Porque la verdadera locura no radica en el ego, sino en saber soltar.
***
Begoña se quedó en el restaurante vacío, incapaz de moverse. En su mano reposaba el antiguo sello, pesado, frío, real. Junto a él, una nota del camarero: «De parte de quien es capaz de un acto». Lo comprendió todo. No era la respuesta que esperaba no una súplica de regreso sino un gesto mayor: el acto desinteresado que costó una fortuna, probando que la locura más genuina es la capacidad de renunciar.
Recordó a Sergio, que ayer había discutido con ella por la cuenta del café, y comprendió la fuerza silenciosa de ese gesto. Entendió que «el acto» no se trata de alardear, sino de la sutil potencia de esa entrega.
***
Yo, Alejandro, estaba ebrio y dormía con la ropa puesta. Soñé que caminaba por una playa, pero bajo mis pies no había arena, sino zafiros esparcidos Me desperté con la cabeza pesada y los bolsillos vacíos. Rememoré todo: el anillo, el restaurante, mi gesto loco.
Yacía allí, sin abrir los ojos, percibiendo el perfume familiar de la fragancia que le había regalado a Begoña en su cumpleaños. Abrí los ojos y, apoyado en el codo, vi que ella estaba en el umbral de mi habitación, con el sello en la mano.
¿Tú? ¿Por qué? empecé.
devolví a Sergio sus regalos susurró. Y esto me tendió el anillo. Ahora es nuestro. Podemos venderlo y ir juntos a Ibiza. O podemos quedárnoslo, si te parece bien.
Yo la miré en silencio. Estaba sobrio, y una felicidad plena me invadía. Había cometido un acto. Ese acto, que me costó una fortuna, me devolvió algo mucho más valioso.







