Fernando, ¿estás seguro de que no nos dejamos el carbón en casa? Recuerda el año pasado: tuvimos que ir al colmado del pueblo y solo quedaba leña húmeda dijo Estrella, girándose hacia su marido, que guiaba el coche por el viejo camino polvoriento, procurando evitar los baches, aquellos baches familiares que tenían nombre propio.
Llevo el carbón, Estrella, y también el encendedor. La carne marinada está en la nevera portátil respondió Fernando, sonriendo y quitando por un instante la mirada del camino, mientras al fondo asomaban las colinas ocre y los campos de girasoles. Tranquila, que vamos a descansar. Dos semanas de vacaciones, silencio, pájaros, y tu césped ese por el que llevas soñando todo el invierno.
Estrella se dejó caer, relajada, contra el respaldar, cerrando los ojos mientras la palabra césped le bailaba en la mente con aroma verde y azul. Cuando compraron hace tres años aquel terreno destartalado en las afueras de Sigüenza, solo había ortigas como centinelas y escombros bajo el sol de Castilla. Ella, sola, desenterró ladrillos, luchó contra las malas hierbas, y luego, juntos, contrataron a una cuadrilla para nivelar y poner un césped por rollos, de lo más selecto y regio.
Ese rectángulo verde, sedoso, era su santuario. Allí leía tumbada al sol de la mañana, se tomaba el café o practicaba yoga mientras los vencejos silbaban sobre los tejados. Nadie podía pisar aquel césped con botas sucias ni jugar pádel, no fuera que estropearan el tapiz. Para Estrella, la casa de campo era un refugio, no un campo de trabajo como lo entendía la generación vieja.
Espero que mamá no se haya olvidado de regar. Esta semana ha dado cerca de cuarenta grados murmuró Estrella.
No te comas la cabeza respondió Fernando, quitándole importancia con un gesto de la mano. Mamá es de fiar. Le dejamos las llaves, prometió venir y vigilar. Sabe lo que te obsesiona ese césped.
Ángeles Román, la madre de Fernando, era de otra época. Fuerte, de voz rotunda, convencida de que la tierra tenía que rendir frutos. Nada de dejar el suelo desperdiciado en verde, siempre tenía que dar algo: patatas, zanahorias, aunque fuese perejil. Los primeros veranos fueron un pulso constante; Estrella defendiendo su oasis y Ángeles murmurando que eso es de gente mimada. Al final, parecían haber llegado a un acuerdo: Ángeles no pasaba de su pequeño invernadero.
Cuando el coche rozó el suelo de gravilla, con las cigarras como telón de fondo, Estrella bajó primera para acabar con la incertidumbre. Aspiró hondo la fragancia resinosa de los pinos y el dulzor de las flores silvestres que asaltaban la tapia. Imaginó la frescura del césped bajo sus pies, el alivio de quitarse los zapatos de ciudad.
Abrió el portón, dio un paso y se detuvo en seco. El bolso de lona se le escapó de las manos y cayó en el polvo.
Estrella, ¿qué haces parada ahí? Mete el coche dijo Fernando, desde la ventanilla. Al no recibir respuesta, apagó el motor y salió. Estrella ¿qué pasa?
Ambos se quedaron boquiabiertos.
La alfombra esmeralda había desaparecido.
Donde antes lucía una extensión perfecta se alzaban surcos torcidos y oscuros, la tierra revuelta; saltaban montículos y, entre los restos rotos del césped, asomaban tímidos brotes. Era un terreno removido, sembrado aquí y allá de ridículas plántulas, como si la razón hubiera sido sepultada.
En medio del caos, en bata antigua y pamela desteñida, estaba Ángeles. Apretaba la azada contra el suelo y se secaba la frente con el aire triunfal de una campeona olímpica.
¡Ay, hijos! ¡Cuánto me alegro de veros! anunció, pletórica. ¡Sorpresa! He tenido el tiempo justo antes de que llegarais.
Estrella vivía entre las brumas de un sueño irreal. Traspasó la verja, pisando fragmentos de malla de césped cortada brutalmente, los dedos crispados.
¿Qué es esto? Su voz era un cuchillo helado. Fernando se encogió a su lado.
¿Cómo que qué es? ¡Unas buenas huertas! Ángeles clavó la azada y extendió los brazos. ¡El sitio perfecto desaprovechado! Aquí el sol, desde el alba hasta la siesta, y vosotros dejando que crezca hierba inútil. Mira: he puesto cebollas, allí zanahorias, ahí calabacines ¡Imaginaos, vuestro propio calabacín! ¡Tortillitas, pisto, hasta mermelada!
Mamá suspiró Fernando. ¿Te das cuenta de lo que has hecho? Era césped de rollo. Pagamos cinco mil euros hace tres años, más todos los cuidados
¡Ay, no me hagáis reír! contestó Ángeles, con un bufido. ¿Cinco mil euros por cuatro briznas de hierba? Os han timado. El campo es para sacar comida, no para posar la colchoneta. ¿No habéis visto cómo está la verdura en el mercado? ¡Una zanahoria es casi como oro! Yo he estado aquí tres días bajo ese sol, con la tensión por las nubes, para que tengáis buena despensa.
Estrella enmudeció. Miraba sus tardes derruidas, surcos mugrientos en vez de frescura, y dentro hervía la rabia helada, lógica, implacable. No era solo un abuso; era una invasión, un desprecio absoluto.
Ángeles alzó la voz sin un titubeo. Le dijimos que solo regara las plantas. ¡Nada de excavar ni plantar! Esta casa es nuestra.
¡Pues soy tu suegra y sé mejor que tú lo que os conviene! replicó Ángeles, endureciendo la voz. Nunca habéis pasado una mala racha. Cuando venga el frío y la escasez, agradeceréis tener botes de conservas hechas con mis manos. ¿Y el dichoso césped? ¡Por Dios, un lujo de señoritos! La Juani de al lado se reía de mí: Tu nuera, ¿no sabe ni plantar una acelga?
Me da igual Juani y su acelga replicó Estrella, marcando cada sílaba. Y no necesito sus calabacines. Fernando, descarga las cosas.
Estrella, espera Fernando trató de detenerla, pero ella se apartó. Se dirigió a su madre. Mamá, te pasaste. Ya lo hablamos: el invernadero es tuyo, lo demás un lugar de descanso. ¿Por qué estropeaste todo?
¡Estropeado! chilló Ángeles, encendida. He dejado aquí la salud, ¡y encima os quejáis! ¡Sois unos egoístas!
Se llevó la mano al pecho y cayó teatralmente en el banco de madera junto a la puerta.
Estrella entró en casa, sin mirar atrás. Dentro, los muros olían a madera vieja y verano. Se sirvió agua, temblando. No permitiría una escena; conocía de sobra la afición de Ángeles a los melodramas.
Al cabo de un rato, Fernando apareció, desorientado.
Quería ayudar son cosas de antes, para ellos la tierra vacía es pecado.
No es cuestión de cultura, Fernando Estrella giró hacia él, los ojos brillando. Es cuestión de respeto. Nos toma por marionetas. Quiere imponer su mando.
Intentaré hablarlo otra vez
Las charlas se acabaron. Tres años dialogando, y en cuanto nos descuidamos ¡arrasa el jardín! ¿Sabes lo que cuesta rehacerlo todo? No basta con unas semillas. Hay que volver a nivelar, preparar la tierra, comprar los rollos. Otra vez gastarse el sueldo, tener la casa llena de barro un mes.
Fernando se desplomó en la silla.
¿Y qué hacemos? ¿Echas a mi madre?
No. Pido que repare lo que destrozó.
¿Vas en serio? Tiene sesenta y cinco. ¿Esperas que ponga el césped otra vez?
Los rollos, no, pero sí recoger lo que ha plantado y alisar el terreno. Y pagará el césped nuevo.
¿Con qué? Solo tiene la pensión
Me consta que tiene ahorros. Hasta presume de ellos. Pues bien, este es el momento de ayudarnos, de verdad.
Es cruel, Estrella.
Cruel es llegar a tu casa y hallarla convertida en un muladar, porque tu madre no respeta tu vida. Voy a decírselo. Si se niega, cambio la cerradura hoy.
Salió al porche. Ángeles estaba comentando ruidosamente con Juani, gesticulando hacia la casa. Al ver a Estrella, fingió súbitamente una pena honda.
Ángeles, tenemos que hablar dijo Estrella bajando las escaleras.
¿Y ahora qué quieres? Tráeme un vaso de agua, que el disgusto me seca la boca.
Ya beberá después. Ahora escuche: tiene hasta el domingo por la tarde para recoger todo lo que ha plantado, quitar las huertas y dejar el terreno liso.
Ángeles abrió los ojos, como si le hablaran en vasco antiguo:
¿Estás loca, chiquilla? ¡Lo que es vida no se arranca! ¡No pienso tocar nada! Esta casa es de mi hijo, no tuya.
La compramos entre los dos, lo pone en la escritura. Si el domingo no hay terreno listo, lo limpiaré con obra y martillo, y le pasaré la factura. Y los llaves, ahora mismo, a Fernando.
¡Fernando! chilló su suegra, buscando el aliado. ¡Mira cómo me trata esta desalmada! ¡Quiere echarme!
Fernando salió, y miró a Estrella: supo que si no la respaldaba, todo acabaría allí.
Mamá, tiene razón dijo, con voz grave. Era nuestro jardín. Todo lo has estropeado.
Luego dirás que no mando, ¡dominado por una de ciudad!
Basta, mamá zanjó Fernando. O recoges todo, o habrá ruptura.
Ángeles se quedó muda. Por primera vez, el hijo se ponía del lado de la nuera.
¡Quedaos con vuestro césped asqueroso! ¡No pienso volver! escupió, recogió la bolsa, y se marchó con paso ofendido. ¡Las llaves! la reclamó Estrella.
Resopló, buscó en la bata y las tiró al polvo.
¡Ahí las tienes! ¡Ojalá solo te crezca cardo borriquero!
Atravesó el portón y pronto se oyó un taxi rugiendo o, tal vez, era solo el autobús del pueblo.
Estrella recogió las llaves, las limpió y miró a Fernando.
Volverá afirmó. Se ha dejado la planta de pimientos y el abrigo. No se rinde tan fácil.
Fernando pateaba el campo removido.
¿Vamos a limpiar nosotros?
No, esperaremos. Tiene que quedarse en el pueblo hasta que salga el autobús. Ahora irá a quejarse a Juani.
Y en efecto, los lamentos de Ángeles se escucharon entre los jardines. Contaba que su nuera la había echado en plena vejez, que la arrastraba al destierro.
Estrella tomó el teléfono.
¿A quién llamas? preguntó Fernando.
A la empresa de jardinería, a pedir presupuesto de dejarlo todo llave en mano.
Esa noche, ni el té sabía a gloria en el porche. Solo la tierra pelada llenando la vista y el humor por los suelos.
A la mañana siguiente chirrió la verja. Ángeles volvía, con mirada de ofensa premeditada, directo a su invernadero.
Estrella salió.
Buenos días, Ángeles. ¿Vienes a por tus cosas?
La suegra se detuvo, titubeando.
Es que da pena la cebolla, es de las caras, importada de Valencia.
Es una pena respondió Estrella. El césped también fue caro. El presupuesto para rehacerlo: ocho mil euros.
¿Ocho mil? ¡Tú no estás bien!
Hay factura. O lo hace usted misma al menos planchar el terreno y sembrar de nuevo, o paga los rollos y la mano de obra.
No tengo tanto dinero.
Entonces, coja la azada, los sacos, y recoja lo suyo. Solo así entenderá que no puede mandar aquí.
En ese momento, Fernando sacó los sacos.
Mamá, Estrella tiene razón. Yo te ayudo a recoger, pero aquí debe quedar todo llano.
Ángeles miraba de uno a otro, esperando un salvavidas. Pero solo halló imperturbabilidad. Estrella vigilaba desde la tumbona; Fernando ayudaba, pero jamás hacía el trabajo entero.
«Si arreglas tú todo, aprenderá que siempre puede invadir», susurró Estrella a Fernando una noche.
Antes del anochecer del domingo el terreno lucía triste, pelado; pero ya sin las huertas y bastante más regular.
Ángeles se dejó caer en el peldaño, derrotada.
Ya está, ¿contentos?
Estrella inspeccionó el resultado. No era perfecto, pero bastaba para empezar de nuevo.
Gracias, Ángeles. Valoro el esfuerzo.
La suegra la miró, los ojos apagados.
Eres dura, Estrella. Fernando merecía a alguien más blando.
No es dureza: es que me gusta que me respeten. Si hubiera pedido su huerta en otra esquina, yo habría cedido. Pero ha destruido lo que más quería.
Ángeles calló. Se levantó torpemente.
¿Fernando lleva las cajas al piso?
Por supuesto asintió Estrella.
¿Y las llaves?
Estrella y Fernando intercambiaron una mirada.
Las llaves se quedan aquí por ahora, mamá dijo Fernando. Te vendremos a buscar o a invitar, pero solo de visita.
Ángeles apretó los labios y no discutió. Sabía que la confianza rota no se repara en un verano.
A los pocos meses, el césped reverdecía. Plantaron una mezcla deportiva, brotando los primeros tallos y ahogando el pasado.
Ángeles solo volvió para el cumpleaños de Fernando en agosto. Trajo empanada (con las cebollas recuperadas) y hasta elogió el césped.
Bueno está verde. Por lo menos no se mete tanto barro.
Estrella sonrió, llenándole la taza de café.
Claro que sí, Ángeles. Cada cosa en su sitio. Los calabacines, en el mercado; nosotros, en el césped.
La guerra por el terreno había acabado. Y aunque las cicatrices de la tierra recordaban la batalla, las fronteras pintadas con azada y orgullo eran, al cabo, más firmes que las sonrisas forzadas.







