Los parientes se ofendieron porque no les dejé pasar la noche en mi piso nuevo: la historia de cómo defendí mi hogar ante la familia, pese a presiones, chantajes emocionales y rencores de toda la vida

Diario de Rodrigo Díaz, Madrid

Viernes, 22 de marzo

¿Rodri, pero te has quedado mudo? Te digo que ya sacamos los billetes, llegamos el sábado a las seis de la mañana. Que no te me duermas, ven a buscarnos, anda, que vamos con maletas, y María con los niños, ya sabes tú, el taxi está imposible, pero como tienes coche grande, cabemos todos. La voz de la tía Carmen retumbaba en el teléfono, más fuerte que el agua de la bañera que estaba llenando.

Me quedé inmóvil en el recibidor de mi piso nuevo, blanco, con olor a pintura fresca, brillante de limpieza y de silencio. Ese piso por el que llevo pagando la hipoteca un mes, después de tres años de apretarse el cinturón, sin salir de cañas, sin viajes, comiendo en casa, sin una camisa nueva. Media vida ahorrando y seis meses supervisando obra, comprando azulejos, eligiendo tarima. Mi refugio. Mi paraíso conquistado, donde cada cosa tiene su sitio y donde por fin iba a disfrutar de un fin de semana de quietud, solos las vistas desde el ventanal y yo.

Tía Carmen, espera. ¿Qué billetes? ¿Qué tren? ¿De qué me hablas? Yo no os he invitado, logré decir finalmente, apagando el agua y sentándome junto al té de hierbas que tenía en la cocina.

Al otro lado, el silencio era tan denso que parecía que Carmen estuviera llenando los pulmones para soltar su clásico vendaval.

¿Cómo que no has invitado? ¿Te has vuelto loco? Que Manel, tu tío, cumple setenta y vive en tu ciudad, ¿lo olvidas? Viene toda la familia. ¿Y para qué vamos a gastar en hotel si el sobrino vive en un pisazo? Tu madre me dijo que has comprado un piso de tres habitaciones y lo has dejado precioso. Venimos seis: yo, tu tío, María con su marido y los gemelos. Nos apañamos. Unos colchones en el suelo y listo, que no somos delicados.

Me fui sentando en el taburete, notando cómo se me tensaba la cabeza. Seis. Tía Carmen, que ronca como un oso y manda en la cocina. Tío Manel, que se le calienta el codo y luego a fumar en el balcón (y el mío es salón). María, mi prima, que deja a sus dos gemelos “torbellinos” campar a sus anchas, pintando las paredes o saltando sobre el sofá. Y su marido Pedro, que devora la nevera entera si le dejas.

Tía Carmen. Tomé aire. No puedo acogeros. Estoy sin terminar del todo el piso, me falta hasta el sofá cama. No tengo dónde poneros. Y además trabajo, tengo que acabar un informe este finde.

¡Anda ya, no digas chorradas!, protestó. ¿Informe? ¡Si es fin de semana! Además, que traemos mantas, que no necesitamos lujos. ¿Vas a dejar a tu propia tía en la calle? ¡Si yo te di aquella muñeca alemana cuando cumpliste cinco, ya lo olvidaste!

La dichosa muñeca, coja y comprada de saldo, pero ya figura como un Tesoro Nacional en la leyenda familiar.

Entiendo, tía, de verdad. Pero no. Mi piso es nuevo y no lo he estrenado ni solo. Además, Manel vive al otro extremo de Madrid. Lo lógico es alquilar algo cerca. Si queréis, os busco pisos por días y os mando enlaces.

¡Mírale! Ahora ya chillaba. ¡Enlaces dice que nos manda! ¡Se le ha subido a la cabeza el piso nuevo! ¡Ni conoce ya a su familia! ¡Si no fuera por nosotros, ni existirías!

Tía Carmen, por favor. Insisto: no puedo acogeros. Es mi decisión. Si es para quedaros a dormir, no contéis conmigo. No abriré la puerta.

Colgué, resistiéndome a aguantar la segunda ronda de reproches. Me temblaban las manos. Sabía que esto no había acabado. En quince minutos sonó el móvil. Era mi madre.

Rodrigo, ¿se te ha ido la cabeza? empezó sin saludar siquiera. Carmen me llama hecha un flan, le duele el pecho de la ansiedad, que la has mandado a freír churros.

Mamá, no he mandado a nadie a freír churros. Solo dije que seis personas no caben en mi piso nuevo. Con lo que han hecho los gemelos en cada casa ajena ya lo sabes. No quiero que viertan su descubrimiento del mundo en mis paredes.

Rodrigo, ¡pero es la familia! Un fin de semana se soporta. Retira las cosas delicadas, pon un plástico en el sofá, y ya está. Pero vas a quedar como un sieso. ¡Carmen le dirá a todo el barrio lo egoísta que eres! ¡Qué vergüenza!

Mamá, no me da vergüenza. ¿Por qué siempre tiene que sacrificarse uno mismo para que Carmen ahorre doscientos euros de hostal? Si tienen para el viaje y los regalos, que se busquen alojamiento.

Eres igualito a tu padre. Siempre con su tranquilidad por delante. Ya verás cómo acabarás solo con tus paredes blancas.

Pues miraré por mi propio bien. Prefiero poder dormir y saber que no tengo que limpiar el caos de después. Y apagué el móvil.

Toda la semana viví en tensión. No llamó ni Carmen, ni María, y ningún mensaje hostil me llegó. Quizá recapacitaron. O desistieron. Me repetía que había actuado bien; “No” es “No”.

El sábado madrugué, desayuné con tranquilidad y salí al salón, disfrutando del sol de Madrid que iluminaba el ventanal y el piso reluciente. Pensaba tumbarme a leer y pedir sushi, y bañarme luego con espuma.

A las nueve sonó el telefonillo. Salté del susto y casi derramé el café. Miré la pantallita: allí estaban todos. Maletas, la cara roja de Carmen, tío Manel con la boina, los niños, todos dándole a los botones.

¡Rodri, abre hombre, que te hemos dado la sorpresa! gritó Carmen al ver que la cámara les enfocaba. Venimos directos de Chamartín, deja que pasemos a beber un vaso de agua, al menos.

Apoyé la cabeza en la pared. Habían venido. Desoyendo mi “No”. El plan: colocarme ante el hecho consumado, a ver si al mirarles a los ojos, me atrevía a echarles.

Inspiré despacio, conté hasta cinco y respondí:

Os dije que no vinierais. No me hacéis caso.

Ay, deja el teatro, hombre. Carmen agitó la mano. Un enfado se pasa. ¡No somos extraños! ¡Abre ya, que los niños se mean, y no somos unos bestias para dejarles en la calle!

Hay una cafetería cruzando la calle con baños gratuitos, contesté sereno. Yo no abro.

¿Cómo?. Carmen acercó la cara tanto que casi aplastó la nariz en la cámara. ¿Vas en serio? ¡Estamos con todo el equipaje! ¡Somos tu familia! ¡Tu madre sabe que estamos aquí! Si no abres, monto una.

Haced lo que veáis. Mandé los hoteles por mensaje. Adiós.

Colgué y desconecté el timbre.

En menos de dos minutos ya tocaban a la puerta. Algún vecino debió dejarles pasar. Ahora estaban allí, al otro lado de una simple placa de metal.

El timbre insistía. Llamaban y aporreaban.

¡Rodrigo! ¡Abre, que no tienes corazón! chillaba María. ¡Mis hijos no pueden más! ¡Estás loco!

¡Venga, abre, caradura! tronó mi tío. ¡Te traemos chorizo de León y queso manchego!

Me quedé en la entrada, con los brazos cruzados, aguantando el nudo en la garganta y la vergüenza por el escándalo en el portal. Pensé en abrir para evitar tanta bronca. “¿Qué pensarán los vecinos?”. Pero al mirar el parquet reluciente, imaginé los seis entrando, ensuciando, gritando, y el olor de chorizo y colonia barata impregnando mi refugio. No.

Me acerqué a la puerta y hablé alto, firme:

Voy a llamar a la policía. Si no os vais, denuncio por acoso y allanamiento.

Silencio inmediato.

¡Vas a enterrar a tu madre, mal hijo! ¡Policía dice! ¡Que se te seque la boca! se oyó a Carmen.

Cuento hasta tres. Moví el móvil en la mano. Uno

Mamá, vámonos, que este está fatal. Nos monta un lío de verdad, murmuró María, ya asustada.

Dos.

¡Y que te aproveche el pisito! ¡Que te pudras en él! bramó mi tío.

Tres.

Pasos, peleas, lloros infantiles, murmullos alejándose.

¡En mi vida regreso! ¡Ya verá todo el barrio la joyita que eres! Carmen, alejándose escaleras abajo.

Me quedé pegado a la puerta, sintiendo la vibración del silencio que, despacio, volvió al edificio. Ahora sí que me temblaba el cuerpo de pies a cabeza.

Me deslicé hasta el suelo y, entre lágrimas, sentí el alivio más crudo que en mi vida. Aguanté. Nadie había cruzado la frontera de mi casa.

El móvil seguía vibrando en la mesa. Ni miré los nombres: mi madre, Carmen, números desconocidos (tíos, primas). Lo apagué.

Me tomé un vaso de agua en la cocina, asomado a la ventana al ver desde arriba cómo todos subían a un taxi, gesticulando, señalando mi piso.

Recordé. Cinco años antes, fui yo el que llegó a casa de Carmen, de becario, sin un duro, y ella me había dicho que estaban de obras y que no podía alojarme. Dormí tres noches en Atocha, abrazado a la mochila, hasta dar con una señora que me alquiló por limpiar la casa.

La sangre entonces no era tan espesa.

No, no en esta vida.

Puse música suave, me hice un café y me senté a leer. El día quedó arruinado, pero mi casa estaba intacta.

Ya con el móvil encendido, la noche me trajo insultos en Whatsapp:

Para mí ya no eres hijo, ni sobrino”, escupía Carmen.

¿Cómo le haces esto a mamá, que tiene el corazón mal?, me achacaba María.

Me avergüenzo de ser tu madre, concluía lo de mi madre, la puñalada final.

Miré el móvil sin contestar. Explicaciones para qué. No iban a comprender: para ellos sólo era un recurso que se había rebelado.

Sólo le escribí a mi madre: Te quiero. Pero soy adulto y vivo bajo mis normas. Si alguna vez quieres venir a verme tú solo, avísame: estaré feliz. Pero no quiero chantajes ni familiares auto-invitados. Carmen me dejó tirado hace años en Madrid. Yo sólo devuelvo el trato.

No obtuve respuesta.

Pasó una semana y seguí con mi rutina. Los vecinos, si hablaban, no se notaba. Sólo una, con un galgo pequeñito, me guiñó el ojo y murmuró: Buen piso, menuda resistencia tienes

Un mes después llamó mi madre, seca pero tranquila. Preguntó por el trabajo y la hipoteca. Carmen, ni nombrarla. Yo tampoco.

Las celebraciones familiares se esfumaron. Silencio en el chat de WhatsApp, excluido. Pero descubrí que mi vida era, en realidad, más ligera. Sin tener que comprar regalos absurdos, aguantar preguntas impertinentes o críticas de mi salario.

Medio año después, en Nochevieja, llamaron a mi puerta. Miré por la mirilla: era María, sola, ojerosa y con lágrimas.

Abrí.

Hola… ¿Puedo pasar?

Dudé sólo un momento.

Pasa. Déjate los zapatos ahí.

Entró directa a la cocina.

Me he separado de Pedro, rompió a llorar. Bebía y me pegaba. Dejé a los niños con mamá, no sé adónde ir; Carmen dice que aguante, que es lo que toca Estoy harta.

¿Puedo dormir aquí? Sólo un par de noches, te prometo que no molesto, me tumbo en el suelo

La miré. Meses atrás, había sido quien me insultó por el domófono. Ahora sólo era una mujer destrozada, pidiendo ayuda.

En el suelo, no. El sofá-cama es tuyo, pero con condiciones, contesté mientras le preparaba una infusión. Nada de niños, mi casa no está adaptada; máximo una semana y te ayudo a buscar piso; ningún comentario sobre mi vida ni informes a Carmen. Si lo haces, te vas.

Gracias, Rodri Fueron celos, la verdad. Por tener tú una vida limpia, tranquila. Nosotros estamos atascados y da rabia.

La envidia es veneno, respondí. Ahora, a descansar.

Vivió conmigo cinco días, discretísima. Encontró cuarto y se fue. Cambió su vida: se separó, empezó a trabajar y dejó de dejarse manipular por Carmen y mamá. De vez en cuando hablamos, vamos al cine.

Carmen, por su parte, no me ha perdonado. Pero qué más da. Aquí, en mi piso, con mi vino y mi paz, aprendí que mi casa es mi castillo es más que un refrán: es la clave de cuidarme. Y a veces, para que reine la calma, sólo hay que dejar el puente levadizo subido. Aunque al otro lado espere tu propio apellido.

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MagistrUm
Los parientes se ofendieron porque no les dejé pasar la noche en mi piso nuevo: la historia de cómo defendí mi hogar ante la familia, pese a presiones, chantajes emocionales y rencores de toda la vida