Tatiana era feliz. Se despertó con una sonrisa de felicidad en el rostro. Sintió cómo Vadim resoplaba a su lado, respirando en su nuca, y sonrió una vez más.

María despertó con una sonrisa que parecía haberse colado en la cara como el sol de la mañana sobre la Plaza Mayor. Sentía a Víctor a su lado, respirando en la nuca, y volvió a sonreír como si el mundo fuera un jardín de naranjas.

El dinero para la luna de miel ya estaba guardado, una pequeña fortuna de euros escondida bajo el colchón de la habitación de su abuela. Ayer había contado a Víctor lo del ahorro, y él la escuchó durante media hora, aplaudiendo su ingenio y asegurándole que su elección había sido perfecta.

Hace unas semanas, sin embargo, María dudaba si había acertado. Víctor le había presentado a su familia, y ella sintió que esos rostros extraños no encajaban en su cuadro interior. El punto de quiebre fue descubrir que, aunque su prometida era rica en cariño, la única posesión que había heredado era una vieja doscientos un coche crujiente que había pertenecido a su abuela. Ese coche y la casa de la abuela eran el nido donde vivían ahora.

Una de las habitaciones estaba cerrada con llave: la habitación de la abuela. Allí María dejó todo tal como lo había dejado la anciana: el baúl gastado, la mecedora que cruje, el escritorio lleno de papeles y las estanterías repletas de madejas de lana multicolor. Después de la boda esa estancia cambiaría de forma, pero por ahora todo permanecía inmóvil.

A veces, al caer la noche, María se escabullía a esa habitación, se sentaba en la mecedora, encendía el viejo farol y dejaba que sus pensamientos se deslizaran como humo. Víctor no apreciaba esos momentos; los llamaba caprichos melancólicos, pero no podía impedirle que los disfrutara. Él raramente entraba y siempre refunfuñaba por el espacio desperdiciado.

En su familia María era la mayor. Los padres, al ver en ella una mano firme, la transformaron en la niñera de sus hermanos menores, dejando que la carga de la casa descansara sobre sus hombros delgados. Pero las críticas nunca cesaban: no has limpiado bien, no has lavado como se debe, no has puesto la ropa en su sitio. Los hermanos, acostumbrados a que todo le fuera culpa a María, aprovecharon la situación. Así, al terminar el instituto, María tomó sus escasas pertenencias y se mudó a la casa de la abuela.

La abuela adoraba a María, la llamaba mi ruiseñor, le deleitaba con bollos caseros y le susurraba vive según la voluntad de Dios. Una mañana, María se arrastró fuera de la manta tibia y se lanzó a la cocina a freír churros de queso para el desayuno. Víctor, bostezando y estirándose, entró también, se sentó a la mesa, se zambulló en un plato de churros bañados en crema espesa y empezó a devorarlos con gusto.

Oye, María dijo, después de haber devorado el quinto churro. He estado pensando Olvidemos la luna de miel. Con ese dinero mejor compramos un coche. Necesitamos solo un pequeño crédito, que nos lo concedan sin problema.

María miró la cara de Víctor, reluciente por la crema, sin responder. Un sonido de llave girando resonó en la puerta principal. Antes de que pudiera asustarse, una turba surgió del vestíbulo: la futura suegra, su hija y su hijo de dieciocho años, acompañados de tres maletas y una bolsa.

¡Bienvenida, novia! exclamó desde el umbral Luz, la madre de Víctor. Decidimos, como hablamos ayer con Víctor, que no esperaremos más.

María volvió a observar a Víctor, que ahora arrastraba las maletas al salón de la abuela con vigor.

María, abre la puerta ordenó Víctor. Hay que ordenar, mover la mecedora al balcón, cubrirla con una lona de plástico; los demás muebles los dejamos, que Vito los aguanta. Y los ovillos de lana, deshazte de ellos, ¿vale?

¿Qué quiere decir Vito aguanta? susurró María, casi sin ser oída. ¿Y por qué debo tirar cosas? ¿De dónde sacó Luz las llaves del apartamento?

Pues intervino la suegra. Vives bien, gracias a Dios. La boda es en dos semanas. Compraréis el coche, me dijo Víctor ayer. La habitación está vacía, ¿no? Mientras no haya niños, Vito podrá vivir allí, está a cinco minutos de la universidad.

Pero, ¿y si? balbuceó María. ¿Podemos acoger a mi hermano por un tiempo? Ese viejo cachivache debería tirarse ya, pues planeamos usar la habitación como cuarto de niños

Víctor sonrió con picardía, mostrando su destreza masculina al mover los muebles. Entonces Sofía, la hermana de Víctor, irrumpió:

Yo conozco a un buen amigo que vende un coche de lujo. Con crédito lo tenéis y podéis recorrer el mar. ¿Quién rechazaría una oportunidad así?

Víctor asintió, diciendo a María que buscara las llaves de la habitación mientras él ofrecía churros a la familia.

María entró en la sala, se dejó caer en el sofá improvisado por Víctor y reflexionó. El hecho de quedar sin desayuno era evidente. Su futura familia, una hormiga hambrienta, pronto devoraría la nevera y la despensa, y ella, en la noche, tendría que cargar bolsas del supermercado. Además, tendría que escabullirse al fondo de la reserva de la boda, pues Víctor había declarado que vivirían con su sueldo, mientras él guardaría el suyo para ampliar la casa.

¿No vas a pasar el resto de tu vida en una chabola en las afueras? exclamó Víctor con tono de empresario.

María no protestó; la boda estaba a medio año de distancia. Entonces surgió otro sobresalto: Víctor ya había hecho copias de las llaves del apartamento de María para su madre. Decidieron que Vito viviría con ellos, sin que María entendiese por qué debía seguir soportando la casa de un joven que apenas conocía.

La gota que colmó el vaso fue el coche. María había soñado con el mar desde niña; sus padres la habían llevado dos veces a la costa cuando ella era pequeña, pero nunca la incluyeron. Decidió que su luna de miel sería inolvidable: el mar, Grecia, un hotel magnífico, una excursión a Sicilia, templos antiguos, vino griego amargo en la terraza y una habitación con vista al azul.

Lloró, sollozando como una niña. En su mente apareció la abuela, sentada en su mecedora favorita, con ojos bondadosos mirando a su nieta:

No llores, ruiseñor mío, el matrimonio no es una invasión. Busca a quien te ame y quien te cuide. Eso es lo que debes hallar, no te equivocarás.

La decisión llegó de pronto. Los alegres cantos de sus parientes resonaban desde la cocina, aunque ya no eran su familia, y el hombre que no sería su esposo también cantaba. Primero llamó a su trabajo para pedir vacaciones anticipadas de dos semanas, luego a su amiga del instituto, la incondicional Marta, para que cuidara el piso mientras ella se marchaba. Marta vivía dos casas más allá y aceptó sin dudar.

No te preocupes, pondré todo en orden. Verás lo que han inventado.

Con el apartamento bajo control, María llamó a la agencia de viajes, donde le ofrecieron un paquete caliente a Grecia. La maleta ya estaba hecha; había empaquetado todo desde hacía tiempo, sin esperar a la boda.

Quince minutos después, salió del piso, cerró la puerta con suavidad y dejó una nota: Boda cancelada. Las llaves a Marta. El coche lo compras tú. Ya no soy tu María. Al acercarse al aeropuerto, su móvil vibró sin cesar, con llamadas perdidas y mensajes frenéticos: ¿Estás loca?, y el aparato volvió a silenciar su zumbido.

¡Sí, me he vuelto loca! cantó una voz lejana de su infancia. ¡Qué desdicha!

En lo profundo de su recuerdo, la sonrisa de su abuela volvió a brillar, como un faro de luz sobre el mar.

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Tatiana era feliz. Se despertó con una sonrisa de felicidad en el rostro. Sintió cómo Vadim resoplaba a su lado, respirando en su nuca, y sonrió una vez más.