**Diario de un Hombre**
“Romo, Romito, ¡tenemos gemelos!” lloraba Tania al teléfono. “Son tan pequeños, apenas 2,5 kilos cada uno, pero están sanos, todo está bien.”
“En la ecografía dijeron que serían gemelos,” murmuró el hombre. “¿Niños?”
“¡Sí, niños! ¡Son tan hermosos!” las lágrimas de felicidad rodaban por las mejillas de la joven madre. Por fin, tenía en sus brazos a sus hijos.
El embarazo no había sido fácil para Tania. Para empezar, el padre de los niños, Román, al principio no quería que nacieran. Los dos trabajaban juntos en una pequeña empresa de Valladolid: ella como contable, él como conductor. No era un amor apasionado, simplemente dos jóvenes que pasaban mucho tiempo juntos. Las circunstancias los unieron: Román había terminado con su prometida, Lidia, al descubrirla besándose con un amigo en común en el coche. Humillado, canceló la boda y buscó consuelo en Tania, una chica ingenua de 20 años, recién graduada de un instituto local.
Tania nunca había sido popular entre los hombres: su pelo rojo rebelde y las pecas que cubrían su rostro la hacían parecer una Pippi Calzaslargas. Además, luchaba contra el sobrepeso desde la adolescencia, con resultados desiguales. Román fue su primer novio serio, y ella se enamoró perdidamente.
Él al principio ocultó su relación. Se veían a escondidas, lejos de miradas curiosas. Pero en un pueblo pequeño como el suyo, los rumores corren rápido. Román, quizá para herir a Lidia, empezó a presumir de su “gran amor” por Tania. Ella, ilusionada, creyó cada palabra.
Tania vivía con su tía soltera, una mujer mayor que toleraba su presencia porque la sobrina cocinaba y llevaba comida a casa. Cuando la tía descubrió el test de embarazo, no dudó en indagar sobre Román. Resultó que conocía a su madre, Marta, y no tardó en visitarla para hablar del futuro matrimonio. Marta, sorprendida, no sabía nada de la relación y menos del embarazo.
“¡Hijo, resulta que tienes prometida!” le reprochó Marta a Román. “¿Y esa chica está embarazada? ¡Tienes que hacerte cargo!”
Román, atrapado, enfrentó a Tania: “¿Por qué no me dijiste?”
“Tenía miedo,” susurró ella. “Temía que no quisieras al bebé.”
Pero ya era tarde. Se casaron sin fiesta, solo un almuerzo en el patio de sus padres. La hermana de Román, Elena, no disimuló su desprecio: “No entiendo cómo cambiaste a Lidia por esta.”
Tania, feliz, ignoró los comentarios. Amaba a Román y llevaba su hijo.
Con el tiempo, Román se distanció. Llegaba tarde, evadía a Tania y, al descubrirse que esperaba gemelos, la indiferencia creció. Hasta que un día, en el mercado, Lidia se acercó a Tania:
“Ahora entiendo por qué Román no vuelve a casa.” La miró con desdén. “Contigo no tiene nada en común.”
Tania, herida, sufrió contracciones y terminó en el hospital. Los gemelos, Kirilo y Eulogio (nombres de los abuelos), nacieron prematuros pero sanos. Román, obligado por la presión familiar, ayudó económicamente pero se mudó con Lidia.
Meses después, en una visita, Román vio a Tania transformada: había perdido peso, su pelo rojo brillaba, y su sonrisa era tranquila. Algo en él cambió. Empezó a visitar más seguido, a reír con los niños. Lidia, celosa, lo presionaba: “¿Vas a vivir eternamente entre dos casas?”
Un día, Román no volvió a Lidia. Se quedó en casa, abrazando a Tania. “Quizá no debamos divorciarnos aún,” le dijo.
Lidia, furiosa, se fue de vacaciones con su ex, Alejandro. Román, al fin, eligió su familia.
**Lección aprendida:** A veces, el amor verdadero no es el que grita, sino el que espera en silencio. La familia, aunque imperfecta, es el refugio que perdura. Y la felicidad no siempre llega como se espera, pero llega.







