Mi marido invitó a su exmujer y a sus hijos a celebrar la Nochevieja; así que preparé mi maleta y me fui a casa de una amiga

Dime que no hablas en serio, Óscar. Por favor, dime que esto es una broma pesada. O igual he entendido mal por el ruido del grifo.

Sofía cerró el agua, se secó las manos en el paño de cuadros y se giró lentamente hacia su marido. Toda la cocina olía a verduras cocidas, a eneldo fresco y a mandarinas, aromas de víspera de Reyes. Solo faltaban seis horas para la medianoche. Encima de la mesa se amontonaban los ingredientes del ensaladilla rusa; en el horno, el cordero se doraba junto a manzanas reineta, y la gelatina en el frigorífico cuajaba tras horas de dedicación nocturna.

Óscar la miraba desde la puerta, nervioso, cambiando el peso de un pie a otro y jugando con la botonadura de su camisa, consciente de lo absurdo del momento pero sin intención de retroceder ni un paso.

No empieces, Sofía, por favor imploró con la voz suplicante. Carolina tiene problemas en casa, se le han roto las tuberías. En realidad no se han roto, pero les han cortado el agua, y tampoco tienen calefacción. ¿Te imaginas pasar la noche de Nochevieja con los niños en un piso helado? No podía decirles que no. Al fin y al cabo, son mis hijos.

¿Tus hijos? Sí, claro. Pero ¿y Carolina? ¿Desde cuándo vivimos también pendientes de tu exmujer? ¿Puede irse a casa de su madre, a casa de alguna amiga, reservar un hotel? Con la pensión que le pasas puede pagarse una suite en el Ritz si quiere.

Su madre está en el balneario, las amigas fuera… Óscar apartó la mirada. Y ya sabes, es noche familiar. A los niños les hace ilusión estar con su padre. Solo vamos a cenar, ver los fuegos, lo típico. Tenemos espacio de sobra, esto es solo una noche.

Sofía repasó la cocina con la mirada, el salón a medio decorar… Era su espacio, el de Óscar y el suyo. Había dedicado una semana entera a limpiar, adornar el árbol, comprar detalles a juego con las cortinas, elegido el mejor perfume para su marido. Había imaginado una noche tranquila: velas, la luz titilante de la guirnalda, villancicos suaves y ellos solos. La primera vez, tras tres años, que celebraban Nochevieja juntos, sin nadie más, en casa. Ahora, ese sueño se deshacía como castillo de naipes.

Las reglas estaban claras, Óscar le recordó, apenas susurrando. Este iba a ser nuestro momento. Nunca me he opuesto a que tus hijos vengan en los fines de semana. Pero has invitado a tu exmujer… ¿Entiendes cómo se ve eso?

Lo dramatizas, Sofía él intentó mostrarse seguro. Somos personas civilizadas. Carolina es solo la madre de los chicos, no es una intrusa. No seas egoísta. En fiestas no puedes ser tan dura. Llegarán dentro de una hora.

Óscar se dio la vuelta y salió precipitadamente, como si temiera ver cómo estallaba su esposa. Sofía se apoyó en la encimera. El cordero chisporroteaba en el horno, pero ella había perdido el hambre. “No seas egoísta”. Esa frase cortaba más que cualquier insulto. Llevaba tres años intentando ser la esposa perfecta, manteniendo la casa en orden, aceptando llamadas de Carolina a cualquier hora que si el grifo, que si el gato. Siempre, siempre, accesible. ¿Y a cambio?

Cortó una patata, procurando calmarse. ¿Quizá no sería tan grave? Quizá Carolina se comportara, y la noche pasara en paz. Después de todo, en Nochevieja a veces los milagros y reconciliaciones ocurren.

Pero no hubo milagro. El timbre sonó a los cincuenta minutos exactos. Sofía apenas tuvo tiempo de cambiarse la bata por un vestido discreto y maquillarse. Óscar fue corriendo a abrir, radiante de ilusión.

Fue como la cabalgata de Reyes: primero irrumpieron los niños, Alejandro y Javier, diez y siete años. Cruzaron el pasillo reluciente sin quitarse los zapatos, dejando huellas. Detrás, con porte regio, entró Carolina.

Lucía un llamativo vestido rojo de escote generoso, cargada con bolsas. Un intenso perfume dulzón se adueñó del ambiente, desplazando el aroma a mandarina.

¡Por fin! proclamó. ¡Menudo atasco, he tenido que casi obligar al taxista a correr! Óscar, toma, lleva las bolsas, hay regalos y el cava. Un buen cava, no esas birrias que sueles comprar.

Sofía salió al recibidor, esgrimiendo una sonrisa educada.

Buenas noches, Carolina. Hola, chicos.

Carolina la evaluó con la mirada, deteniéndose un instante en el vestido sencillo de Sofía.

Hola, Sofía respondió con desdén. Hace calor aquí, ¿no? Deberías abrir ventanas. ¿Y mis zapatillas? ¿Dónde están las rosas que dejé la última vez cuando vine a por la pensión?

Ahora las busco, Caro se apresuró Óscar, rebuscando en el armario.

“¿Caro?”. Sofía sintió un nudo: ¿zapatillas personales para la exmujer en su casa? ¿Y Óscar sabía exactamente dónde estaban?

Pasaron al salón; los niños pusieron la televisión a todo volumen y saltaban en el sofá nuevo. Sofía contuvo una mueca de disgusto.

Cuidado, chicos, por favor pidió con suavidad.

Déjalos que se desahoguen, son críos intervino Carolina, dejándose caer en el sillón. Óscar, tráeme agua, estoy seca.

Durante la siguiente hora, Carolina fue protagonista absoluta. Supervisaba el árbol (“Qué adornos más sosos, de pequeñas poníamos cosas más alegres”), la mesa (“Tantas copas, ¿esto es el Palacio Real?”), reñía y achuchaba a sus hijos, mandaba a Óscar de aquí para allá: el cojín, el volumen, el cargador. Óscar no se atrevía a mirarla a la cara.

Sofía, mientras tanto, iba y venía poniendo la mesa como si fuera la camarera de un banquete ajeno.

Sofía gritó Carolina, ¿la ensaladilla tiene mortadela? Madre mía, eso es del pleistoceno. Óscar siempre la quería con ternera. ¿No lo sabías? Toda la vida la hicimos así.

Óscar lleva tres años comiéndose mi ensaladilla felizmente respondió Sofía desde la cocina, plantando el bol sobre la bandeja.

Será que es educado rió Carolina. Pobre Óscar, comiéndola para no herirte.

Óscar solo sonrió, torciendo la boca. Ni la defendió, ni la consoló. Primer aviso. El segundo llegó cuando Sofía sacó el cordero del horno, dorado, perfecto.

Cordero con reineta y ciruelas, espero que os guste.

Los niños se acercaron, frunciendo la nariz.

¡Está quemado! protestó Javier. No quiero esto. ¡Papá, queremos pizza!

No está quemado, es la costra explicó Sofía.

Ay, Sofía, los chavales no comen eso rezongó Carolina, pinchando el muslo con desdén. Todo graso, y esas ciruelas… ¿A quién se le ocurre? Óscar, pide una pizza. Y a mí también, el cordero no lo toco, tengo el estómago delicado.

Óscar volvió a mirarla con culpa.

¿Quizá deberíamos? Es su fiesta. Lo pido, tardan media hora.

¿Hablas en serio? se le quebró la voz a Sofía. Llevaba cuatro horas cocinando. Dos marinando. Es mi plato estrella.

No te lo tomes así intentó abrazarla, pero ella se apartó. Así hay más variedad, mujer.

Marcó el número de la pizzería preguntando a Carolina sus preferidas.

Sofía se dejó caer en la silla. Todo parecía una pesadilla. En su casa, con su comida, y su marido charlando alegremente con la exmujer sobre pizza.

Por cierto Carolina reavivó la conversación, sirviéndose cava, Óscar, ¿te acuerdas de aquel Nochevieja en Segovia? Cuando llevaste el disfraz de Rey Mago y se te soltó la barba… ¡Nos reímos tanto!

¡Claro! rió Óscar, relajado por primera vez. ¡Y tú te torciste el tobillo en el hielo!

Y siguieron recordando: la primera vez en la playa, el primer coche, los primeros pasos de Alejandro. Nadie mencionaba a Sofía. Quedaba fuera de aquel mundo, invisible; ni se dirigían a ella.

Los niños corretearon alrededor de la mesa. Javier chocó un vaso de vino tinto, vertiéndolo sobre el mantel que Sofía acababa de planchar.

Ay, lo que faltaba soltó Carolina. Óscar, ¿vas a mirar o limpiar? No dejes el vino donde corren los niños, mujer. Sofía, ¿tienes sal para ese mantel tan… sencillo?

Sofía se levantó despacio. Escuchaba las voces distantes, los chistes, el fútbol de fondo. Óscar acudía a todo lo que Carolina demandaba. Nadie, nadie preguntaba por ella o su sentir. Solo importaban Carolina y los niños.

Tomó aire. Supo, sin duda, que era invisible. No había lugar para ella en esa escena. Solo era la anfitriona silenciosa a la que se le pedía apartarse.

Salió sin que nadie se diera cuenta. Nadie la vio desaparecer. En el dormitorio, a oscuras salvo la luz de la farola, abrió el armario y sacó una bolsa deportiva. No temblaba; sentía solo una serenidad helada. Empaquetó unos vaqueros, un jersey de lana, lencería, neceser, el cargador y el DNI.

Se cambió, dejando el vestido de fiesta sobre la cama, se calzó las botas y se miró al espejo: cansada, sí, pero firme.

En el pasillo pasaron con la caja de pizza comprada con prisas; los niños chillaban.

Óscar, paga al repartidor, no tengo suelto ordenó Carolina.

Sofía cruzó de puntillas, abrió la puerta y salió al rellano. El clic de la cerradura se perdió entre el bullicio. Llamó al ascensor y, cuando bajó, respiró por fin.

En la calle caía nieve gruesa. Madrid brillaba con fuegos artificiales; la gente reía. Sofía marcó un número.

¿Lucía? ¿Duermes?

¿Dormir? ¡Son las diez, locuel! Estoy con Pedro abriendo el cava. ¿Qué ha pasado? Tienes voz de funeral.

Me fui de casa. ¿Puedo ir contigo?

¡Por supuesto, no digas tonterías! Pedro, pon otro cubierto: ¡viene Sofía! ¿Dónde estás? ¡Te pido un taxi ya!

Cuarenta minutos después Sofía estaba en la cocina de Lucía, envuelta en calor, olor a canela y tranquilidad. Pedro, discreto, desapareció para dejar que hablaran.

Cuéntamelo todo le sirvió té con limón. ¿Qué hizo ese imbécil?

Sofía desgranó la historia: la avería de Carolina, la ensaladilla, los recuerdos en la mesa… el cordero intacto.

No es por su llegada decía, abrazada a la taza. Es él. Se volvió el criado de su exmujer. Era como estar de sirvienta mientras ellos bromeaban. ¿Para qué me quiere, si sigue atado a su pasado?

Es el síndrome del buenazo negó Lucía. Quiere agradar a todos y te traiciona a ti, su mujer. Hiciste bien en marcharte. Si te quedas, toma costumbre y te usa de alfombra. Es así.

El móvil de Sofía vibró solo una hora después de haberse ido. Por fin notaron su ausencia.

Llamaba Óscar. Sofía colgó. Y otra vez. Luego llegaron los mensajes:

Sofía, ¿dónde estás? Falta la dueña de casa.
¿Saliste a por algo? La pizza se enfría.
Sofía, contesta, esto no tiene gracia. Carolina pregunta por ti.
¿Estás enfadada? ¿Te has ido? Sofía, vuelve ya, me dejas fatal ante Carolina.

Sofía esbozó una sonrisa amarga. Le preocupa más la impresión ante su ex que el daño que ha hecho.

Ni se te ocurra sentenció Lucía. Que aprenda a apañarse solo, a servir y limpiar por Carolina.

Sofía apagó el móvil.

Aquella Nochevieja no pidió deseos a las campanadas. Solo brindó con su mejor amiga y el marido de esta, vio la tele y sintió una inesperada ligereza, como si una mochila de piedras desapareciese de sus hombros.

El amanecer del uno de enero fue soleado y gélido. El aroma a café despertó a Sofía en el sofá de Lucía. Encendió el móvil: cincuenta llamadas perdidas y veinte mensajes, pasaban de los reproches al pánico y de ahí al lamento.

Los niños rompieron tu jarrón. El de cristal. Perdona.
Carolina montó una bronca por el sofá. Dice que es incómodo.
Se han marchado. Hay un desastre en casa. No sé ni por dónde empezar, Sofía.
Sofía, mi amor, perdóname. Soy un idiota. Vuelve.

Al mediodía, alguien llamó al timbre. Óscar aguardaba detrás de un ramo de rosas del puesto de la esquina, la camisa arrugada y la cara de quien no ha dormido.

Lucía se cruzó de brazos en la entrada.

¿Y tú? ¿Qué quieres ahora?

Por favor, Lucía, avisa a Sofía. Necesito hablar con ella.

Sofía salió al recibidor. Al verle, no sintió ni lástima ni satisfacción, solo cansancio.

¡Sofía! quiso abrazarla, pero su mirada lo detuvo. Sofía, lo entiendo todo… en cuanto te fuiste todo fue un horror. Carolina se adueñó de la casa, los críos la liaron, rompieron el árbol. Discutimos. Les llamé un taxi a las tres de la mañana y los eché.

Respiró hondo.

He sido imbécil, me porté como un pelele. Por querer contentarles, te destrocé la noche. Tú eres mi familia, solo tú. Perdóname, vuelve… Ya he limpiado casi todo.

Sofía miró las rosas goteando en el suelo.

No solo me heriste. Me dejaste convertida en un mueble. De invitada en mi propia casa. Permitiste que otra tomara mis riendas, que me despreciara delante tuya.

Te juro que nunca más, Sofía, nunca dijo él fervoroso. Bloquearé a Carolina. Solo trataré con ella sobre los niños, en sitios públicos. Nada de llamadas nocturnas, ni de traer invitados. Todo va a cambiar, te lo prometo.

Sofía calló. Veía su sinceridad y su susto. Pero ¿podría olvidar aquella soledad a la mesa?

Hoy no vuelvo sentenció, firme. Necesito tiempo. Me quedo con Lucía unos días. Vete a casa y reflexiona. No sobre cómo recuperarme, sino cómo llegaste a esta situación. Por qué los deseos de tu ex pesan más que los míos.

Te esperaré lo que haga falta musitó Óscar, bajando la cabeza. Te quiero de verdad, Sofía.

Dejó el ramo y se marchó. La puerta se cerró sin ruido.

En la cocina, Lucía servía más té.

¿Le perdonarás? preguntó su amiga.

No lo sé. Quizá. Con el tiempo. Es bueno, simplemente… perdido. Pero si regreso, serán otras reglas. No volveré a aceptar quedarme de fondo. Nunca más.

Se asomó a la ventana. Todo Madrid era blanco e intacto, como una página por estrenar. La vida seguía. Y Sofía supo, ahora sí, qué pluma debía escribir su historia: la suya, jamás la de los fantasmas del pasado.

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MagistrUm
Mi marido invitó a su exmujer y a sus hijos a celebrar la Nochevieja; así que preparé mi maleta y me fui a casa de una amiga