Que tengas buen día dijo Daniel, inclinándose para rozar con los labios la mejilla de Almudena.
Ella asintió con la cabeza sin pensar. La mejilla seguía igual de fría y seca: no notaba ni calor ni enfado, simplemente piel, simplemente un pequeño roce. Se cerró la puerta y el silencio llenó el piso.
Almudena se quedó en el pasillo unos diez segundos, escuchándose por dentro. ¿En qué momento pasó esto? ¿Cuándo fue ese clic silencioso, ese apagón? Recordaba cómo, hace dos años, lloró escondida en la ducha porque Daniel se había olvidado de su aniversario. Cómo, un año atrás, el cabreo la hacía temblar cuando él volvió a dejar a Valeria en la guardería. Hace seis meses aún intentaba hablar, razonar, pedir explicaciones.
Ahora ya no sentía nada. Solo calma, una extraña sensación de campo quemado y liso.
Cruzó a la cocina, se sirvió un café y se sentó a la mesa. Veintinueve años, siete casados. Y así estaba: sola en el piso, dando vueltas a una taza fría y dándose cuenta de que había dejado de querer a Daniel tan en silencio y rutina que ni siquiera supo cuándo ocurrió.
Daniel seguía a su aire, en modo automático. Prometía recoger a la niña y no iba. Decía que arreglaría el grifo del baño y llevaba tres meses perdiendo agua. Juraba que ese finde sí, que irían al zoo, pero el sábado aparecían planes inaplazables con sus colegas y el domingo no salía del sofá.
Valeria había dejado de preguntar cuándo iba a jugar su padre con ella. Con cinco años ya tenía claro que mamá es la de verdad, la que siempre está, y papá es ese hombre que a veces aparece a la noche y se pone a ver la tele.
Almudena ya no montaba escándalos. No lloraba en la almohada. No hacía planes para arreglarlo todo. Simplemente había borrado a Daniel de la ecuación.
¿Había que llevar el coche a la ITV? Lo gestionaba ella. ¿El pestillo de la terraza se rompía? Llamaba a un cerrajero. ¿Valeria necesitaba disfraz de hada para el cole? Almudena lo cosía a escondidas por la noche, mientras él roncaba en la otra habitación.
La familia se había convertido en algo raro: dos adultos conviviendo pero sin cruzarse, compartiendo solo las paredes.
Una noche Daniel se acercó en la cama. Almudena se alejó con una excusa de dolor de cabeza. Otra vez por cansancio. Luego por males inventados. Poco a poco fue levantando un muro entre ellos, y cada negativa hacía la barrera más alta.
Que se busque a otra, pensaba, con frialdad. Que me dé el motivo. Uno claro, que entienda mi madre, que entienda mi suegra. Un motivo que no tenga que explicar con rodeos.
Porque, ¿cómo iba a explicar que lo dejaba simplemente porque él no era nadie? No la pegaba, no salía borracho, traía su nómina cada mes. No ayuda en casa, qué novedad, eso les pasa a casi todas. No se ocupa de la niña, bueno, a los hombres españoles se les da mal eso de criar.
Almudena abrió una cuenta solo suya y empezó a ahorrar parte de su sueldo en euros. Se apuntó a un gimnasio, no por Daniel, sino por sí misma. Por esa vida que intuía al otro lado del inevitable divorcio.
Por las noches, cuando Valeria dormía, Almudena se ponía cascos y escuchaba podcasts para mejorar su inglés. Frases del trabajo, expresiones para el correo. En la empresa trabajaba con clientes internacionales y manejarse en el idioma podía abrirle puertas insospechadas.
Los cursos de formación le ocupaban dos tardes por semana. Daniel refunfuñaba porque le tocaba quedarse con la niña, aunque en realidad eso era ponerle los dibujos y perderse en el móvil.
El fin de semana, Almudena lo pasaba sola con Valeria: parques, columpios, cafeterías con batidos y idas al cine para ver pelis de animación. Valeria entendía que ese era su momento: suyo y de mamá. Papá rondaba como un mueble más.
No se va a enterar, se repetía Almudena. Cuando nos separemos, para ella no cambiará casi nada.
Se aferraba a esa idea como salvavidas.
Hasta que todo empezó a cambiar.
Almudena no supo identificar el momento. Una tarde, Daniel quiso acostar él a Valeria. Más adelante, se ofreció a recogerla en la guardería. Luego cocinó la cena sencilla, pasta con queso pero sin que nadie le recordara nada.
Almudena lo miraba de reojo, con desconfianza. ¿Esto qué es? ¿Remordimientos? ¿Pura locura pasajera? ¿O será que la ha liado y aún no me he enterado?
Pero Daniel no volvió atrás. Empezó a madrugar para llevar a Valeria a clase. Arregló por fin el grifo. Apuntó a la niña a natación y la llevaba él los sábados.
¡Papá, papá, mira cómo me tiro al agua ahora! Valeria recorría el piso imitando a los nadadores.
Daniel la atrapaba al vuelo, la lanzaba al aire, y afuera retumbaban sus carcajadas.
Desde la cocina, Almudena contemplaba la escena y no reconocía al hombre que tenía delante.
El domingo puedo quedarme con Valeria propuso Daniel una noche. ¿No has quedado con tus amigas?
Almudena asintió lentamente. De amigas nada, pensaba tomarse un café tranquilo y leer. ¿Y este cómo sabe lo de mis amigas?, se extrañó. ¿Ahora me escucha al teléfono o qué?
Las semanas se hicieron meses. Daniel no abandonaba, ni volvía a la desidia de antes.
He reservado mesa en ese restaurante italiano que te gusta soltó un día, sin previo aviso. Para el viernes. Mi madre se queda con Valeria.
Almudena levantó la vista del portátil.
¿Y eso a qué viene?
Por nada. Quiero cenar contigo.
Dijo que sí, por curiosidad. Para ver a qué jugaba.
El restaurante era acogedor: luz filtrada, música suave. Daniel pidió su vino favorito y Almudena se sorprendió de que aún se acordase del nombre.
Has cambiado le dijo, sin rodeos.
Daniel giró la copa.
He sido un ciego, Almudena. De manual, vamos.
Novedad ninguna.
Ya esbozó una sonrisa torcida, sin nada de gracia. Creía que la familia lo era todo, trabajaba sin parar para nosotros: traer euros, cambiar el coche pero es que me estaba escaqueando al final, de la vida real, de las pequeñas cosas.
Ella guardó silencio, dejándole hablar.
Me di cuenta de que tú también habías cambiado. Que te daba igual todo. Eso me dio más miedo que cualquier bronca, ¿sabes? Cuando gritabas, llorabas, reclamabas, podía lidiar con eso. Pero luego simplemente dejaste de hacerlo. Como si yo no estuviera.
Dejó la copa sobre la mesa.
Estuve a punto de perderos. A ti, a la niña. Ahí comprendí lo idiota que había sido.
Almudena lo miraba largo rato, a este hombre que por fin le decía lo que había necesitado oír durante años. ¿Demasiado tarde o aún estaban a tiempo?
Pensaba pedirte el divorcio susurró ella. Solo esperaba que me dieras la excusa.
Daniel se quedó pálido.
Almu
Yo estaba ahorrando. Buscando piso.
No sabía que era tan grave
Deberías haberlo sabido le cortó ella. Es TU familia. Tenías que ver qué pasaba.
El silencio se hizo denso. El camarero, listo, ni se acercaba.
Estoy dispuesto a currármelo dijo Daniel al fin. Lo nuestro. Si tú me dejas intentarlo.
Solo una oportunidad.
Una, que ya es más de la que merezco.
Se quedaron hasta el cierre, hablando por vez primera de verdad en mucho tiempo: Valeria, el dinero, quién hacía qué en casa y qué esperaban el uno del otro. Una conversación real, no una sucesión de quejas o frases por compromiso.
Costó reconstruir las cosas. Almudena no se le tiró en brazos ni al día siguiente ni a la semana. Iba día tras día, vigilando, esperando el tropiezo. Pero Daniel insistía.
Empezó a cocinar los fines de semana. Se metió en los grupos de WhatsApp de los padres en el cole. Aprendió a hacerle trenzas a Valeria, torcidas, sí, pero suyas.
¡Mamá, mira, papá ha hecho un dragón! Valeria irrumpía en la cocina enseñando una criatura de cartón y papel de colores.
Almudena contempló a ese dragón ridículo, desproporcionado, y sonrió
Los meses pasaron volando.
Era diciembre, y por fin se escaparon todos juntos a la casa del pueblo con los padres de ella. Una casa antigua, con olor a leña y bizcocho, huerto nevado y el porche que crujía al pisar.
Almudena apoyada en la ventana, taza de té en mano, veía cómo Daniel y Valeria hacían un muñeco de nieve. La niña dando órdenes: ¡El nariz aquí! ¡Los ojos más arriba! ¡La bufanda se cae! Daniel obedecía feliz, y cada poco la alzaba en brazos entre chillidos.
¡Mamá! ¡Mamá, ven! gritaba Valeria.
Almudena se puso el abrigo y salió al porche. La nieve brillaba bajo el sol bajo. Una bola helada le pasó rozando.
¡Papá ha sido! delató Valeria sin dudar.
¡Menuda traidora! protestó Daniel.
Ella recogió nieve y le lanzó una bola. Falló y se rieron los tres, rodando por la nieve, olvidando el frío y los silencios de antes.
Por la noche, Valeria se quedó frita en el sofá antes de acabar la película. Daniel la llevó en brazos a su cama, le arropó, le apartó el flequillo de la cara.
Almudena, con las manos calientes en la taza junto al fuego, veía caer la nieve por la ventana. Daniel se sentó a su lado.
¿En qué piensas?
En que menos mal que no llegué a tiempo.
Él no preguntó a qué se refería. Lo comprendió.
Las relaciones no requieren gestos heroicos, sino detalles pequeños del día a día: escuchar, ayudar, fijarse, estar. Almudena sabía que aún habría malos días, malentendidos, discusiones por tonterías.
Pero en ese momento, su marido y su hija estaban cerca. De verdad. Y eso sí era luchar por lo importante.
Valeria se despertó de golpe y corrió a abrazarse a ellos, metiéndose entre los dos en el sofá. Daniel las abrazó a ambas, y Almudena pensó que hay cosas, a pesar de todo, por las que merece pelear.







