La Venganza de una Mujer Herida
Antonio Sánchez, profesor de física en un pueblo de Castilla, se casó por segunda vez. A sus cuarenta y un años, su nueva esposa, la joven y bella Ana Martínez, de treinta, le había robado el corazón con su dulzura y bondad.
Tras divorciarse de su primera mujer, Teresa, después de nueve años de matrimonio, Antonio había quedado con una hija, Lucía, a quien adoraba. Sin embargo, Teresa se mudó a otro pueblo tras la separación, cortando todo contacto entre padre e hija.
“Antonio, ya está bien de lamentarte. Si te libraste de esa histérica, busca otra mujer”, le decía su amigo Esteban, el guardia civil del pueblo.
“Lo sé, pero no encuentro a nadie que me llame la atención. Y después de lo pasado, me da miedo equivocarme otra vez”, respondía Antonio.
Todo cambió cuando llegó al pueblo Ana, una enfermera recién asignada al centro de salud. Antonio la vio al salir de la escuela.
“Vaya, una cara nueva ¿quién será?”, pensó, cruzando una mirada fugaz con ella. Ana le saludó con una sonrisa, y él correspondió.
“Esteban, ¿quién es esa chica nueva?”, preguntó Antonio, pasando por la comisaría.
“¿Cuál? Ah, sí, Ana. Llegó hace tres días, sustituye a la enfermera jubilada. Aprovecha, no la dejes escapar”, bromeó su amigo.
No tardó en entablar conversación con ella. Dos días después, la “encontró” casualmente a la salida del trabajo.
“Hola, soy Antonio, profesor de física en la escuela. Por cierto, soltero”, dijo con una sonrisa. “Y tú, enfermera ¿estado civil?”
“¿Tan importante es mi estado civil para ti?”, contestó Ana, seria.
“Mucho. Más de lo que imaginas”
Pronto comenzaron a salir, y meses después celebraron una boda íntima en el bar del pueblo.
Ana también tenía un pasado: un matrimonio fallido de apenas un año. Agradecía no haber tenido hijos con su ex, un hombre que la acosaba pidiendo dinero para el alcohol. Por eso había huido a este pueblo tranquilo.
El primer día de clase, como era tradición, los profesores salieron a celebrar.
“Ana, hoy llegaré tarde. Ya sabes, el brindis de inicio de curso”, avisó Antonio.
“Vale, pero que no vuelvas con perfume ajeno”, respondió ella, fría.
La velada fue animada, con risas y brindis. Todos menos Juana, la profesora de historia, una solterona que llevaba años suspirando por Antonio.
Al regresar a casa, algo olía mal. No solo el alcohol en su aliento. La casa estaba a oscuras.
“Ana, ya estoy aquí”, llamó, colgando su chaqueta.
La encontró en el dormitorio, sentada en la cama con un libro. Sus ojos, antes cálidos, ahora eran fríos como el mármol.
“¿Qué te pasa? Siempre me recibías sonriendo”, dijo Antonio, nervioso.
Ana señaló hacia el salón. “Hay una carta para ti. Léela.”
El sobre, con una caligrafía impecable, no tenía remitente. Al abrirlo, Antonio palideció.
*”Querido Antonio: Soy la única que de verdad te ha amado. Ahora espero tu hijo. Qué hagas con esta información, es cosa tuya.”*
Antonio no daba crédito. “Ana, esto es una broma de mal gusto. ¡Yo jamás te engañaría!”
Pero ella, muda, se dio la vuelta. Por más que juró su inocencia, Ana no cedió. “Duerme en el sofá”, ordenó.
Al día siguiente, fue a ver a Esteban.
“¿Esto es una broma? No puedo investigar una carta anónima”, dijo el guardia civil, incrédulo.
“¡Mi matrimonio se va al traste!”, insistió Antonio.
Juana, la profesora, rondaba más de lo habitual. “¿Será ella?”, pensó. Comparó su letra con la de la carta, pero no coincidía.
En casa, el silencio era insoportable. Ana, con los ojos hinchados, anunció: “Pido el divorcio. Me voy al centro de salud.”
Antonio no pudo detenerla.
Dos días después, en Correos, descubrió la clave: otro sobre con la misma letra, dirigido a Madrid. El remitente: Calle Mayor, 7, en un pueblo vecino. Lydia Jiménez.
“¿Lydia?”, recordó. Una antigua alumna obsesionada con él años atrás. Fue hasta allí y la encontró embarazada.
“Hola, Lydia. ¿Por qué me enviaste esa carta?”, exigió.
Ella, pálida, confesó: “Fue mi venganza. Sufrí por ti, y ahora quería que sufrieras.”
Antonio no se lo tragó. “O le cuentas la verdad a mi mujer, o se lo digo a tu marido.”
Lydia, aterrorizada, accedió.
Al atardecer siguiente, la puerta de Antonio se abrió.
“Antonio, ayúdame con la bolsa”, dijo Ana, sonriendo. “El vecino me la trajo, pero ahora debo cuidarme.”
Él la abrazó, aliviado. Afuera, la lluvia caía, pero dentro reinaba la paz. Ambos sabían que, muy pronto, su familia crecería.







