La esposa embarazada de mi hermano exigió que le cediéramos nuestro piso.
Llevo diez años casada. Vivo con mi marido en un piso de dos habitaciones en Madrid y seguimos pagando la hipoteca. Todavía no nos sentimos preparados para tener hijos; queremos estabilizarnos bien antes. Mi hermano, por su parte, también está casado y viven en un estudio pequeño en el barrio de Vallecas. Mi hermano trabaja en dos empleos a jornada completa y aún así busca otros trabajos ocasionales para completar los ingresos. Su mujer no trabaja; básicamente se dedica a tener hijos como una fábrica. Ya tienen tres criaturas, está embarazada de la cuarta y sueñan con un quinto.
Además de criar a los niños, se han metido en deudas comprando electrodomésticos a plazos. Mi marido y yo les echamos una mano muy a menudo, ya sea prestándoles dinero o llevándoles comida. A veces la mujer de mi hermano tiene la desfachatez de exigirnos cosas, en vez de pedirlas por favor.
Cuando la cosa se pasa de castaño oscuro, les tenemos que poner límites y negarnos. Evidentemente, mi hermano y ella se ofenden y dejan de hablarnos durante un tiempo, pero a las semanas vuelven a la carga con alguna otra petición.
No es justo que viváis vosotros solos en un piso tan grande y nosotros vayamos a ser seis en este cuchitril. Deberíais dejarnos vuestro piso, me soltó ella hace unos días.
¿Y a dónde se supone que tenemos que irnos? ¿A vuestro estudio?, pregunté yo, incapaz de creer lo que estaba escuchando.
No, mujer, lo que tenéis que hacer es alquilar uno más pequeño y nos dejáis este. ¿Cuándo podéis marcharos?, insistió, tan tranquila.
Mira, si necesitas un psiquiatra, búscalo. Pero vete ya de mi casa, le respondí.
Si me pasa algo con este embarazo, que sepas que será tu culpa, soltó antes de salir de nuestro piso dando un portazo.
Y así fue, ni veinticuatro horas después. Sin avisar a nadie y estando apenas de tres meses, abortó a escondidas.
A las dos de la madrugada apareció mi hermano en mi puerta, echándome en cara la tragedia. Tuve que aguantarme el temblor en las manos, pero mi marido le enfrentó. Le preguntó qué había pasado realmente. Le conté todo. Tras escuchar la historia, mi marido tuvo que meter varias veces la cabeza de mi hermano bajo el grifo de agua fría para tranquilizarlo y lo echó de casa. Desde entonces, para mí, ya no existe como hermano.







