Se negó a llevar la semilla de remolacha a su suegra en su nuevo coche y se convirtió en la nuera indeseada.

Almudena, ¿por qué te pones así? Son sólo tomates, no muerden óscar estaba en la puerta abierta del brillante SUV que había adquirido bajo el sol primaveral de Madrid, y sonreía con una ligera culpa.

Almudena respiró hondo, pasando la mano por el volante de cuero, todavía impregnado del aroma a nuevo del concesionario. Ese coche había sido su sueño durante tres años: había ahorrado cada bonificación, renunciado a unas vacaciones costosas, llevado un abrigo viejo para poder permitírselo sin préstamos ni ayuda de su marido. El interior era de un beige casi lechoso. Sabía que no era práctico, pero anhelaba esa sensación de lujo y pulcritud. Apenas cuatro días después de la compra, se encontró con la petición de su suegra: llevar la plantación de tomates al huerto de la familia.

Óscar dijo Almudena intentando mantener la calma, aunque su interior ardía. Mira el interior, es beige. La plantación de tu madre son tierra, agua y esas bolsas de kefir que siempre gotean. No la llevaré.

Lo haremos con cuidado suplicó Óscar. Mamá ya ha embalado todo. Pondremos periódicos bajo los maceteros y lo meteremos en el maletero. ¿Que vamos a alquilar una furgoneta por diez cajas? Se ofenderá. Sabes que a Concepción los tomates son como sus hijos; los cuida desde febrero.

Almudena bajó del coche y cerró la puerta sin golpear demasiado. El sol se reflejaba en el capó inmaculado.

¿Diez cajas? repitió ella. El fin de semana pasado hablabas de un par de cajitas. ¿De dónde salen diez?

Pues también hay pimientos, berenjenas, unas flores petunias, creo. Almudena, por favor. El generador de mi coche se ha quemado, sabes que está en el taller. La temporada avanza, mamá se está poniendo nerviosa porque la plantación está creciendo. Si no la llevamos hoy, habrá un escándalo que durará un mes.

El escándalo será si ensucio mi coche nuevo interrumpió Almudena. Llama a un taxi, a una furgoneta o a un coche familiar. Yo pago.

No lo entiendes bajó Óscar la voz, mirando la ventana del segundo piso donde vivía su madre. Ella no confiará la plantación a un taxista; dirá que lo va a sacudir y romper. Necesita que se lo llevemos nosotros, con cariño, ¿sabes?

Almudena observó a su marido. Tenía treinta y ocho años, pero delante de ella parecía un niño de primaria temeroso del enfado de su madre más que de una guerra nuclear.

Está bien cedió, sintiendo que cometía un error. Pero con una condición: todo en el maletero, nada en el asiento. Cada caja la reviso yo para asegurarme de que el fondo esté seco. ¿Entendido?

¡Entendido! Eres la mejor Óscar le dio un beso en la mejilla y corrió hacia la entrada del edificio. ¡Voy, bajamos rápido!

Almudena se quedó esperando junto al coche, con el corazón acelerado. Conocía a Concepción desde hacía siete años; era una tormenta de buenas intenciones. Podía alimentar a todos con pasteles grasientos, tejer suéteres de punto y enfadarse si no los llevas, y su casa de campo era su santuario.

Diez minutos después, la puerta del portal se abrió de par en par. Primero apareció Óscar, cargando un enorme cartón húmedo de plátanos, de donde sobresalían delgados tallos de tomates atados con trapos. A su lado llegó Concepción, con dos cubos de plástico llenos también de verdor.

¡Cuidado, Oleg, no te inclines! ordenó la suegra. Aquí vienen los Corazones de Buey, una variedad especial. Almudena, hola, querida. Abre el maletero, que mi hijo tiene las manos ocupadas.

Almudena pulsó el mando del llavero. La tapa del maletero se deslizó suavemente hacia arriba.

Buenas, Concepción. ¿Qué es esto? señaló el cartón. El fondo está mojado.

¡Qué mojado! desestimó la suegra, dejando los cubos sobre el asfalto. Lo regué un poco esta mañana para que no se secara en el camino. ¡Qué calor hace!

Óscar, con evidente aprensión, introdujo el cartón. Almudena vio cómo una mancha oscura de humedad se extendía al alfombrado de felpa que había comprado especialmente para proteger el interior.

¡Alto! gritó. Óscar, saca eso.

¿Qué ocurre? se quedó inmóvil Concepción, con otro macetero en la mano.

¡Está goteando! Te lo dije: fondo seco. Óscar, ahí hay tierra y agua.

Es solo una gotita bufó la suegra. Es tierra, no petróleo. Secará y la sacudirás. El coche sirve para llevar cosas, no para limpiar polvo. Con mi padre teníamos un Zastava y transportábamos estiércol, patatas y nada más.

Concepción, eso no es un Zastava replicó Almudena, manteniendo la calma. No voy a cargar estiércol. Óscar, saca el cartón. Necesitamos una lámina impermeable. ¿Tenemos una?

¿Lámina? preguntó Óscar. Pensé en periódicos

¡Los periódicos se empapan al minuto! Necesitamos una lámina gruesa o una funda plástica.

No tengo lámina gruñó la suegra. Tengo una cortina de ducha. Almudena, no seas rebelde. Lo pondremos con cuidado, no se derramará más.

En ese momento salió del portal la vecina de Concepción, la señora Violeta, con su perrita chiquita.

¡Concepción! ¿Te vas a la finca? dijo entre risas. ¿Y esa es tu nuera? ¿Compró coche? ¡Qué rico!

Sí, Violeta, nos vamos contestó Concepción en voz alta. El coche está nuevo, pero la nuera no quiere meter los tomates en el maletero.

Almudena sintió que la vergüenza le subía a la cara. La suegra había usado la audiencia del vecindario para avergonzarla.

Óscar, ve a la ferretería de la esquina y compra una lámina gruesa dijo entre dientes.

¿Para qué gastar dinero? protestó Concepción. Tengo una vieja cortina del baño, la traigo.

Mientras Concepción buscaba la cortina, Óscar se movía nervioso de un pie a otro.

Almudena, aguanta. Lo tapamos y nos vamos. Son solo cuarenta minutos de camino.

¿Ves cuántas cajas hay? señaló Almudena hacia el portal, donde había otra pila de cajas, tarros y paquetes. No caben todas en el maletero, ni si los aplastamos con los pies.

Pues tomemos parte en el asiento trasero, ponemos las macetas ahí.

No. Lo dije: no. El interior es de felpa beige.

Concepción volvió con una cortina amarilla y pegajosa, tipo ducha.

¡Listo! exclamó. Vamos, Óscar, ponla.

Colocaron la cortina y empezaron a cargar. Los cartones eran de cartón húmedo, torcidos. Almudena vigilaba cada movimiento como un halcón. Solo cinco cajas cabieron en el maletero; el resto quedó fuera, junto a cubos, palas envueltas en trapos y una gran bolsa de cosas de la suegra.

Bueno, el resto al asiento dijo Concepción, secándose el sudor con el dorso de la mano. Óscar, abre la puerta trasera.

No se puede, el interior es claro replicó Almudena, cerrando la puerta trasera.

¿Cómo no se puede? insistió la suegra. ¿A dónde lo pongo? ¿Lo llevo en la cabeza? He cultivado esos pimientos tres meses. ¿Sabes cuánto valen las semillas?

Te dije que llamáramos a un taxi de carga. Cabría todo.

¡Estás loca! gritó Concepción. Los taxis cobran un dineral y el conductor no cuidará nada; solo lleva y deja. Cada plantita es frágil. Almudena, abre el coche. Yo pondré los maceteros en los pies y los sostendré con la mano.

Madre intervino Óscar. Almudena pidió que el interior quedara limpio

¿Y tú también? exclamó Concepción. ¿No respetas a tu propia madre? ¡Qué asco!

Concepcion agarró una caja de jugo, la partió por la mitad y la tiró al suelo. El cartón empapado se deshizo y la tierra negra, húmeda y llena de raíces, cayó sobre las zapatillas blancas de Óscar y roció el umbral de la puerta del conductor. Un chorro de tierra también salpicó los pantalones gris claro de Almudena.

Silencio sepulcral.

Almudena miró sus pantalones, luego el charco negro en el umbral y, finalmente, a su suegra.

¡Ay! balbuceó Concepción. Todo por culpa de tu nerviosismo. Si hubieras abierto antes, nada se habría roto.

Ya basta dijo Almudena en voz muy baja.

Cerró la puerta, se subió al volante y arrancó.

¿Almudena? Óscar la miró, medio enterrado en la tierra. ¿Adónde vas?

A la autolavado respondió por la ventanilla. Llamad un taxi o una furgoneta, lo que sea. Yo no llevo la plantación.

¿Nos vas a dejar aquí con todo? exclamó Concepción, horrorizada. ¡Cómo te atreves!

Lo siento, pero mi no es firme replicó Almudena, sin titubear. Ofrecí pagar el transporte y me rechazaron. Ahora son ustedes los que deben arreglarlo.

Aceleró, dejando a su marido y a su suegra rodeados de cajas, cubos y tierra. En el espejo retrovisor vio a Concepción gesticulando y gritando, mientras Óscar bajaba los hombros, resignado.

Almudena conducía temblorosa, con la mano apretada al volante. Desde niña le habían enseñado a ser obediente, a respetar a los mayores y a ayudar a la familia. Más vale prevenir que curar, decía su madre. Pero al ver aquella mancha en el umbral de su coche soñado, la ira comenzó a burbujear. ¿Por qué su no no valía nada? ¿Por qué su esfuerzo se desvalorizaba por un capricho? Un taxi habría resuelto todo, no era cuestión de vida o muerte, solo unos maceteros.

Llegó al autolavado. El joven del mostrador, al ver el coche cubierto de barro, comentó:

¿Alegres jardineros?

Casi suspiró Almudena.

Mientras el coche se enjabonaba, su móvil sonó sin cesar: llamadas de Óscar y de Concepción. Almudena lo puso en silencio.

Al volver a casa, se sirvió un té y se sentó junto a la ventana. Óscar tardó cuatro horas en regresar, sucio, cansado y con olor a tierra. Sin decir nada, fue a la cocina, tomó un vaso de agua y lo bebió de un trago.

¿Contenta? preguntó, sin mirarla. Mamá estaba angustiada, su presión subió y tuvo que tomar tranquilizante.

¿Llamaron al taxi? preguntó Almudena tranquilamente.

Sí. Carga Express. Llegó en veinte minutos, cargaron todo y lo llevaron sin problemas.

¿Ves? Nadie ha muerto y el coche está limpio.

Almudena, no se trata del coche exclamó Óscar, golpeando su vaso contra la mesa. Se trata de la relación. Me has demostrado que prefieres el coche a la madre. Ella dice que no volverá a entrar a tu casa.

Esa es su decisión, Óscar. Yo propuse el taxi desde el principio y ofrecí pagar. Ella quería que yo arrastrara tierra en un interior beige. ¿Para qué? Para demostrar poder.

¡Es una anciana! ¡Puede ceder! replicó Óscar.

Yo no quiero ceder cuando me perjudica dijo Almudena, levantándose. Respeto a tu madre, pero exijo respeto a mí y a mis cosas. Si quisiera llevarla al hospital, lo haría sin pensarlo. Pero cargar estiércol y tierra en mi coche nuevo es una tontería. No participaré.

Óscar guardó silencio, mirando por la ventana. Finalmente suspiró.

La mitad de la plantación se ha arruinado dijo. Una caja se volcó en el maletero y tuve que limpiarla; creo que necesitará tintorería.

Almudena cerró los ojos.

Te lo dije.

Lo sé asintió él. Llamemos mañana a Concepción, pidamos perdón, solo por ceremonia. Su cumpleaños se acerca, ¿cómo vamos a ir?

No me disculparé, Óscar. No tengo nada que pedir perdón. Defendí mis límites. Si ella quiere hablar, estoy dispuesta, pero no volveré a cargar plantones, sofás o bolsas de patatas en este coche. Punto.

Las dos semanas siguientes fueron de silencio frío. Concepción dejó de llamar; a Óscar le reclamaba que su serpiente había tomado el control. Almudena se mantuvo firme. Cada vez que se sentaba en el interior luminoso y limpio de su coche, sentía que había actuado bien.

El sábado, Óscar preguntó:

¿Te vienes al huerto? La fresa está lista. Mamá parece haber bajado un poco el tono.

Almudena reflexionó. Esconderse siempre es inútil.

Iré, pero en mi coche. Y si me piden mover basura o estiércol, daré la vuelta.

Trato sonrió Óscar. Nada de estiércol.

En el huerto, Concepción les recibió con silencio. Al verla, se enderezó, sacudió las manos y Alfudena se preparó para el posible conflicto.

Buenas gruñó la suegra.

Buenas, Concepción.

Concepción observó el coche reluciente de Almudena estacionado junto a la verja.

Valla, la vecina Valentina dice que tu coche es para pavos. No sirve para nada.

Me gusta respondió Almudena con una sonrisa.

Pues dijo Concepción después de una pausa. Vengan a tomar té. He horneado pastel de fresa.

Durante el té la conversación fluyó sin explosiones, aunque Óscar intentó contar chistes y Concepción le ofreció los mejores trozos. Cuando estaban a punto de marcharse, Concepción se acercó al coche de Almudena, lo rodeó y miró los asientos claros.

Limpio, ¿eh?

Así intento repuso Almudena.

El conductor de la furgoneta tartamudeó Concepción. Fue un poco brusco, pero entregó todo a la puerta del invernadero. Cincuenta euros extra, pero rápido.

Ves, es práctico dijo Almudena.

Sí, práctico concedió Concepción. Óscar tiene la espalda cansada, no puede cargar peso. Pero el coche grande le serviría.

Concepción miró a Almudena con una larga mirada evaluadora.

Sabes, Almudena, yo también he sido terca. Mi esposo falleció, y siempre he dicho que nadie se siente cómoda bajo mi techo. Pero sigo protegiendo lo mío.

Almudena alzó una ceja, sorprendida por la confesión.

Bien, llevad esto dijo Concepción, entregándole a Óscar una bolsa con hierbas, eneldo y rábano, todo envasAlmudena, mientras arrancaba el coche bajo el atardecer dorado, comprendió que proteger sus límites era la mayor muestra de amor que podía ofrecer a los demás.

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MagistrUm
Se negó a llevar la semilla de remolacha a su suegra en su nuevo coche y se convirtió en la nuera indeseada.