Hace muchos años, en la villa de Segovia, recordaba con cierta nostalgia los desencuentros que surgieron en mi familia cuando mi nuera, Begoña, supo que había llegado el momento de nombrar al bebé que llevaba en su vientre.
Yo y Begoña siempre habíamos llevado una relación cordial; nunca llegábamos a los insultos ni a los agravios. Cuando surgían discusiones, pronto encontrábamos la manera de reconciliarnos y no guardábamos rencor.
Al enterarme de que Begoña estaba embarazada, la alegría me invadió; pronto tendría un nieto bajo el mismo techo. El hecho de que fuera un niño llenó de felicidad a mi hijo, Don Manuel, quien había anhelado tanto un hijo varón. Cuando supo del sexo del futuro infante, exclamó al instante que lo llamaría como a su padre, pues en nuestra familia era costumbre nombrar a los varones con el nombre de sus abuelos.
Al oír que el nombre del pequeño ya estaba decidido, Begoña estalló en protesta, asegurando que ella misma nombraría al hijo y que nuestra opinión no tendría cabida. Yo quise conversar con ella con calma, pero ella se mostró categórica: la decisión ya estaba tomada. Manuel trató de apoyarme, pero su esposa no quiso escuchar y afirmó que sus padres la retirarían del quirófano y que el recién nacido viviría con ellos.
Manuel siempre ha tratado a su mujer con mucho cariño y ha procurado demostrarle su amor y cuidado, aunque Begoña no lo valora. Es una joven bastante egoísta, que ni siquiera puede guardar silencio por el bien de su marido. Cuando intenté explicarle la tradición familiar, ella me interrumpió de inmediato.
Para mi asombro, descubrí que Begoña y Manuel ya habían escogido un nombre para el bebé y que, según ellos, todas las decisiones que conciernan a su familia las tomarían sin tener en cuenta mi parecer. Yo veía la cosa de otro modo, pues aquel niño sería mi nieto y continuaría la línea de nuestra casa.
Cuando volvió a surgir el tema del nombre, Begoña, con descortesía, me respondió que no era asunto mío. Me quedé pasmado; había entregado todo mi corazón y mi energía a mi hijo, y de pronto me sentía un intruso en su vida. No lograba comprenderlo. ¿Cómo seguiría mi camino? ¿Cómo podría comunicarme con mi nuera y con mi propio hijo?
Hoy, rememorando aquel tiempo, entiendo que las costumbres cambian y que el amor familiar a veces se mide con la capacidad de escuchar, aunque la tradición pese como una piedra. Con el pasar de los años, el nieto que llegó a mis brazos recibió el nombre de don Alejandro, en honor a su abuelo, y la familia, aunque con cicatrices, aprendió a valorar más el diálogo que el orgullo.
Así quedó grabado en mi memoria, como una lección que el tiempo no borra.







