Mi suegra celebrará su cumpleaños en nuestro piso: una fiesta inesperada entre tensiones familiares, cansancio y dudas sobre mi papel como anfitriona

Recuerdo que fue hace muchos años, ahora parece un sueño borroso, pero entonces me llenaba de inquietud. Mañana era el cumpleaños de mi suegra, Doña Consuelo. Mi pequeña Inés apenas tenía cuatro meses y medio. En un principio, ella misma nos invitó a pasar el día en su casa, y decidimos que mi madre vendría a cuidar de la niña por unas horas. Pero finalmente, Doña Consuelo cambió de opinión; anunció que vendría con Don Javier, mi suegro, y con su nieta para celebrarlo en nuestra casa de Madrid. El caso es que no tenía dinero para invitarles a cenar a un restaurante, y mi marido, Francisco, tampoco veía lógica la idea; ellos, además, nunca han sido de muchos lujos ni exigencias.

Aún me pregunto por qué eligió Doña Consuelo nuestra casa para su celebración. ¿Quería incomodarme, o probar que soy una mala anfitriona? ¿Quizá reunir a la familia bajo un mismo techo, buscar un momento en paz? Nuestra relación siempre tuvo cierta tensión, que se agravó tras el nacimiento de Inés. Por dentro siento que anhela resolver ese conflicto, pero creo que ese no es el camino. Nunca fue grosera de palabra, pero sí hubo gestos que no he olvidado. El mínimo afecto que conservaba por ella se esfumó, porque comprendí lo que en verdad piensa de mí, por más que me sonría.

Tampoco es que le prohíba ver a su nieta; ni siquiera lo solicita. Cada viernes, pregunto a Francisco si su madre quiere pasar a ver a la niña el fin de semana. No tengo inconveniente en que compartan tiempo, aunque yo preferiría no coincidir. Siempre somos torpes en presencia de la otra, incómodas por lo que quedó dicho, o quizás por todo lo que nunca se dijo.

Vengo de una familia humilde; mi padre y mi hermana cayeron en la bebida, pero eso no me quita mi dignidad. Parece que a mi suegra le cuesta aceptar que quiera dormir un poco más los fines de semana, siempre que Inés me lo permite. Para mí, los sábados y domingos son casi una bendición: por fin puedo evitar levantarme a las seis y media a preparar el desayuno de Francisco, si la niña me lo concede. Pero claro, en una tarde dice que viene, en la siguiente se arrepiente; cada vez que escucho el giro de la cerradura, quisiera desaparecer.

Además, no pierde ocasión para recordarme que la vivienda era suya, ni olvidar sus normas. Entiendo que fue su casa, pero ahora vivimos aquí nosotros. ¿No puedo estar en bata y descalza si así lo quiero? Las reglas de cortesía y de convivencia nunca exigen que los antiguos propietarios entren sin llamar. No sé si en España eso se consideraría propio, pero a mí me resulta un gesto muy claro de quién manda, como si me lo señalara sin cesar.

La raíz de nuestra frialdad está en su rechazo inicial. Ni quiso conocerme cuando Francisco le contó que íbamos a casarnos. Incluso, tras solicitar cita en el registro civil, me llamó repetidas veces incapaz de creerlo. Ni una vez vino a encontrarse conmigo, ni en casa ni en una cafetería. Desde luego, ignora que su hijo fue el primero y el único.

Nuestro primer encuentro fue fortuito, tras meses de relación con Francisco. Se comportó, por decirlo suavemente, de un modo bastante rudo. Al suegro solo le vi el día de la boda. Quizá por todo eso, me es casi imposible sentir aprecio hacia ella.

No me gusta fingir, aunque si lo necesito, creo tener cierto talento para disimular. Pero no quiero pasar por ahí. Me niego a aparentar afecto o calidez cuando no lo siento. Soy consciente de que habitamos la casa que fue suya, pero ¿por qué debía importarme eso? Se la dio a su hijo. Y fue apenas al segundo día tras volver del hospital con la niña cuando realmente me hirió: comentarios sobre mi familia, insinuaciones de que soy una carga para Francisco. Cómo puede alguien de unos cincuenta y cinco años permitirse hablar así a su nuera, recién dada a luz, solo porque siente que le ha robado al hijo.

En fin, visitantes no me molestan, pero tampoco deseo tener que atenderlos si no lo siento. Ayudar a una mujer que apenas tolero a poner la mesa, correr del bebé a la cocina y esperar a que todos decidan marcharse… Tampoco es que me falte detalle: ya compré un regalo para Doña Consuelo, como mandan las costumbres.

Rate article
MagistrUm
Mi suegra celebrará su cumpleaños en nuestro piso: una fiesta inesperada entre tensiones familiares, cansancio y dudas sobre mi papel como anfitriona