Querido diario,
Hoy vuelvo a rebobinar los recuerdos de aquel día en que mi amiga Sara, que nunca me entregó ni un duro para mi boda, me ha invitado a la suya. Hace un año, Ana y Rodrigo sellaron su amor en una ceremonia que sus padres, ambos únicos hijos, organizaron como si fuera la boda del siglo. Querían que todo fuera a la altura de los cuentos: vestido blanco, coche de caballos tirado por caballos blancos y una recepción digna de la alta sociedad madrileña.
Los padres insistieron en que el banquete sería en el restaurante más prestigioso de la capital, reservaron una zona con vistas al Retiro y eligieron un ramo de rosas salvajes para la novia. El pastel lo preparó la amiga de la madre del novio, una experta repostera de la que todos hablaban en el barrio. Sólo el vestido de la novia y el traje del novio quedarían fuera de su presupuesto; ellos se harían cargo de todo lo demás: manicura, maquillaje, invitaciones, y esas mil cosas que hacen temblar el corazón de cualquier organizador.
Se elaboró una lista de invitados con la meticulosidad de un censo: se buscaban familiares adinerados que pudieran aportar generosas donaciones, con la esperanza de que el dinero recibido sirviera para comprar un coche nuevo o para el enganche de una vivienda. Tras largas discusiones, decidieron excluir a los parientes más lejanos; algunos, con excusas creíbles, se retiraron por su cuenta. Al final, la lista quedó compuesta mayormente por los amigos que la pareja había escogido.
El día de la boda el tiempo fue una bendición, a pesar de que los pronósticos anunciaban lluvia por la mañana. Ana deslumbraba con un vestido de seda bordado de delicada encaje; Rodrigo, con su sonrisa, no dejaba de mirarla. Todo transcurría entre risas y brindis. El fotógrafo, con una energía digna de elogio, no dejaba de disparar su cámara, mientras los invitados esperaban ansiosos el momento de sentarse a la mesa del gran salón.
Al concluir la sesión de fotos, la pareja subió al coche de caballos blanco y se dirigió al restaurante. El cava y los aplausos fluían como un río. Los regalos llegaron, sobre todo sobres llenos de billetes. El propio Rodrigo y Ana habían advertido antes a los invitados que preferían dinero en efectivo, aunque algunos abuelos no pudieron contenerse y entregaron una manta, sábanas y platos de porcelana.
El pastel de tres pisos, decorado con encaje de lujo, flores de crema y perlas comestibles, dejó sin aliento a los presentes más exigentes. La velada fue fastuosa; sólo al alba los cansados invitados empezaron a regresar a sus casas y la pareja se retiró a la habitación que habían reservado en un hotel céntrico.
A la mañana siguiente, al encontrarse con los padres, la madre de Ana le comentó que uno de los sobres estaba vacío. Según le explicó, ese sobre había sido entregado como regalo por la amiga cercana de los novios, Sara. Resultó fácil identificar al culpable: a diferencia de los demás, ese sobre no llevaba firma. Al oírlo, una sensación desagradable se apoderó de Ana.
La situación se agravó al recordar que, antes del matrimonio, Sara había insistido en que ya no era costumbre regalar menos de mil euros en una boda y había prometido que apoyaría a su amiga con dinero.
Casi un año después, Sara misma se convirtió en novia y nos invitó a ella y a mi marido a su boda. De inmediato, les exigió que le entregáramos la cantidad que necesitaban para cubrir los gastos. Yo me debatía entre distintas opciones. Propuse que mi marido le entregara un sobre vacío, tal como lo había hecho Sara con nosotros. Él sugirió ponerle más dinero para que se sintiera avergonzada. Nuestra madre, siempre práctica, me aconsejó que solo pusiera la cantidad mínima, para no revelar lo que sabía de su artimaña y no quedar con nada que vengarme.
Ahora, con el día de la boda de Sara a la vuelta de la esquina, me encuentro atrapada entre la vergüenza, la rabia y la duda. No sé qué decidir, y esa incertidumbre me pesa más que cualquier bolso de regalo.
Hasta mañana, querido diario.







