Hace mucho tiempo, en una época distinta en la que la vida parecía discurrir más despacio, decidí sacar a mi abuela de la residencia. Era algo poco habitual; en aquellos años, se solía escuchar de personas que rescataban niños de los hospicios, no ancianos de los asilos.
Mis amigos y vecinos en el barrio de Salamanca, en la vieja Madrid, no entendían mi decisión. Caminando por las estrechas callejuelas, sentía sus miradas y escuchaba sus comentarios: “Los tiempos están difíciles, y tú metes a esa mujer en casa”. Pero yo estaba convencida, es más, lo sabía de corazón: hacía lo correcto.
Nuestra familia era antes de cuatro: yo, mis dos hijas, Lucía y Carmen, y mi madre, que se llamaba Pilar. Pero hace ya ocho meses que Pilar nos dejó para siempre, y desde entonces solo quedábamos nosotras tres. En esos meses descubrimos cuánta energía y afecto nos quedaba por dar. Recordaba siempre a mi viejo amigo del instituto, Javier, quien, siendo joven, no quiso ni familia ni oficio: se perdió en la bebida hasta que la vida se le acabó. Lo triste era que dilapidaba la pensión de su madre en vino, y, al negarse ella a darle más, terminó encerrándola en una residencia y quedándose con su piso.
Desde que era niña conocía a esa mujer, Mercedes, y ella a mí. Una vez al mes, mis hijas y yo íbamos a visitarla y le llevábamos dulces típicos: rosquillas, torrijas, o a veces un trozo de tarta de Santiago. Cuando propuse que viniera a vivir con nosotras, mis hijas saltaron de ilusión; la pequeña, que entonces tenía cuatro años y medio, reía: “¡Vamos a tener abuela otra vez!”
No imagináis la felicidad en los ojos de Mercedes al escuchar mi oferta. Lloró tanto y con tanto sentimiento que tuve que consolarla, abrazándola como hacen las familias de verdad. Ahora han pasado casi dos meses desde que Mercedes vive con nosotras. Nosotras la adoramos y ella nos quiere con ese cariño sabio de quien ha vivido mucho.
Todavía nos sorprende la energía de la abuela, tan vivaracha ya cerca de los ochenta años. Cada mañana, al clarear, se levanta antes que nadie y entonces dejamos que el aroma a bizcochos o tortitas recién hechas nos despierte. Y así, cada día, volvemos a agradecer la decisión que tomamos y la suerte de compartir la vida con nuestra querida abuela.







