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Lucía volvió tarde de la guardia del Hospital Universitario La Paz, donde trabajaba de enfermera de traumatología. Se duchó largo rato, se puso la bata y entró a la cocina con paso cansado.
Hay albóndigas y fideos en la sartén le dijo María, mirando a su hija y tratando de adivinar qué le pasaba. ¿Estás agotada, Luci? ¿Qué tal el humor?
No voy a comer, y de todas formas me veo horrible; si intento arreglarme, nadie me mirará respondió Lucía con voz sombría, sirviéndose un té.
¿De dónde sacas eso? se alarmó María. Todo está en su sitio, tus ojos son vivaces, la nariz y los labios están bien. No te menosprecies, hija.
Porque todas mis amigas ya están casadas y yo sigo soltera. Solo me interesan tipos muy mediocres. Y los que me gustan ni siquiera me miran. ¿Qué tengo yo de malo, mamá? preguntó Lucía, frunciendo el ceño mientras esperaba una respuesta.
Simplemente no has encontrado a tu destino; el momento aún no ha llegado intentó tranquilizarla María, pero Lucía se puso más agitada.
Exacto, mis ojitos son pequeños, mis labios delgados y mi nariz ¡miradla! Si tuviera dinero me haría una cirugía estética, pero somos de los que aprietan la correa. Por eso he decidido casarme con algún cojo. En el hospital hay hombres que, tras un accidente, fueron abandonados por sus parejas. Ya tengo 33 años, no me queda tiempo para esperar.
Anda ya, Luci, no digas esas tonterías. Tu padre también tiene problemas de movilidad. Pensaba que al menos el yerno podría ayudar en el huerto; ¡sería un buen sostén! exclamó María, sin querer ofender, y siguió: No pienses que todos viven de lujo. ¿Te imaginas a una coja como tú? Mira a tu vecino, el buen Juan, lleva tiempo observándote. Es fuerte, los niños que tengan serán sanos
Mamá, basta. Juan nunca se queda en su trabajo, le gusta la birra y, ¿de qué vamos a hablar con él? protestó Lucía.
Yo le diré que vaya a la huerta a labrar la tierra y después comeremos. O que vaya al supermercado; es un chico aplicado, quizá os vaya bien sugirió María con una sonrisa que no convencía a Lucía, que dejó el té a medio tomar, se levantó y dijo:
Me voy a la cama, mamá. ¿De verdad me consideras una persona? Siempre piensas que soy un feo
¡Lucía, hija mía! se abalanzó María, pero Lucía solo agitó la mano y cerró la puerta de su habitación frente a su nariz.
Pasó la noche sin dormir, pensando en el joven que le habían traído hace poco, al que le habían amputado la pierna por encima del tobillo. Un bloque del techo se había derrumbado sobre él; el edificio estaba calificado para derribo y tardaron en rescatarlo, sin poder salvar la extremidad.
Nadie le hacía visitas; apenas tenía treinta años. Al principio, después de la operación, le miraba a Lucía con ojos suplicantes, le tomaba la mano y la observaba con pena. Con el tiempo, recuperó la compostura, se quedó mirando al techo, y ella sentía más lástima por él que por los demás, quizá porque nadie se acordaba de él.
¿Crees que podré volver a caminar? preguntó una tarde, sin mirar a Lucía.
Claro que sí, todo sanará, ¡eres joven! le contestó ella, firme.
Todos lo dicen Pero pruébalo sin pierna, ¿qué vida es esa? exclamó el chico, enfadándose y volteándose contra la pared como si la culpa fuera de ella.
¿Por qué entraste allí? replicó Lucía, irritada. ¡Tú eres el culpable!
Me pareció haber visto algo murmuró él, evitando la mirada cuando ella entraba en la habitación.
Lucía lo observó: sus ojos claros, fríos como hielos. Su rostro, aunque bonito, mostraba la tragedia que le había tocado vivir.
¿Te das pena? le atrapó la mirada. Veo que sí, pero no creo que haya mucho que lamentar de mi parte ahora
A la gente como yo tampoco le gustan Aunque tenga manos y pies, soy diferente. Mejor sin piernas, al menos lástimas tendrían
¡Pues claro! replicó Lucía, y las lágrimas brotaron sin remedio.
Entonces Miguel, el chico con la pierna dañada, sonrió por primera vez.
¿Y tú crees que eres fea? ¿En serio? Yo te miro y siento envidia del futuro que elijas, ¿me escuchas?
Lucía lo miró fijamente y, sorprendentemente, le creyó. Con voz temblorosa dijo:
Si te elijo, ¿te casarías conmigo? No respondas, sé que mentirías, lo entiendo.
Se levantó y salió de la habitación con el semblante herido. Miguel, apoyado en los codos, se arrastró hasta la cama como si fuera a seguirla, pero recordó que no podía y la llamó:
¡Cásate conmigo, Lucía! Te juro que pronto nadie notará mi pierna. Me recuperaré pronto, no te vayas
Lucía se quedó parada en el pasillo, a punto de llorar, pero sintió que él era él. No importaba su nariz, sus ojos o su nariz; él tenía su pierna, y eso bastaba. Se habían encontrado, y ya era hora, como decía su madre.
Miguel se lanzó a la rehabilitación con un entusiasmo desbordante. Tenía ahora un objetivo: casarse con la chica que tanto admiraba y estar en pie para su futuro juntos. Quería que Lucía dejara de sentir que no servía a nadie; ella le importaba, y él quería vivir a su lado.
¿Te has enamorado, hija? preguntó María más tarde. Mira cómo floreces, y antes decías que eras fea.
Lucía no negó nada; volaba como si tuviera alas. Su mayor deseo era que Miguel caminara bien y se adaptara al aparato protésico. Salían cada vez más a pasear, primero por el patio del hospital y luego por las calles iluminadas con luces navideñas que caían nieve artificial.
Ya demolieron la casa donde me aplastaron le mostró Miguel un día.
¿Y por qué entraste allí? ¿Qué viste? preguntó Lucía.
Verás, encontré un perrito callejero, flaco, negro con manchas blancas. Pensé que moriría de frío y quise llevarlo a casa para que no estuviera solo explicó.
Mira ese perro delgado que te observa con pena, parece temer acercarse.
Exacto, ese es él exclamó Miguel, y el cachorro corrió hacia ellos, acercándose hasta la puerta.
¡Qué suerte tiene Lucía! Ha encontrado a un marido guapo, más joven, con piso propio y sin suegra bromearon sus amigas en la boda.
La madre de Lucía, entre lágrimas, llamó a Miguel mi hijo. Él había sido criado en un orfanato, sin familia cercana, pero era un buen chico, sincero y lleno de cariño. Lo esencial era que se amaban y deseaban ser felices.
Los huertos y las parcelas no les importaban; Miguel se encargaba de todo y siempre lograba lo que se proponía.
Viven Lucía y Miguel, con su perro Cruz, y pronto serán cuatro, pues esperan una niña que nacerá pronto.
Nunca hay que desesperarse; de lo contrario se pierde la oportunidad de descubrir la felicidad.
Porque la vida es maravillosa justamente por su imprevisibilidad.







