¿Cómo te lo imaginas, mamá? se indignó Leocadia. ¿Que voy a vivir dos semanas con un hombre que ni siquiera conozco?
¿Y eso de desconocido? Es Ignacio, hijo de mi prima Lidia, nuestro pariente.
¿Lo recuerdas? Jugábamos juntos cuando éramos niños, ¡cuando nos quedábamos con ella! replicó la madre.
Mamá, ¡casi llego a los treinta! ¿Dónde quedó mi infancia? intentó Leocadia hacerle ver a su madre. ¿O vas a volver a intentar casarme?
No digas tonterías, es familia. Así que acoge al invitado, no te pasará nada concluyó la mujer con firmeza y colgó.
Carmen siempre había venerado los lazos de sangre: la familia es sagrada. Así que, sin pensarlo mucho, obligó a su hija a acoger a Ignacio, que había decidido mudarse a la capital, Madrid, la ciudad de oportunidades.
Acógelos como familia, no como inquilinos, si la familia está en Madrid.
Leocadia, profesora de literatura y lengua en bachillerato, recordaba que el adverbio «por familia» era el favorito del famosísimo escritor de chismes, Don Joaquín de la Vega.
Él se había hecho famoso, al igual que la temida señora Chisposa, por sus fechorías sin escrúpulos.
Leocadia propuso a su madre acoger al primo, porque ella era tan buena como para hacerlo. Y no había que andar buscando un techo de alquiler para él.
Sin embargo, Carmen vivía con su marido en un piso de una habitación de estilo franquista, con una cocina diminuta que ni siquiera cabía una mesa plegable. ¿Cómo iban a meter a Ignacio allí? ¿Qué, Leocadia?
Leocadia ya estaba harta: llevaba mucho tiempo sola, y un matrimonio rápido no le interesaba.
Su único matrimonio había sido de estudiantes; se separaron a los seis meses. No había hijo, ni siquiera la idea de uno. No quería hijos de su primer marido, un tipo que resultó ser un completo idiota.
Con casi treinta años, todavía no había encontrado marido. Eso preocupaba más a sus padres que a ella; a Leocadia le bastaba con su vida.
Tenía un buen piso de dos habitaciones heredado de su abuela. Sí, había muebles anticuados, pero estaban en perfecto estado: la lavadora giraba, el frigorífico mantenía el frío, la tele mostraba imágenes. ¿Qué más podía pedir?
En el trabajo le pagaban un buen sueldo y la respetaban. No le faltaban amigas, y la soledad del hogar la mitigaba su gato, Mog, llamado igual que el perro del cazador en el famoso libro de El desconocido.
Leocadia preparó una habitación para el invitado y esperó con timidez la llegada de Ignacio. A pesar de los seguros de su madre ¡te va a caer bien! el pariente resultó ser todo menos problemático. Cuando llegó, inspeccionó el piso con diligencia, revisó cada zona común, tal como decían los mayores.
¿Qué buscas? preguntó la dueña, sonrojándose un poco. ¿Oro y diamantes? ¿Crees que he colocado un inodoro de oro para tu llegada?
Solo quiero saber dónde me tocará vivir contestó el hombre.
¿Y si no te gusta, no te quedas? indagó Leocadia, curiosa.
Me quedaré, pero
¿Pero qué?
Nada, nada.
Se sentaron a tomar té y a conocerse. Ignacio había traído un pastel que Lidia le había enviado y compró un pequeño bizcocho. El inquilino no era un aprovechado.
En casa, Ignacio demostró ser todo un caballero: lavaba los platos sin que se lo pidieran, cocinaba decentemente y no dejaba charcos en el baño. En resumen, estaba educado al lavabo.
Gracias, tía Lidia y la primera esposa de Ignacio murmuró Leocadia, aunque ignoraba que él también estaba divorciado.
¡No me digas! exclamó su amiga Laura, al oír la historia. ¡Ese es el marido perfecto, hay que ficharlo!
Laura conocía bien la razón: ella mismo había abandonado a su marido, León, por falta de sintonía.
Pero somos familia, y a mí no me gusta replicó Leocadia.
¿Familia? Eso es como decir agua de ocho latas respondió Laura. ¿Cómo puede no gustarte? ¿Será que te parece… raro?
Ignacio es bastante guapo, aunque no es mi tipo.
Al final, a Leocadia no le gustó: no tenían puntos en común. Sus ritmos biológicos chocaban: ella era una lechuza, él un alondra.
Leocadia prefería una vida tranquila, guiada por la sabiduría oriental que dice apúrate despacio. Ignacio, en cambio, era hiperactivo y creativo; siempre quería avanzar, como si tuviera un motor encendido en vez de un corazón.
El primer día la llevó a un teatro, con entradas compradas con antelación. A Leocadia no le apetecía ir, pero aceptó para no desairar al invitado. Le gustaban las obras clásicas en línea, pero la puesta moderna le resultó sin encanto: sin telón, vestuarios extravagantes y una dicción confusa.
¿Por qué me obligas a ver eso? protestó.
Es una visión nueva, progresista replicó Ignacio.
Yo estoy feliz con lo viejo contestó Leocadia.
Pero es avanzar, es progreso insistió él, hablando también de la gran ciudad de oportunidades, Madrid, y de sus ambiciosos planes.
Mientras tanto, Mog se escabullía bajo la cama, como siempre hacía cuando algo le disgustaba. Parecía que Ignacio tampoco le agradaba.
A los dos días Ignacio compró una alfombra nueva y tiró la vieja que estaba en el pasillo. Leocadia aceptó el cambio sin protestar, porque nadie necesitaba discutir sobre ello.
Después, apareció una cazuela nueva en la cocina: la antigua se pegaba la avena. Leocadia la usó para su café con tostadas, aunque Ignacio la había comprado para sí mismo, porque prefirió desayunos abundantes.
Ignacio propuso pagar los servicios de luz y agua en euros. Leocadia rechazó, sintiendo que era una invasión de su espacio.
No pagues por una vivienda que no es tuya le dijo.
Ignacio, que buscaba empleo, envió decenas de currículums y asistió a varias entrevistas, convencido de que algo pronto surgía.
Cuando el plazo de dos semanas llegaba a su fin, el cuerpo de Ignacio empezó a molestarse: le sangraron la nariz, estornudó sin parar y su piel se volvió escamosa. Era una alergia inesperada.
El gato Mog, sin embargo, lo ignoró y siguió bajo la cama solo cuando Ignacio no estaba.
Al día dieciocho, Ignacio recibió una oferta de trabajo en Madrid, con un salario decente para la capital. Le contó la noticia a Leocadia, quien ya contaba los días y empezaba a cansarse.
¿Te vas a quedar? preguntó.
Sí, pero
La conversación quedó en el aire. Al día siguiente, Leocadia encontró la mesa puesta para una cena especial.
¿Será una despedida? pensó. Al fin podré hablar sin temor.
Ignacio, de buen humor, llenó las copas de vino y empezó a hablar.
De pronto, surgió la propuesta: quería pedirle la mano. No era un negocio, sino un compromiso de amor, pese a la advertencia de que eran parientes lejanos.
Creo que podríamos ser buena pareja dijo, entusiasmado. No te rechazo, me caes bien, y a nuestra edad debemos ser conscientes al casarnos. Ya tenemos casa, trabajo y todo lo necesario. El amor es secundario; lo esencial es el respeto mutuo.
Leocadia escuchaba boquiabierta; entonces Mog salió de debajo de la cama.
¿Ese es tu gato? preguntó Ignacio sorprendido.
Sí respondió Leocadia, incrédula. ¿Es la primera vez que lo ves?
La primera. ¡Maldición! Tengo alergia al pelo de gato. ¡El médico me lo ha diagnosticado hoy mismo!
¿No ves el arenero? replicó Leocadia. Siempre lo notas todo.
No lo noté. Necesito tratar la causa, no solo los síntomas explicó Ignacio. No podré vivir con un gato.
Leocadia, furiosa, le contestó:
Entonces, ¿quieres que lo sacrifiquemos? espetó.
Es una opción. Además, puedo pagarte por ello insinuó.
Mejor lo mato yo replicó Leocadia, dándole una bofetada verbal. ¡Y no me mires así! ¡Lárgate!
Ignacio, enojado, se levantó, tomó su copa y salió, lanzando al pasar: No pensé que fuera tan primitiva.
¡Adiós! gritó Leocadia aliviada.
Tras su marcha, la cazuela desapareció, pero la alfombra nueva quedó. Llamó su madre:
¿Cómo le echaste a tu sobrino? ¡Ya se ha quejado!
Quería que me pidiera matrimonio. Si eres tan buena, ¡sal tú misma! ¡Me repugna!
Su madre no respondió. Leocadia quedó en silencio, pensando que tal vez algún día otro pariente sufra alergia a ella, como ha pasado con esposos al polvo de sus cabellos. La historia está llena de casos de alergias entre cónyuges que terminan mal.
Al final, la lección es clara: no hay que obligar a nadie a qued
se en tu vida por lazos de sangre; el respeto y la libertad son la base de cualquier relación sana.







