Los felices siempre llevan una sonrisa.

Siempre recuerdo aquel día de verano en que el cielo de Madrid se cubrió de una llovizna ligera, mientras el sol se asomaba tímido entre las nubes. Yo, Pilar, observaba la lluvia desde la ventana del pequeño salón de mi casa, esperando que mi hija Leocadia llegara del trabajo. Acababa de volver de la fábrica de tejidos y, con la idea de preparar la cena, me quedé mirando la lluvia y pensando.

Y cuando Leocadia haya crecido, ya tendrá novio, aunque a mí no me convenza ese tal Damián meditaba Pilar. Es mayor que ella, de mirada esquiva, y no me inspira confianza. ¿Cómo decírselo a mi niña? Si la destruyo, seré su peor enemiga. Le he insinuado que Damián no es el indicado, pero ella no ha escuchado mis palabras. ¡Ay, si supiera yo cuál es la forma correcta!

Crié a Leocadia sola; nunca me casé. Así fueron las cosas. Cuando estaba en tercer año de la Universidad Complutense, salí con Víctor, también estudiante. Él nunca culminó los estudios; lo expulsaron al terminar el tercer curso. Yo estaba feliz, pues sospechaba que estaba embarazada y quería decírselo.

No tengo nada que inventar exclamó él, incrédulo. ¿Cómo voy a saber si ese bebé es mío? No quiero hijos. respondió con rudeza y se marchó.

Yo, desconcertada, no logré explicarle que yo no había conocido a otro hombre. Víctor desapareció sin más, y en la universidad siguió rodeándose de otras chicas. Al final, lo expulsaron.

Hijita, ¿qué te ha pasado? me preguntó mi madre, Ana, al verme llorar en mi habitación.

Mamá, Víctor me ha dejado… y estoy embarazada solté entre sollozos.

¿¡Qué!? exclamó Ana. ¡Cuántas veces te he advertido que pienses con la cabeza! Estás en tercer año; debes terminar la carrera, no criar niños. No contarás con mi ayuda; tendrás que arreglártelas sola. Ve al hospital, habla con el médico; ya eres adulta y debes responder por tus actos.

Aquella mirada fría y desapegada de mi madre me hirió más que sus palabras. Comprendí que no había a quién acudir; la única que podía ayudarme era yo misma.

Al día siguiente me dirigí al Hospital Universitario La Paz. La fila era escasa; una joven embarazada se sentaba junto a su hija de seis años. Cuando la puerta se abrió y salió la paciente anterior, la madre se levantó sujetando su vientre:

Espera aquí un momento, hija, vuelvo enseguida dijo.

Entró en la consulta y la niña se quedó junto a mí. En la sala de espera los niños suelen aburrirse, pero la pequeña, de pecas en la nariz y cabellos claros, empezó a jugar con sus pies. Nos cruzamos la mirada y ella me regaló una sonrisa.

Tía, ¿por qué estás triste? ¿Estás enferma? preguntó.

No, no estoy enferma, es solo no quise cargarla con mis problemas.

¿Tienes hermanos? insistió.

No

¡Qué lástima! Mi madre dice que los hijos son la felicidad. Yo soy su felicidad, aunque a veces me porte mal y ella me regañe, siempre me dice que soy su alegría. También me dice que debo sonreír y no llorar. Ayer Míkel me tiró de la coleta y lloré; mi madre me mandó sonreír. Cuando lo hice, me dio una caramelita y volvimos a jugar.

Su inocencia desarmó mi corazón. Sintiendo una revelación, pensé:

¿Qué hago aquí? Que Víctor me haya abandonado, que mi madre se empeñe en no ayudarme Pero no permitiré que todo se derrumbe.

En ese instante la madre de la niña salió, se tomaron de las manos y sonrieron. Ese calor, esa fuerza me impulsaron a marcharme del hospital, y mis pasos me llevaron a casa de mi suegra, Catalina, la madre de mi difunto padre. Aunque después del divorcio de mi madre con mi padre, Ana no hablaba con Catalina, yo solía visitar a la abuela, quien adoraba a su nieta.

Ven, niña. Aunque tu madre se oponga, yo te ayudaré. Puedes vivir conmigo, te apoyaré en todo. No cargues con culpas, después me lo agradecerás me dijo Catalina, acariciándome la cabeza.

Desperté de aquel recuerdo y murmuré:

Qué acertada fue la abuela. Leocadia es mi dicha, mi vida, mi todo. No imagino existir sin ella.

Escuché el crujido de la llave en la cerradura; Leocadia había llegado. Salió del pasillo con los ojos hinchados por el llanto.

¿Qué ocurre, hija? Siéntate y cuéntame la abracé y la senté en la silla junto a la mesa de la cocina.

¿Damián? preguntó, quebrada.

Sí respondió Leocadia, volviendo a sollozar con una nueva oleada de dolor.

Le ofrecí un vaso de agua; lo bebió mientras yo le acariciaba el hombro. Entonces, entre sollozos, confesó:

Mamá, él está casado.

¿Y no te habías dado cuenta? le pregunté.

No, mamá resulta que tiene esposa y dos hijos en Zaragoza. Él está aquí por un encargo largo, alquila un piso. Yo lo he visitado muchas veces y nunca he visto a su mujer.

¿Cómo lo supiste? ¿Él te lo dijo?

No. Un día su esposa llegó sin avisar, vio mi número en su móvil y leyó nuestros mensajes.

En vez de sentirme fatalista, sentí una extraña satisfacción: mi intuición me había protegido. Sabía que, al fin y al cabo, Leocadia encontraría el amor verdadero.

¿Y ella te llamó? pregunté.

Sí, me pidió encontrarnos en una cafetería. Su mujer, una mujer amable y sin dramas, me dijo que dejara a su marido en paz por sus hijos. Fue como un trueno en día claro relató Leocadia, ya sin lágrimas.

No te culpes, hija. Él es un embaucador y, gracias a Dios, lo descubri­ste. Si hubieras sabido que estaba casado, no habrías seguido con él.

Claro, mamá. Le dije a su esposa que no volvería a verle y lo bloqueo en mi lista negra afirmó Leocadia con firmeza.

Bien hecho, hija aprobé.

En ese momento, Leocadia volvió a sollozar:

Mamá, también estoy embarazada

¿En qué trimestre? intenté mantener la calma.

Unos dos meses susurró, mirando al suelo.

Aquellas palabras perforaron mi pecho. Todo se repetía: la vida, la maternidad, el dolor y la esperanza. Miré a mi hija, la mujer por la que jamás me rendiría, y comprendí que necesitaba mi apoyo incondicional.

No te preocupes, hija, todo irá bien. Daré a luz, te ayudaré. Este bebé será nuestro, lo amaremos juntos le dije.

Mamá, eres la mejor. Sabía que lo dirías.

Los años pasaron y vi a Leocadia con su pequeño hijo, recién llegado del hospital, envuelto en un pañecito beige con un lazo azul. Al entrar en casa, la habitación estaba decorada con globos y flores; Catalina había preparado todo para el nieto y su hija. La cuna estaba ya montada, el cochecito al lado y los juguetes sonaban alegremente. Pilar y Leocadia se sonreían, pues al fin la felicidad había tocado su hogar.

Y así, como dice el refrán, los felices siempre sonríen.

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MagistrUm
Los felices siempre llevan una sonrisa.